Desde tiempos inmemoriales,
cuando la historia no era más que un impreciso
esbozo narrado por los victoriosos, hemos existido los Bardos:
narradores, cronistas y poetas; artistas, juglares y trovadores;
tejedores de sueños que recogían mitos y leyendas,
de las canciones ancestrales, de los evanescentes sortilegios,
del arrullo del tempestuoso mar o del canto de las ninfas del bosque,
para transmitirlos durante generaciones entre aquellos
que nos quisieran escuchar, sumidos en un embrujado deleite.

Y es ahora, en esta Era donde la magia se diluye
junto con la esperanza de las gentes,
cuando nuestro pulso ha de redactar con renovada pasión
y nuestra voz resonar más allá de los sueños
.

Toma asiento y escucha con atención.

Siempre habrá un cuento que narrar.

viernes, 23 de diciembre de 2011

El tiempo de Yule (Segunda Parte)


Paseando mi mirada con científico detenimiento por la estancia, contemplé con cierto recelo que se había producido un apagón tanto en el edificio de la biblioteca como el arcaico distrito donde se ubicaba, pues desde los angostos ventanales no se proyectaba iluminación alguna. Sin embargo, no podría asegurar si por fortuna o fatalidad, las luces de emergencia del lugar funcionaban con normalidad, otorgando una tenue y mortuoria tonalidad a la sala de estudio, como si estuviera bajo el fulgor de los candiles. Nadie había en los alrededores, pero podía resultar comprensible, considerando que estaba en una de las salas menos transitadas de la biblioteca, y era víspera de festividad. Por lo que, aprisionado por esa morbosa excitación que me invadía al permanecer en una situación así, esbocé una osada sonrisa y mis ojos danzaron, de nuevo, sobre ese libro de irrisorio misticismo que aún descansaba sobre la mesa, abierto, expuesto ante mi cínico escrutinio. 

Fue cuando supe que estaba manuscrito en una lengua que desconocía, aunque no me era ininteligible, pues podía asociarla, por mis estudios etimológicos y lingüísticos, a una variante desusada e ignota del gaélico antiguo. Una forma ancestral de este idioma que podía datarse de períodos protohistóricos, lo cual comenzó a interesarme lo suficiente como para que mi descreída consulta se convirtiera en un tenaz estudio. Pero a medida que pasaba con visible agitación las páginas, ajadas y deslucidas, una sensación de ardor, un creciente quemazón, se inició en mis dedos, como si estuviera acariciando con deleite una crepitante lengua de fuego. Me detuve de inmediato cuando el picor se transmutó en dolor, y tras confirmar que mi piel estaba intacta, sufrí otro inquietante síncope, como el que había padecido al encontrar el tomo en el estante. Mi mente, al borde del vahído, no supo correlacionar en primera instancia lo que estaban contemplando mis ojos, que no era más que una tosca ilustración, en tonos oscuros, que se plasmaba a todo folio en una de las hojas del libro. 


Era espeluznante, a pesar de que se tratara de una esquemática pintura de difusa interpretación. En ella figuraba lo que parecía una pequeña aldea, de casas bajas y circulares con una techumbre de hojarasca, que circundaban una prominente roca, un megalito si la memoria no me traicionaba, que se erigía con firmeza, cual ciclópeo guardián de piedra. Pero lo que me sobrecogía era aquel tizne negro, una especie de borrón oscuro que surgía del extremo superior izquierdo del dibujo. Quise determinar si sólo era una mancha de carbón que se había difuminado por efecto del uso del libro colocando la página a trasluz, cerca de una de las mortecinas luces de emergencia, hasta que descubrí el secreto que guardaba aquella imagen de pesadilla. Un horror encerrado en un libro que jamás debería haber abierto. En mitad de esa glutinosa oscuridad que sobresalía hacia la ilustrada villa, en una mácula de abyecta negrura, se perfilaban figuras humanas, sinópticas y esbozadas, en gestos grotescos, algunos físicamente imposibles, por sus dislocados miembros, sus amplias fauces o sus encorvados espinazos. Una horda de execrables criaturas que avanzaba junto a esa oscura infamia, que crecía inexorablemente, ocultando el poblado a medida que pasaba las páginas, conformando un macabro fotograma. 

Fruncí el ceño buscando la empírica coherencia que requería este improvisado estudio, tratando de apartar el irracional temor que me asaltaba, y eso fue lo que me permitió atisbar, bajo las ilustraciones, a modo de acotaciones, una serie de apuntes escritos en latín, impresos en tinta carmesí. La primera frase que leí era tan significativa que reflexioné durante unos interminables minutos sobre ella: In absentia luci, tenebrae vincunt. La transcripción me resultó sencilla, siendo su significado “En ausencia de luz, la oscuridad prevalece”. De esta manera, emprendí la transcriptora labor del intérprete y descifré aquello que alguien, que no parecía ser el autor de la obra, había escrito allí, quién sabe cuándo y por qué. El resultado fue sumamente decepcionante, aunque en cierto modo tranquilizador, pues recobré el temple perdido minutos antes, sustituyéndolo por esa actitud jactanciosa que había tenido en un principio, teniendo en cuenta el tipo de literatura que pensaba que era. Lo que había escrito como apunte en los márgenes de los dibujos era la patética perorata de algún ocultista estafador, que pretendía atemorizar a los lectores con una sugerente historia. O eso quería pensar. 

Según contaba quién quisiera que lo hubiera redactado, durante lo que se conoce como 'Yule', el día del Solsticio del Invierno, el umbral que separa el reino de los vivos del reino de los muertos se fragmenta, provocando que la incognoscible oscuridad que anega el mundo se escape durante horas, eclipsando a la luz purificadora, y haciendo que, de esta manera, la noche sea más larga. No obstante, las advertencias de este demente no se refrenaban en este natural fenómeno, pretendían trascender más allá de lo explicable, pues desde tiempos inmemoriales, se celebraban rituales, se honraba a los antepasados y se entonaban cánticos para que se produjera el renacimiento de la luz, en un nuevo y reluciente amanecer. Por supuesto, si no se ejecutaban con solemne fervor estos ritos, el blasfemo pórtico entre ambos mundos quedaría abierto, de entre las sombras los cadáveres resurgirían para extender su perfidia por toda la tierra y la oscuridad nos devoraría para siempre. No pude reprimir mi carcajada cuando hube terminado de leer, más por recordar ese infundado miedo que había tenido instantes antes, que por la necedad de la fábula que había descubierto. 

Cerré el libro con sonoridad y cuando me disponía a dejarlo en su lugar en la estantería, comprobé que carecía de etiqueta de signatura. No pertenecía a la biblioteca. Me decidí, entonces, en buscar a uno de los auxiliares para que pudiera hacerse cargo de él, mas cuando hube salido de la sala de estudio, me extrañó comprobar que no había absolutamente nadie y que la puerta de la salida, que se observaba desde mi posición, estaba cerrada. Todo seguía sumergido en una impenetrable tiniebla. Vacilé durante unos segundos ante esta sorprendente coyuntura, pero sin perder la compostura, caminé hacia la salida y, con alivio, empujé el portón hacia la calle, abriéndolo en un estridente chirrido. Y, repentinamente, sentí como si me envolviera una antinatural brisa, gélida y luctuosa, ocasionándome un violento estremecimiento, que azotó todo mi cuerpo. No quise darle importancia, por lo que resguardé el libro bajo mi regazo e inicié mi regreso a casa. Ya volvería mañana para que alguien se hiciera cargo de él, en un horario menos intempestivo.


Las empedradas calles que había recorrido horas antes, ahora parecían teñidas por las sombras de la noche, pues las farolas y las luces continuaban extintas, ahogadas seguramente por el apagón eléctrico que afectaba a la zona. Me fascinaba la nocturnidad, ese estrato lóbrego y nebuloso siempre me había resultado sumamente inspirador, pero aquella noche parecía distinto. Me apresuré con presteza, entre sombras y silencios, avanzando por inquietantes rincones en los que parecía que las penumbras se contoneaban a mi paso, como si intentaran burlarse de mí. Me sentí estúpido cuando me giraba bruscamente al creer observar que alguien o algo me contemplaba, me seguía o me amenazaba. Mi respiración se tornó apresurada y dolorosa, pues la gelidez penetraba en mis pulmones junto con esa umbría sensación de miedo, que volvía a germinar en mí. Buscaba con desesperación a alguien, tanto en las travesías como en los comercios, pero todo cuanto me rodeaba residía en una sepulcral quietud, en una escalofriante soledad. Lo único que me propiciaba un efímero sosiego era la fantasmal luz estelar que provenía de los cielos nocturnos. Había luz, por insignificante que fuera. Aunque no por mucho tiempo.

En uno de mis torpes zarandeos, creyendo que estaba siendo acechado por otra de esas enloquecedoras sombras, me volví hacia la calle que acababa de remontar y contemplé aquello que resquebrajó por completo mi templanza, anquilosando mi corazón en un catatónico pavor. No podía creer lo que estaba viendo, pero mis ojos no me engañaban: se trataba de oscuridad, una absoluta y atroz negrura, que oscilaba viscosa e informe, serpenteaba etérea y volátil, engullendo todo resquicio de luz que había a su paso, ascendiendo desde donde mi vista podía avistar e inundándolo todo, asfixiándolo en una agonizante opacidad. Me quedé petrificado, observando aquel ominoso espectáculo, testigo atónito de un miedo primordial del que yo me había mofado, que ahora se cernía sobre mí vertiginosamente. 

Aún no comprendo qué me impulsó a tomar semejante determinación, pero en aquel momento sólo pude abrir el libro que había descubierto en la biblioteca, por una de sus páginas ilustradas y, entre inconsolables estertores de terror, busqué con desesperante afán uno de los pasajes que había escritos en latín, el cual recité entre alaridos, llantos y quejidos, sintiendo como si una inmensidad de cruentas punzadas ulceraran mis carnes en el momento en el que fuí asolado por las sombras. 

Y esto fue lo que grité antes de perder la consciencia, como si no existiera otra verdad en el universo:

Permite que mi humilde existencia se ilumine con tu fulgor, 
bajo el amparo de las estrellas y la melancólica luz lunar, 
y que el gran sol matinal derrame en mi su rayo de esplendor 
cuando me amenace la permanencia de la perpetua oscuridad. 

Estaba amaneciendo cuando desperté, encogido por el frío y el estupor, sintiendo el cuerpo entumecido por la incómoda postura que había mantenido durante horas, en un mugriento recoveco de uno de los callejones del Barrio Antiguo, con aquel enigmático libro entre mis brazos... 



... y el consuelo de saber que el tiempo de Yule había terminado. 

2 comentarios:

María dijo...

Maldoror, gracias por poner esta ventana para poder comentar sin problemas.

Tu texto me ha encantado, ha sido un placer sumergirse en tus letras, que enganchan hasta el final.

Te felicito por tu manera de transmitir, me hiciste viajar con tus letras.

Deseo que pases una feliz navidad envuelta en amor, paz y felicidad, no solo en estas fechas, sino todos los días de tu vida.


Un beso.

J.D. Morgenstern dijo...

Hola, María.

A decir verdad, esta ventana emergente es mucho más cómoda y utilitaria, respecto a comentarios, que la anterior configuración que disponía el blog, por lo que no hay de qué :)

Y, como siempre, por supuesto, es un absoluto deleite para mí saber que mi particular prosa pueda resultar de tu agrado. Es un placer 'viajar' acompañado a través de la literatura.

Felices fiestas también para ti, que tus anhelos se consuman para que así puedas perseguir nuevos sueños.