Desde tiempos inmemoriales,
cuando la historia no era más que un impreciso
esbozo narrado por los victoriosos, hemos existido los Bardos:
narradores, cronistas y poetas; artistas, juglares y trovadores;
tejedores de sueños que recogían mitos y leyendas,
de las canciones ancestrales, de los evanescentes sortilegios,
del arrullo del tempestuoso mar o del canto de las ninfas del bosque,
para transmitirlos durante generaciones entre aquellos
que nos quisieran escuchar, sumidos en un embrujado deleite.

Y es ahora, en esta Era donde la magia se diluye
junto con la esperanza de las gentes,
cuando nuestro pulso ha de redactar con renovada pasión
y nuestra voz resonar más allá de los sueños
.

Toma asiento y escucha con atención.

Siempre habrá un cuento que narrar.

jueves, 31 de diciembre de 2009

Existencia inmortal

Era una ominosa noche en el Bosque Alto, en la que ni tan siquiera los resplandecientes haces de luz estelar podían atravesar la espesa fronda arbórea que ejercía de bóveda natural mediante sus tortuosas y entrelazadas ramas, abrazadas en la cúspide de los robles. Pero esto no le incomodaba a un Primer Nacido, pues su vista estaba dotada de la capacidad de contemplar con nitidez a pesar de estar sumido en la tiniebla nocturna y le hacía disfrutar de su trotar noctámbulo sobre su argénteo corcel, sintiendo como una cálida brisa le acariciaba su níveo rostro y le hablaba en imperceptibles susurros de los primordiales secretos de este milenario paraje.

El elfo mesó las crines del caballo para tranquilizarle con arrobadoras palabras, alzándose sobre la silla levemente para que sus ambarinas pupilas escudriñaran todos los rincones de la espesura. Desde hacía largo rato había percibido un extraño estremecimiento que lo había sumido en una inquietante curiosidad y trataba de abrirse paso entre la frondosidad, concentrándose en sus hechiceras dotes para detectar cualquier atisbo mágico o sobrenatural. Una repentina corriente de aire frío le asaltó sorpresivamente, provocando que su larga melena azabache ondulara con efímera intensidad sobre la plateada coraza que protegía su atlética anatomía.

Detuvo al caballo por las riendas y agudizó el oído, cerrando sus ojos para propiciar una mayor concentración, tratando de visualizar si ese gélido céfiro tenía un carácter arcano. Y así era, por lo que espoleó a su jamelgo, galopando rápidamente en la dirección que intuía adecuada. Este tipo de andanzas nocturnas eran las que hacían sentir vivo a Nolendur, pues su longeva existencia, propia de los elfos, que ya contaba con varias centurias, hacía que disfrutara mucho menos de las emociones rutinarias que harían sentir dichoso a cualquier hombre. Continuó azuzando la montura a medida que iba percibiendo que se aproximaba al foco de la brujería, pudiendo incluso detectar cuál era su naturaleza, evidenciando el peor de los presagios: se trataba de Magia Sombría, propia de sus condenados primos de la Antípoda Oscura, los drows o elfos oscuros.

Debe tratarse de una incursión caviló con cierta preocupación el noble elfo, que se debatía en si debía regresar a la ciudadela para alertar a sus hermanos o se enfrentaba a ellos él mismo, mientras descabalgaba con felina habilidad de su corcel y conjuraba un hechizo de invisibilidad para ocultar su presencia con un translúcido manto de sombras arcanas. Se aproximó sigilosamente hacia el lugar donde parecía latir con más intensidad la presencia drow y vislumbró la situación con desasosiego, puesto que una banda de cuatro guerreros oscuros, comandados por una sacerdotisa que esgrimía furibunda un látigo de cabezas de serpiente, hostigaban y herían despiadadamente a una mujer, a la que no podía distinguir desde su posición, que se encontraba entre ellos y parecía resistirse con severas dificultades, en un pequeño claro entre robledales.

Lo tuvo claro. No podía perder ni un instante tratando de avisar a sus camaradas, así que desenvainó hábilmente su espada, pasando la palma de su mano sobre la hoja al tiempo que recitaba silenciosamente un sortilegio que le concedió una resplandeciente aura, envolviéndola en una brillante magia que le ayudaría en la batalla. Nolendur era uno de los últimos caballeros arcanos, también llamado Filo del Ocaso, cuyas extraordinarias dotes mágicas les permitían encantar sus armas a voluntad con poderosos conjuros. De este modo, disipó la invisibilidad que le ocultaba y comenzó a cargar hacia los invasores oscuros, sacando el escudo que llevaba atado a su espalda y alzando su espada preparado para atacar. Los elfos oscuros advirtieron su presencia como él deseaba, pues lo que pretendía era distraer su atención para que dejaran de dañar a la dama, girándose hacia él y posicionándose en una formación de guardia para repeler su acometida.

Cargó con violencia, colocando su escudo por delante y empujando con él a uno de los enemigos, haciendo que cayera de espaldas al suelo y rompiendo de esta manera las filas, en un brusco pero efectivo movimiento. Uno de los drows le lanzó una descendente estocada con su alfanje, con malvadas intenciones, pero logró bloquearla rápidamente con su propia espada, haciendo chirriar los aceros a medida que se deslizaban las hojas hasta que logró zafarse de ella y girar sobre sí mismo en una maniobra evasiva, cortando certeramente con este movimiento al incursor oscuro por encima del estómago, a la altura del esternón. La sangre tiñó de rojo su armadura, pero ya había logrado abatir a un enemigo con relativa facilidad, intimidando a los otros tres que se replegaron recuperando la formación defensiva y se colocaron ante la sacerdotisa, que parecía realizar un profano ritual sobre el cuerpo de la mujer, que se había desvanecido segundos antes.

La tesitura era apremiante, así que optó por emplearse todavía más a fondo, canalizando un hechizo a través de la espada, apuntando con ella hacia uno de los drows, haciendo que una feroz ráfaga de viento surgiera de su punta y golpeara con virulencia en su pecho, desplazándolo varios metros hacia atrás hasta dejarlo fuera de combate. Los otros dos se vieron sorprendidos por este recurso mágico, bajando la guardia durante una fracción de segundo, suficiente para aproximarse expeditivamente y hundir su fulgurante acero en el hombro de uno de ellos, trazando un mortal arco que desgarró carne, músculos y hueso hasta despedazar su negro corazón. El único guerrero que quedaba en pie, además de la sacerdotisa, exasperado, intentó conjurar un hechizo de Oscuridad para cegar a ese caballero que otorgaba la muerte con tanta facilidad. Pero Nolendur reaccionó con celeridad, y mientras extraía su espada del inerte cuerpo que acababa de lacerar, silenciaba al conjurador con un movimiento de su mano para evitar que lo sumiera en ese sombrío embrujo. Esto incluso aturdió al drow, que no sabía cómo responder a este subterfugio, y mientras se lo pensaba, el elfo arrancó la espada del pecho del moribundo, para realizar un nuevo giro sobre sí mismo y decapitar limpiamente con una habilidosa finta al dubitativo. Ya no pensaría más.

La sacerdotisa se volteó al sentirse amenazada, interrumpiendo la ceremonia, con su violácea mirada cargada de profundo odio y esbozando una iracunda mueca con sus carnosos labios:

- Estúpido elfo... no sabes lo que estás haciendo... - silbó con fiereza la drow, alzando su látigo torvamente dispuesta a atacar.
- No tendré piedad con los desterrados. Tú eres la siguiente en morir. - replicó Nolendur adusto, caminando hacia la elfa oscura espada en mano.

Tras pronunciar estas palabras, ambos se precipitaron a su encuentro, en el que la drow hizo restallar su látigo con evidentes intenciones de rodear el cuello del elfo que, adivinando su ataque, eludió esta presa con su grácil juego de piernas, lanzándose hacia un lado para embestir el costado de la sibila con el punzante extremo de su espada. No obstante, este enemigo le presentaría mucha más resistencia, en cuanto se percató que su espada no podía atravesar una defensa sacrílega que rodeaba el voluptuoso cuerpo de la elfa oscura. Volvió a levantar su látigo, esta vez con éxito, pero en lugar de cercar su cuello, apresó su espada, tirando de ella hasta desarmarle con facilidad.

- ¡Idiota!, ¿acaso en tu patética incapacidad mental pensabas que podrías derrotar a una servidora de la Diosa Araña? - se carcajeó la drow, mientras volvía a blandir su látigo con aptitud, esta vez logrando rodear el cuello del elfo.

En cuanto sintió que las cabezas de serpiente de cada una de las colas del látigo clavaron sus colmillos en su carne, desgarrándola con su malsano veneno, se doblegó y cayó pesadamente sobre sus rodillas, intentando desesperadamente desanudar la presa con sus manos. Pero era inútil, pues cuanto más lo intentaba, más le oprimía y asfixiaba. La sacerdotisa le mantuvo ahogado mientras se acercaba hacia él, con insinuantes movimientos de cadera y una libidinosa expresión en su boca hasta llegar a su altura, para clavar una de sus botas en su hombro y tirar nuevamente en ese empuje del látigo, en un intento de estrangulamiento mortal. Fue entonces cuando la expresión del rostro de la drow cambió por completo, borrando instantáneamente su semblante de lujurioso placer por uno de infinita agonía, al sentir como una espada la atravesaba por la espalda, entre los hombros, hasta salir en un sangriento estertor por uno de sus pechos. Cayó al suelo entre sanguinolentas convulsiones, muerta casi en el acto, soltando su látigo y liberando de esta manera a Nolendur, que observaba atónito cómo había sido la dama que, hacía unos minutos yacía inconsciente en el suelo, la que blandía temblorosa su propia espada, con la que había dado muerte a la drow, salvándole la vida.

La miró directamente a los ojos por primera vez, contemplando en ellos una inenarrable belleza que le fascinó por completo, pero cuando quiso despertar de este deslumbramiento, su mirada se apagó y volvió a caer desfallecida. Sin embargo, el elfo se movió diestramente y logró tomarla entre sus brazos antes de que se golpeara contra el suelo. La observó otra vez con detenimiento, comprobando que también se trataba de una elfa, pero de una perenne hermosura, que parecía pertenecer a la más agraciada princesa de las Baladas Antiguas: de negros cabellos largos y ondulados, que emitían un quimérico fulgor a pesar de la lóbrega noche; de fino rostro con formas perfectas, que tenía un tono pálido pero una sedosa urdimbre; de tiernos labios cerrados en una serena expresión, que invitaban al deseo; y de modelado cuerpo con generosos pechos y atractivas curvas, semicubierto por un ceñido y escotado vestido negro. Se inclinó hacia sus labios, para posar su oído sobre ellos y comprobar que no respiraba. Después, deslizó sus manos sobre su torso, rozando uno de sus semidesnudos senos, para cercionarse de que su corazón tampoco latía. Un atroz sentimiento de desdicha le embargó como nunca antes le había asolado.

Pero no se quiso dar por vencido, sabía que existían métodos para devolverle la vida, aunque para ello debía evitar que su inmortal alma abandonara su cuerpo. Así pues, la agarró con fuerza entre sus brazos y llamó a su caballo con el que estaba enlazado empáticamente. En breves segundos, el blanco corcel llegó al claro donde se hallaban, subió el cuerpo de la dama sobre la silla de montar y, seguidamente, de un salto se situó él para colocarse justo detrás sujetando su cuerpo con sus propios brazos, tomando las riendas y, sin perder un ápice de tiempo, acuciarlo para que iniciara un frenético galope hacia un refugio cercano que estaba dispuesto en la ladera de una montaña cercana, oculto entre los árboles y que sólo unos pocos conocían. No tardaron demasiado en llegar, lo cual hizo que las esperanzas de Nolendur por intentar salvar la vida de esta elfa que había salvado la suya se mantuvieran intactas. En el interior de esta acogedora guarida había, además de varios estantes y dependencias talladas ornamentalmente en roca viva, un cómodo camastro donde la acostó y la arropó con una delicada manta. Cuando la hubo acomodado, se inclinó sobre ella e instintivamente, recorrió con el dorso de su mano su fría mejilla, en una tierna caricia colmada de un primordial sentimiento que latía en su interior, en su corazón:

- Ni siquiera sé cómo te llamas... pero has salvado mi vida y, puede que algo más, pues tan sólo con mirarte siento que podría entregarte la mía... - susurró al oído de la elfa, dejando que su mano continuara arrullando su rostro con la punta de sus dedos -. He de buscar una flor que crece no muy lejos de aquí, para preparar un antídoto que evite que tu alma abandone tu cuerpo y pueda llevarte a un clérigo que te devuelva la vida. - continuó hablando, esta vez en voz alta al tiempo que se levantaba, rozando todavía su rostro como si no quisiera despegarse de ella -. No desesperes, lucha para preservar tu espíritu. Sé que pronto conoceré tu nombre... de tus propios labios.

Tras contemplarla por última vez, se despojó de su pesada coraza presurosamente, pues necesitaba ser lo más liviano que pudiera para moverse con facilidad por el bosque y corrió apasionado hacia la salida, volviendo a montar en el caballo el cual espoleó desbocadamente hacia el nacimiento del río, en el lago donde solía crecer esta flor con la que se realizaba este milagroso preparado. Tuvo que maniobrar en algunos momentos con las riendas, ya que no era sencillo avanzar por el bosque a esa velocidad y mucho menos en una montura, hasta que no tuvo más remedio que dejar al caballo para empezar a trepar por la rocosa ladera que conducía a la fuente en la que se originaba este cristalino riachuelo. Una vez hubo alcanzado la cima estimada, se halló ante la inmensa cascada que se precipitaba en un abismal lago, a varias decenas de metros de altura bajo sus pies. Sin pensarlo, tomó impulso y saltó al vacío, zambulléndose de cabeza en el agua, sintiendo como su cuerpo se golpeaba violentamente al caer. Pero no tenía tiempo de retorcerse por el dolor, por lo que hizo acopio de entereza y comenzó a bucear hasta el fondo de esta laguna, en la que halló, sumergida, una de las plantas que precisaba.

Apenas latía esencia mágica en su interior, pero reunió los exiguos vestigios que todavía le restaban tras el combate y se concentró en un último hechizo, recitando una sentencia arcana y cerrando sus ojos, permitiendo que su cuerpo empezara a elevarse sobre el agua hasta levitar durante unos segundos, salvando de esta manera la ladera que acababa de escalar hasta llegar al lugar donde había apostado a su corcel. Retomó entonces el galopar de regreso al refugio, guardando previamente la flor en una pequeña bolsa que llevaba atada al cinto. Un torbellino de enardecidas emociones se apoderó de su ánimo, sintiendo como no había sentido antes que tenía una trascendental motivación para vivir, más allá de la alienante monotonía de todas las centurias en las que había existido. Pero para ello debía salvar a esta dama de las pretéritas canciones, cuyo nombre desconocía, aunque sentía que podría definirla con una palabra: amor.

Cuando llegó a su destino, entrando decidido en la guarida para elaborar el remedio, no pudo concebir lo que estaba viendo, puesto que en el lecho donde había tumbado a la ignota elfa no había más que la manta embrollada y su escueto vestido sobre las sábanas. Una profunda incertidumbre le desmanteló irracionalmente, no podía comprender qué había ocurrido y empezó a pensar que ese dulce cuerpo que había dejado reposando sobre la cama se había esfumado por alguna extraña razón que desconocía. No tuvo que seguir dudando durante mucho más tiempo, puesto que, tras una de las esquinas de la estancia apareció ella, caminando desnuda y etérea, moviendo sus caderas hipnóticamente y clavando su imperecedera mirada en la suya. Hubiera dicho que se trataba de una aparición o de un sueño si en ese momento no se sintiera como se sentía: más vivo que nunca. Ella prosiguió caminando hasta que arribó a la altura de la cama, deteniéndose a un lado, para indicarle con un explícito gesto de su dedo que se acercara. Nolendur simplemente se dejó llevar por ese reclamo, no ofreció resistencia: La deseo y ese pensamiento anegaba cualquier otro que pudiera tener en ese instante.

En cuanto estuvieron cerca, la elfa le cercó lentamente con sus brazos, para empezar a quitarle la camisa de lana que llevaba bajo la armadura, descubriendo su fornido torso, el cual recorrió con la palma de sus suaves pero heladas manos, en una sensual caricia sin dejar de mirarle fijamente a los ojos, con un cautivador resplandor que le sometía en un ardiente deseo. Una de sus manos empezó a descender por todo su cuerpo hasta llegar a su pantalón, deslizándose por debajo hasta terminar de despojarle de toda su ropa, quedando ambos desnudos, uno frente al otro. Hubo un silencio entrecortado por su candente respiración. Hubo una mirada compartida en la que se avivaba la llama del anhelo. Y hubo un único cuerpo, en cuanto sus brazos se envolvieron mutuamente y sus torsos se pegaron en un tórrido abrazo coronado por un apasionado beso que extinguió sus alientos en la fogosa humedad de sus lenguas.

Se tendieron en la cama, con el cuerpo de ella sobre el suyo, enlazados mientras continuaban besándose y propiciándose recíproco placer con la desnudez de sus cuerpos, que se frotaban agitándose sobre las sábanas. En ese momento, la irresistible y enigmática elfa, manantial del deleite para Nolendur, buscó con sus besos su cuello y apretó con sus brazos su torso, comprimiéndolo con un sobrenatural vigor que no había sentido hasta entonces. Abrió sus ojos súbitamente, como si hubiese despertado de un intenso letargo. Pero ya era tarde para reaccionar, de cualquier modo, no hubiese querido hacerlo.

Empezó a entrar en ella, penetrándola suavemente, sintiendo que sus cuerpos se fundían por completo y fue ese el instante, en el que toda la creación se paralizó, en el que escuchó su sensual voz por primera vez, también por última, al menos con vida:

- Mi nombre es Alma y tú serás mío... para siempre. - terminó de hablar y sus afilados colmillos se hundieron en la carótida del elfo, succionando toda la sangre de su cuerpo, bebiendo de ella en un enloquecedor éxtasis y arrebatándole la vida, sin resistencia, para otorgarle una nueva existencia mientras hacían el amor.

Un amor eterno.



Una existencia inmortal.

sábado, 26 de diciembre de 2009

Una última canción

No hacía tanto tiempo que la había perdido, que su vida se había apagado como una tenue llama en una pequeña candela, pues su salud siempre había sido quebradiza como una delicada vela. Sin embargo, ella siempre procuró que su existencia fuera intensa, con más razón cuando nos conocimos, apasionándose en ese amor que nos prendía y que terminó consumiéndola por completo.

Una larga enfermedad la arrebató de mi lado, que ya sufría cuando la conocí durante un crepuscular atardecer de otoño, mientras yo interpretaba absorto en mi melodía una pieza, el Segundo Movimiento en Do Menor de Bach, en uno de los tantos conciertos que tenía apalabrados por aquel entonces. La música fluía de mis manos canalizada a través del arco que acariciaba sutilmente las cuerdas, con mi rostro reposando en la mentonera, abandonado a la magia de la armonía. Hasta que la vi a ella, entre el público, contemplando fascinada con su profunda mirada, embargada por mi música como nadie antes lo había demostrado.

Supe en ese instante que mi vida cobraba su verdadero sentido, que todas las composiciones que tocaba con mi violín habían sido y serían para ella. Mi arte le pertenecía, igual que mi corazón. Por eso no me demoré y la busqué afanosamente cuando hubo terminado el concierto. No tuve que indagar mucho, pues ella también me buscaba. Nos encontramos entre bastidores y nos amamos desde el primer momento. Sobraron las palabras, pero quisimos compartirlas porque eran nuestros corazones los que hablaban.

Tenía la voz más hermosa que había escuchado jamás, como si se tratara de la reencarnación de la musa Aedea que se manfiestaba ante mí con su aterciopelado timbre y me transportaba a lugares que ni siquiera en sueños hubiera podido idealizar. Ella cantante soprano y yo clásico violinista, fuimos inseparables tanto en el amor como en el arte y juntos recorrimos el mundo interpretando obras de todos los compositores, embelleciéndolas no sólo con nuestras dotes artísticas, sino con nuestros sentimientos que impregnaban cada una de nuestras actuaciones.

Pasaron los años y nuestra música se deslizó por todos los rincones del planeta, formando un célebre dueto que era reclamado en cualquier lugar donde se supiera valorar nuestra maestría, fundamentada en ese amor que a cada instante crecía. Pero a medida que pasaba el tiempo, ella iba languideciendo, cada vez más deprisa, hasta que llegó el momento en el que ni siquiera podía salir de casa. Y yo me quedé con ella, no me separé ni un ápice de su lado y seguí tocando día y noche, aunque de su voz sólo quedara un inaudible hilo que apenas se percibía. Seguía siendo la voz más bonita de todo el universo, la que me insuflaba vida y mantenía palpitante mi coazón. Por eso no dejó de cantar... hasta que finalmente expiró.

El dolor se apoderó de mí mientras veía como se extinguía entre mis brazos, tras entonar una última canción en la que me declaraba su inmortal amor y su deseo porque continuara siendo feliz a pesar de su ausencia. Pero yo sólo la quería a ella, no podía concebir lo que había ocurrido y me sumí en una punzante desesperación, abandonando mi violín, mi música y, sin percatarme, abandonándola a ella por haber dejado de hacer lo que tanto nos había apasionado a ambos. En su sepelio me pidieron que tocara, pero ni siquiera tuve fuerzas para esbozar una palabra y sólo me limitaba a observar como una pesada lápida de mármol blanco era colocada sobre su perpetua tumba, en la que habían grabado la figura de una ninfa cantándole a la luna.

Fue entonces, meses o años después, no lo sé, perdí la noción del tiempo atenazado por la pena, cuando reaccioné, me di cuenta de lo que había hecho. Desesperado, desenterré el maletín donde guardé mi violín con intención de sepultarlo como habían hecho con mi amor y me dirigí deprisa al cementerio. Debía tocar para ella, al menos una última vez, aunque no estuviera conmigo, a pesar de que mi alma estuviera marchita y mi corazón hubiese dejado de sentir desde hacía mucho tiempo. Llegué frente a su inmaculado sepulcro, reflejándome en esa marmórea losa que visitaba y cuidaba a diario, como un alma en pena que se arrastra sin otra aspiración que lamentarse eternamente.

Y toqué, toqué como no lo había hecho en toda mi vida. Dejé que mi barbilla reposara en la mentonera, cerré los ojos y mi brazo comenzó a oscilar frenéticamente en un trance musical, haciendo que vibraran todas las cuerdas hasta que mi virtuosa melodía volvió a inundarlo todo, en un maremagnum armonioso que volvía a darle sentido a todo cuanto existía. Pero algo ocurrió, mientras yo seguía interpretando con devoción. Un imperceptible murmullo se empezó a elevar a medida que yo repicaba sobre mi violín, como si tratara de unirse a mi música desde un lugar más allá de las formas. Cuando lo escuché, continué tocando en un trascendental arrebato hasta que se escuchaba claramente: era ella, mi amor, que con su precioso canto me decía que todavía estaba allí, que me podía escuchar.

Desde ese instante hasta hoy, he visitado diariamente el cementerio, armado con mi violín, para tocar para mi amada y recibir como respuesta su dulce cantar. No ha habido un día que haya faltado a nuestro encuentro con la música y, por ende, con el amor. Ese amor que trasciende a la vida y a la muerte, ese amor eterno que prevalece a pesar de que los corazones dejen de latir.

Ahora, por fin, ha llegado mi momento. Es mi última visita al cementerio, pero no mi última canción. Vuelvo a tocar para ella una pieza muy especial, el Segundo Movimiento en Do Menor de Bach. Por supuesto, mis cuerdas son acompañadas por su majestuosa voz, alzándose al unísono hacia los cielos para que todos los corazones enamorados que conozcan mi historia puedan escucharnos. Una y otra vez, como si se tratara de un himno al amor verdadero.

Terminamos la interpretación. Siento que mi vida se escapa, se esfuma en la última nota.

Nuestro público vuelve a aplaudirnos. Mi respiración se entrecorta, se pierde en la atmósfera.

Guardo mi violín en su maletín y lo dejo a un lado. Comienzo a perder el sentido, las fuerzas me abandonan.

Me tiendo sobre su tumba y cierro mis ojos lentamente, con una dulce sonrisa dibujada en mi rostro. Y en un último esfuerzo, ahogo los rastros de mi vida en un culminante susurro:

Espérame mi amor, nuestro próxima canción será en el cielo.


martes, 22 de diciembre de 2009

Reflexiones

Me desperté de repente, exaltado en una habitación oscura, no veía nada, todo a mi alrededor estaba en la más absoluta penumbra. Palpé con mis manos nerviosas en busca de cualquier cosa que pudiese darme una pista de donde me encontraba, y no noté más que el húmedo suelo de piedra y el catre sobre el que estaba tendido, simplemente un montón de paja con una áspera manta que la cubría. Intenté acomodar la vista, forzar mis ojos a ver, pero tan solo la negrura me esperaba. Que tremendo desasosiego el salir de un largo sueño sin ningún recuerdo de lo que había pasado anteriormente y encontrarme en este lugar.

Cuando logré armarme del valor y las fuerzas suficientes comencé a gatear por la sala, tocando los muros y el suelo, en busca de algo que me diera alguna pista de donde estaba. Empezaba a pensar en una celda, me habían encerrado por algún motivo, ¿Habría cometido acaso alguna atrocidad? ¿Por qué se me privaba incluso de la luz? No, no quería pensar en eso, yo no soy persona de mal, sería incapaz de hacerle daño a nadie, pero quizá, es posible que por venganza, por desesperación… Algo había hecho, de eso no me cabía duda, si no, ¿Por qué me sometían a esta tortura? Y pensando en mi posible crimen, me quedé dormido.

Y de repente me incorporé de un salto, sudando, atemorizado. Había sido una pesadilla horrible, un sueño dantesco y macabro, o al menos eso es lo que me obligaba a pensar. Pero la realidad era otra, seguía en la más absoluta oscuridad, en la más desalentadora de las penumbras. Llevaba poco tiempo en esa cárcel del horror, o mucho, quien sabe, ya había perdido la noción del transcurrir de los minutos, las horas o quizá los días. Me encontraba febril, sediento y hambriento, la debilidad se apoderaba de mi. Moví las manos buscando un lugar donde apoyarme para ponerme en pie y mis dedos chocaron contra algo, algún tipo de cuenco con algo de comida, y a su lado un vaso metálico y ajado, con agua. Después de comer de aquellas repugnantes gachas y beber con ansia el poco líquido que me habían proporcionado intenté levantarme. Las piernas me fallaban, las encontraba entumecidas y quebradizas, como finas ramas secas, anduve palpando las paredes por toda la sala, sin ver hacia donde me dirigía, sintiendo que cada vez era más pequeño aquel cubículo. Pronto empezó a faltarme el aire, la sensación de calor y de asfixia era apabullante, y la cabeza empezaba a darme vueltas, hasta que finalmente no pude mantenerme en pie y caí, caí y me quede inconsciente.

Pasadas las horas, o quizá al día siguiente abrí de nuevo los ojos, un tremendo dolor de cabeza me acompañaba, notaba el palpitar del corazón en el interior de mi cráneo, como un yunque al que golpea incesantemente un martillo. Aturdido busqué en vano con la mirada, pero no conseguí apreciar nada que no me hubiese sido descubierto ya, solo me acompañaba la más profunda negrura. Estaba claro, había cometido un acto atroz, la mayor de las fechorías, habría asesinado a alguien, quizá a un niño indefenso y es muy probable que después hubiese violado a su madre y también matado a su padre. O quizá era algo incluso peor… pero ¿qué puede ser peor que eso? Oh, dios mío, me había convertido en una persona despreciable, un despojo social, un ser desalmado, ya nada podrá librarme de mi castigo. En ese momento, me volví y extendí la mano en busca de el vaso, tenía la garganta reseca y dolorida, la sensación de sed era indescriptible. Y cuál fue mi sorpresa al tocar la pared, apenas estirando el brazo, aquello me horrorizó, las paredes se estaban acercando, estaba convencido, fui a buscar la otra pared, al otro extremo, con miedo, no quería que aquella teoría fuese cierta, no quería morir aplastado, poco a poco en una sala oscura. Y de repente empecé a gritar, a golpear las paredes, a llorar muerto de pánico a pedir clemencia, hasta que me quedé sin voz, y comprendí que no tenía ninguna posibilidad; así que me acurruqué en un rincón para dejarme morir y me quedé dormido.

Esperaba no volver a despertar, esperaba morir mientras dormía, no tener que sufrir más, pero el destino se deleitaba en su crueldad para conmigo y volví a recobrar la conciencia. Pero esta vez algo era distinto, algo había cambiado; al abrir los ojos me di cuenta de que cierta claridad se estaba colando en mi prisión. Intenté acomodar los ojos a la luz, y finalmente conseguí vislumbrar un pequeño punto blanco en la lejanía por el que se colaba un rayo del sol. Me levanté apoyándome en las paredes, que me dejaban el espacio justo para caminar recto, apenas quedaba distancia entre mis hombros y los muros que me enclaustraban. Las piernas débiles y temblorosas difícilmente conseguían aguantar mi peso, el dolor que recorría mis articulaciones era como agujas que alguien retorcía en el interior de mi cuerpo, disfrutando y regodeándose en mi sufrimiento. La cabeza me daba vueltas, y no podía parar de pensar en mi crimen, no podía dejar de preguntarme cual había sido mi pecado, la imperdonable falta que me había conducido a tan terrible tortura. Pero mi determinación era llegar hasta esa luz, así que comencé a caminar por aquel estrecho e interminable pasillo en dirección a una luz, que probablemente solo fuera un pequeño agujero en la pared, una falsa esperanza para seguir atormentándome.

Según me iba acercando, el aire era más fresco, una ligera brisa recorría la galería refrescando mis sentidos, haciendo que mi pelo se moviera al son de una canción que hacía mucho tiempo que no escuchaba. Volvía a sentirme vivo, la consternación dejaba paso a una creciente esperanza, el desánimo se convertía en fuerzas de flaqueza que me conducían hacia esa luz, hacia ese creciente agujero que me sacaría de aquel pozo de sombras. Los ojos empezaban a escocerme de tanta claridad, pero ahora no podía parar, la salida estaba ante mí, se me había concedido el perdón, el aire fresco me llenaba los pulmones y el ardiente astro calentaba mi piel, aquella sensación de libertad era maravillosa, de repente había conseguido olvidar todas las penurias que había pasado durante estos días. Y al fin llegué al final del túnel, y pude contemplar lo que me aguardaba, el sol, el aire fresco y un insondable abismo bajo mis pies, una abertura al vacío infinito. Pasé de la más absoluta reclusión a la total libertad, de una celda oscura y tremendamente reducida que se cernía sobre mí, a un espacio abierto al cielo infinito donde no existían ni límites ni paredes. Y entonces, solo en ese momento en el cual pasé de un extremo a otro comprendí lo que sucedía realmente.

Dicen, que el hombre sabio es aquel que aprende a vivir siendo consecuente con sus actos, que todo el mundo tiene la posibilidad de elegir, de conducir su destino y de decidir como quiere que sea su muerte. Pues bien, yo no lograba comprender eso, pensaba que estábamos predestinados a desenvolvernos de una manera determinada, que no éramos capaces de redirigir nuestro propio sino. Pero ahora conseguía discernir entre ambos extremos, entre la luz y la oscuridad, entre la esperanza y el desanimo, entre la opresión y la libertad. Y puesto que ya entendía mi situación solo me quedaba tomar una decisión. Podría haber sobrevivido en la penumbra, en aquella pequeña celda, sufriendo, malviviendo, cayendo poco a poco en la locura, escapando de vez en cuando hacia la luz y la libertad, para tomar aire, compadecerme y continuar subsistiendo de forma penosa. Pero no, preferí la otra opción, preferí volar libre, preferí sentir el viento en mi cara golpeándome con fuerza durante unos instantes, preferí el ardiente sol bañando mi piel desnuda, preferí la libertad que me ofrecía un cielo infinito, preferí sentirme vivo y lanzarme al vacío, preferí sentirme vivo y derramar una lagrima por abandonar este precioso mundo, preferí sentirme vivo y lamentarme por no descubrir antes este pequeño secreto, este pequeño detalle que nos puede revelar el camino de la felicidad, este pequeño truco para tomar el control y ser conscientes de cómo queremos que se desarrolle nuestro camino durante la larga, maravillosa y placentera aventura que es la vida.

Camino

CANTARES
Antonio Machado

Todo pasa y todo queda,

pero lo nuestro es pasar,
pasar haciendo caminos,
caminos sobre el mar.

Nunca persequí la gloria,
ni dejar en la memoria
de los hombres mi canción;
yo amo los mundos sutiles,
ingrávidos y gentiles,
como pompas de jabón.

Me gusta verlos pintarse
de sol y grana, volar
bajo el cielo azul, temblar
súbitamente y quebrarse...

Nunca perseguí la gloria.

Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.

Al andar se hace camino
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.

Caminante no hay camino
sino estelas en la mar...

Hace algún tiempo en ese lugar
donde hoy los bosques se visten de espinos
se oyó la voz de un poeta gritar
"Caminante no hay camino,
se hace camino al andar..."

Golpe a golpe, verso a verso...

Murió el poeta lejos del hogar.
Le cubre el polvo de un país vecino.
Al alejarse le vieron llorar.
"Caminante no hay camino,
se hace camino al andar..."

Golpe a golpe, verso a verso...

Cuando el jilguero no puede cantar.
Cuando el poeta es un peregrino,
cuando de nada nos sirve rezar.
"Caminante no hay camino,
se hace camino al andar..."

Golpe a golpe, verso a verso.

(Reinterpretada musical y magistralmente por Joan Manuel Serrat)


Son diversas las formas de interpretar un camino, un largo devenir, que puede, por analogía, considerarse como el propio destino, por lo que ese camino se convierte en un irremediable viaje que recorrer. Cómo una estela que dejamos a medida que avanzamos, por lo que ese camino sólo existe cuando nosotros lo caminamos.

Son diversos los tipos de camino, tan diversos cómo personas vagan por los diversos mundos que pueden albergar sus corazones, pero en un punto convergen, en su final, un final que ninguno de nosotros podemos elegir y en el que ninguno de nosotros queremos pensar…

… aunque sí hay algo que podemos elegir, algo en lo que yo deseo pensar: con quién queremos recorrer ese camino y por qué lugares queremos que nos lleve.

Es por eso que lo importante no es el fin del camino, sino el camino en sí mismo.

Quién viaja demasiado rápido, pierde la esencia de su viaje.



Y mientras caminamos sobre la arena mojada, nuestros pies empapados por el mar, nuestras manos hilvanadas por nuestros dedos y una única mirada que se une para el horizonte contemplar, te puedo decir sin dudar:

Quién viaja junto a la persona que ama, nunca se cansará de caminar...

sábado, 19 de diciembre de 2009

Pensamientos

Nunca fue una leyenda, ni tampoco digno de mención, tan sólo era un hombre y tenía una enfermiza obsesión: quería saber cual era su último pensamiento antes de dormir, en ese instante previo a sumergirse en el umbral de los sueños. Docto en ciencias y erudito en letras, había transcurrido su vida en una contemplativa soledad que estimaba que necesitaba para que su conocimiento se cultivara con el constante aprendizaje del que se nutría. No obstante, quien mucho tiempo dedica a pensar, poco le resta para sentir, por lo que se fue distanciando del resto del mundo para aislarse en una opaca esfera de relativo saber.

Creía que sabía pero ese era su error, porque por mucho que nos empeñemos nunca sabremos lo suficiente. Caía irremediable en la ofuscación, lindando peligrosamente con el delirio. Y uno de estos delirios le mantuvo obstinado durante mucho tiempo, concretamente en las noches, cuando antes de adormecerse trataba de retener en su prodigiosa memoria todos las reflexiones que tenía, por muy insignificantes que fueran, para tratar de recordar al siguiente amanecer cuál había sido el último. Pero no lo lograba.

Amanecía con la extraña decepción de haber olvidado aquella hipotética reflexión que podría haber rondando en su cabeza un instante antes de conciliar el inevitable sueño. En ocasiones, incluso, esta obcecación por el abandonado recuerdo le provocaba interminables noches de insomnio, en las que derramaba lágrimas de desesperación. Se sentía muy desdichado, arrepentido porque su mente quisiera saber tanto y fuera consciente de que la felicidad no era un sentimiento alcanzable para él. Lo había intentando todo, desde lo más simple, que podía ser armarse con lápiz, trasladando todo cuanto discurría en un papel hasta intrincados procedimientos científicos, en los que proyectaba imposibles invenciones que él mismo creaba; artilugios y aparatos que conectaba en su propio cuerpo para leer sus estímulos neuronales y desencriptarlos en palabras inteligibles que pudieran desvelar el misterio que lo torturaba.

Pero siempre era en vano, fútil cada uno de sus intentos. Sabía perfectamente que empezaba a perder su conciencia minutos antes de dormitar, siendo su subconsciente el único que actuaba, al margen de su razón durante esos instantes en el que se iniciaba el descanso. También advertía que esta pretensión era extraña y completamente absurda, pero aún así le atormentaba el hecho de que hubiese algo que se le escapara, aunque fuera durante unos exiguos momentos. Dormía y despertaba con una arrobadora sensación de impotencia, levantándose de su cama de un salto hasta pegar la palma de sus manos en la fría ventana mientras observaba embelesado como la oscuridad languidecía dando paso a un nuevo día.

Fue en uno de sus despuntes matinales cuando la vio, desde su ventana, después de otro acumulado fracaso nocturno, paseando por las gélidas calles como una nívea visión que se había deslizado de sus intranquilos sueños para materializarse en el mundo tangible. Nunca se había detenido a admirar a otro ser humano que no fuera él mismo, pues creía que no debía perder el tiempo con asuntos mundanos y relaciones sociales; le entorpecerían en su búsqueda del entendimiento, a pesar de que este fuera tan disparatado como el que perseguía. Sin embargo, en esta ocasión, un sentimiento que no había experimentado antes creció en su interior, floreciendo como una emoción que no había sentido nunca. Sólo la miraba, cautivado, mientras ella ajena a esta contemplación caminaba junto a su perro, bella y sonriente.

Se fueron sucediendo los días, llegaban las noches y él proseguía con su desatinado proyecto, pero con una salvedad, que llegaba al despertar: ya no sentía preocupación por no conseguir lo que esperaba, pues se asomaba a su ventanal y la veía a ella cada mañana, con su plácida sonrisa y su sublime caminar. En una de esas ansiadas mañanas, ella miró hacia su ventana y le vio, con sus manos adheridas al glacial cristal y su mirada deleitada por su presencia. Y le sonrió, retratando su rostro con unos resplandecientes nácares que refulgían divertidos, que le hicieron sentir todavía más maravillado por esta dama de los sueños. La respuesta a esta sonrisa ni él mismo la esperaba, pero también esbozó un gesto similar y, cuando se quiso dar cuenta, estaba en la calle con ella, compartiendo su deambular e intercambiando sinceras palabras durante un tiempo sin determinar.

Muchas fueron las palabras compartidas durante varios días, hasta hilvanarse en semanas. Sin percatarse tampoco, había cambiado su vida por completo y de nada se arrepentía. Se dejaba llevar por emociones y sentimientos, y no lamentaba que se escapara el conocimiento, todo lo contrario: ahora sentía que era cuando más conocía. Y, en este momento, ocurrió lo que no esperaba que fuera a ocurrir jamás, ya que había dejado de buscarlo, lo había olvidado del todo: por fin consiguió saber qué era lo que pensaba justo en los últimos instantes antes de que su mente se apaciguara para dormir.

Así fue como esperó a la mañana siguiente tras conseguir esta revelación y, mientras tomaba de las manos a esa mujer con la que, ahora sabía, había descubierto el amor, le dijo con pasión:

Tú eres mi primer pensamiento al despertar,

… mi último antes de soñar.

martes, 15 de diciembre de 2009

Una canción de amor, pasión... y desesperación

Llénate de mí
de aquel cuyas palabras palpitan desde sus entrañas hasta nuestros corazones, Ricardo Neftalí Reyes, distinguido a perpetuidad como Pablo Neruda:

Llénate de mí.
Ansíame, agótame, viérteme, sacrifícame.
Pídeme. Recógeme, contiéneme, ocúltame.
Quiero ser de alguien,
quiero ser tuyo, es tu hora,
Soy el que pasó saltando sobre las cosas,
el fugante, el doliente.

Pero siento tu hora,
la hora de que mi vida gotee sobre tu alma,
la hora de las ternuras que no derramé nunca,
la hora de los silencios que no tienen palabras,
tu hora, alba de sangre que me nutrió de angustias,
tu hora, medianoche que me fue solitaria.

Libértame de mí. Quiero salir de mi alma.
Yo soy esto que gime, esto que arde, esto que sufre.
Yo soy esto que ataca, esto que aúlla, esto que canta.
No, no quiero ser esto.
Ayúdame a romper estas puertas inmensas.
Con tus hombros de seda desentierra estas anclas.
Así crucificaron mi dolor una tarde.

Quiero no tener límites y alzarme hacia aquel astro.
Mi corazón no debe callar hoy o mañana.
Debe participar de lo que toca,
debe ser de metales, de raíces, de alas.
No puedo ser la piedra que se alza y que no vuelve,
no puedo ser la sombra que se deshace y pasa.

No, no puede ser, no puede ser, no puede ser.
Entonces gritaría, lloraría, gemiría.

No puede ser, no puede ser.
¿Quién iba a romper esta vibración de mis alas?
¿Quién iba a exterminarme? ¿Qué designio, qué‚ palabra?
No puede ser, no puede ser, no puede ser.
Libértame de mí. Quiero salir de mi alma.

Porque tú eres mi ruta. Te forjé en lucha viva.
De mi pelea oscura contra mí mismo, fuiste.
Tienes de mí ese sello de avidez no saciada.
Desde que yo los miro tus ojos son más tristes.
Vamos juntos. Rompamos este camino juntos.
Ser‚ la ruta tuya. Pasa. Déjame irme.
Ansíame, agótame, viérteme, sacrificarme.
Haz tambalear los cercos de mis últimos límites.

Y que yo pueda, al fin, correr en fuga loca,
inundando las tierras como un río terrible,
desatando estos nudos, ah Dios mío, estos nudos,
destrozando,
quemando,
arrasando
como una lava loca lo que existe,
correr fuera de m¡ mismo, perdidamente,
libre de mí, Curiosamente libre.

¡Irme,

Dios mío,
irme!


Dotar de deseo a mis palabras tras una ardiente e inacabable noche
de fanáticas interpretaciones,
de ardientes sueños
y de crepitantes despertares
tan sólo puede alcanzarse con la lírica de este demiurgo
del amor visceral y la concupiscencia despojada.

Vacío está mi pensamiento, pues atestado está mi corazón y rebosante mi deseo.
Por ti.

Neruda me honro con tu presencia, me honras con tu verso.

Un verso que te usurpo despiadadamente para entregárselo al manantial de mi sempiterno placer,
ahora y siempre.
Dedicado a ti.

Todavía late mi atizado nexo y germina la esencia
que empapa e impregna.
Dentro de ti.

Tú eres tanto para mí
como yo lo soy
Para ti .

Ojalá aprisa arribe ese día que no sean mis palabras, tus palabras o sus palabras.
Sólo seamos nosotros.
Y te colme de mí.


jueves, 26 de noviembre de 2009

Poesía eres tú

Rima XXIV
del apasionado relator de versos y fábulas, Eterno Trovador de la Soledad y el Amor, Gustavo Adolfo Bécquer


Dos rojas lenguas de fuego
que, a un mismo tronco enlazadas,
se aproximan, y al besarse
forman una sola llama;
dos notas que del laúd
a un tiempo la mano arranca,
y en el espacio se encuentran
y armoniosas se abrazan;
dos olas que vienen juntas
a morir sobre una playa
y que al romper se coronan
con un penacho de plata;
dos jirones de vapor
que del lago se levantan
y al juntarse allá en el cielo
forman una nube blanca;
dos ideas que al par brotan,
dos besos que a un tiempo estallan,
dos ecos que se confunden,
eso son nuestras dos almas.


Ninguna novedad aportaré en mi alocución hacia uno de los grandes creadores líricos de la literatura patria, puesto que es bien conocida y, del mismo modo idolatrada por muchos que coinciden en complacencia conmigo, la deleitosa obra de este narrador de leyendas y rapsoda de poemas. Lo conocí cuando ni siquiera se esbozaba un atisbo de madurez en mí, mientras paseaba por unas figuradas calles de pendientes pronunciadas e irregular pavimento, con las balconadas repletas de flores y las porterías atestadas de lozanas mozas sevillanas, a las que ni me atrevía a mirar por mi endémica timidez, por lo que tenía que sumergirme irremediablemente en estos versos para poder imaginarlas. Unos versos que enriquecieron mi existencia desde el principio, en cuanto pude sentir esas arrebatadoras y apasionadas poesías como mías.


Despertó en mí un sentimiento que nunca antes había experimentado, que ni siquiera había imaginado que sentiría y que con el tiempo se fue apagando cuando comprobaba que nunca lo viviría. Pero él siempre estuvo ahí, en el devenir de los años, mucho antes de que yo tomara conciencia, para ejemplizar y describir emociones que sólo el corazón podría llegar a discernir. Y sin necesidad de artificios ni artimañas, tan sólo con la simpleza y la ingenuidad que se tiene cuando se comienza a amar, todas las rimas se abrieron camino hasta mí, permitiéndome hacerme una errática idea de aquello que, alguna vez, lograría percibir. No obstante, cuando la embriagadez poética me sumía en el aturdimiento, podía recurrir a sus fantásticas y misteriosas leyendas, que evocaban desiguales impresiones, balanceándose entre la insana incertidumbre, el irracional terror, el creciente interés o la desgarradora pasión.

Su vida estuvo totalmente precipitada entorno a la literatura, con lo que ello podría implicar, tanto por desgracias como por virtudes, aunque en el caso de este romántico empedernido, estandarte de tantos otros, anteriores y posteriores, fue por ventura de sus lectores más que de sí mismo en algunas ocasiones. La introspección que fundamentaba sus escritos es más que evidente, en la que se puede vislumbrar un gran tormento cimentado en su melancólica soledad, un inquietante miedo hacia lo inefable y lo desconocido y, por encima de todo lo demás, una desenfrenada forma de entregarse a la emoción de amar. Tan entusiasta y vehemente se mostraba, que sólo podía concebirse que este amor que anhelaba fuera una utopía inalcanzable. Y así fue como Julia, su numen idealizado, la musa de las pupilas azules, jamás correspondió a las hermosas palabras que surgieron de su corazón. Por aquel entonces no era un artista ungido con el inicuo reconocimiento que posteriormente obtuvo de manera abrumadora y absoluta, consagrándolo como uno de los mayores poetas de toda la historia: esto fue lo que le hizo insignificante ante ella. Más trágico fue, no obstante, que no encontrara ese amor durante su vida, en lugar de la gloria que le precedió cuando hubo abandonado este mundo, pues él lo único que deseaba era ser feliz y sólo lo lograba mientras amaba.


Por esta razón y en este momento, pienso que he cometido una traición hacia uno de los autores de mi despertar romántico, pues he hurtado sus versos para entregárselos a otra persona, que no se llama Julia y que, por azares, por destino o por encadenadas causas, sí que comparte conmigo ese sentimiento que ahora siento que escribió para mí, escribió para nosotros, con tanta maestría que lo enaltece por completo, hasta una desbordante medida en la que cada una de sus letras tiene sentido por sí misma: amor.

Pero es una justificada deslealtad, amigo Gustavo, que estoy seguro que entenderás, allá dónde estés, porque tu obra ahora sirve para que yo honre tu memoria y dedique tus versos a alguien que sí los sabrá valorar como merecen.

martes, 24 de noviembre de 2009

No lo busques y lo encontrarás

Cuenta la leyenda o la leyenda siempre quiso contar que una humilde y tímida doncella, la más hermosa del lugar, todavía no había conocido lo que era amar. De suave piel morena y brillantes cabellos oscuros, en su mirada existía un profundo resplandor, adornada con unas eternas pupilas cobrizas que sólo transmitían amor. Su pizpireta nariz y su expresiva boca se enorgullecían cuando una sonrisa feliz se dibujaba en cada momento del día. Una sonrisa que refulgía, como una luna en un verdadero campo de estrellas que era su propio cuerpo, de maravillosas medidas, todas equilibradas entre sí, para que inspiraran desde el más puro cariño hasta ardorosos e irrefrenables deseos.

Vivía en una apacible casa, en una apacible colina, de una apacible espesura y junto a un apacible bosque. Un pequeño y serpenteante arroyo transcurría también apaciblemente en este pastoril paisaje, donde no había vileza, infamia o pillaje. La casa era una pequeña pero acogedora morada, en la que habitaba con su madre y sus dos hermanos pequeños, con los que tenía una fantástica relación, ya fuera complicidad, entretenimiento o participación. Pues tenían que dedicarse a las distintas tareas del hogar, siendo concretamente ella la encargada de la limpieza de la lar, también del cuidado de los animales y la recolección de frutas asilvestradas, con las que cocinaba deliciosos pasteles de delicias variadas, en las ocasiones más especiales. Y, casi siempre, la situación solía ser especial, pues había una enorme felicidad.

Pero hacía un tiempo que esta bella muchacha añoraba un sentimiento, del que nunca se había sentido preparada, ni había dado su consentimiento. Esto la hacía sentir profundamente desventurada. Había leído mucho y soñado, todavía más, pero por mucho que en su imaginación lo vislumbrara, ni siquiera en las estrellas hallaba a quién quería querer, con la preciosidad y la pureza que albergaba su ser. Los años fueron pasando, dejando atrás la niñez, para convertirse en una linda joven y, finalmente, en una atractiva mujer.

Fue una tarde otoñal, en la que había dejado que su mirada se perdiera en el ocaso del horizonte final, cuando se dirigió a su madre en busca de sus palabras, pues en su interior sentía un desasosiego que la desconcertaba:

Madre, tú siempre has estado a mi lado. Has sido una buena madre, la mejor que podría haber deseado. Pero siento que estoy vacía, ¿quién diría que esto me sucedería?

La madre escuchó atentamente el desdichado lamento de su hija, pero adquirió un semblante reflexivo, para responder con un tono tremendanete comprensivo:

Hija mía, tú eres mi orgullo día a día. Has sido una buena hija también, pero ahora te has convertido en una mujer. Lo que necesitas es alguien que te ame como tú mereces ser amada.

La doncella, que realmente era una mujer, de eterna ternura y escondido placer, comprendió las palabras de su madre y supo lo que tenía que hacer. Pues, hasta ese momento, nunca había salido de su casa ni se había alejado mucho de su colina, pero ahora era el momento de actuar con decisión: viajaría a la ciudad y encontraría a su amor. Sin buscarlo ni ser buscada, simplemente quería ser espontáneamente amada.

Así pues, comenzó a visitar la villa más cercana, sustituyendo a su madre en la tarea de viajar a la ciudad, a hacer las compras necesarias para vivir con relativa comodidad. Y no tuvo que aguardar mucho para que el primer hombre se le acercara, a pesar de que, en ese momento, sentía que no estaba del todo preparada. Fue un caballero, de lustrosa melena y fornido porte, el que se aproximó a ella, hipnotizado por su irresistible belleza. Ni tan siquiera su pesada coraza pudo eludir el encanto de su prodigiosa hermosura y trató de hablarle en la mejor tesitura:

Mi señora, os he divisado entre el gentío y jamás había visto a una mujer tan hermosa, ni en el celestial estío. Mis ojos no podrían mirar a otro lugar y mi corazón ha sentido una irrefrenable necesidad de amar. ¿Queréis acompañarme a cabalgar?

Un ardiente rubor se encendió en las mejillas de la doncella, al escuchar las francas palabras pronunciadas por este gallardo señor y aceptó, sin levantar mucho la cabeza, pero sintiendo su habitual apocada delicadeza. De este modo, el caballero la tomó por el brazo y la condujo hasta su corcel, al que le auxilió para que subiera, abrazándola con los brazos con energía y provocando que sintiera su enorme fuerza mientras subía. Y marcharon al galope a distintos lugares fascinantes, y todos le parecieron emocionantes, por las enardecidas palabras del joven que la agasajaba, haciéndole sentir protegida y cuidada. Se percibía que tenía una enorme fuerza y una inextinguible vitalidad. Su rostro era curtido y noble, pero hermoso y atractivo. Finalmente, la acompañó hasta su casa, galante en todo momento, pero ella se despidió de éste, como si no fuera a haber otro encuentro.

Podría haberlo amado, pero no era lo que ella había soñado...


No mucho tiempo después, de vuelta en la ciudad, mientras realizaba unas compras, sintió como alguien se inclinaba a sus pies. Se sintió muy sorprendida, pues no esperaba una inclinación de esa medida, y cuando bajó su mirada, se encontró con la de un hombre, de sublime finura y elegante presencia, que parecía examinarla como si hubiese encontrado de la belleza la quintaesencia. Tenía los cabellos cuidados y bien peinados, adornados con un distinguido sombrero de ala ancha que se había quitado para realizar la reverencia. Tenía un rostro apolíneo, de mentón firme, nariz perfilada y apuesta mirada. Y su voz cristalina y educada la acarició hasta dejarla prendada:

Me habéis hipnotizado. Sois lo más hermoso que en mil vidas podría haber contemplado. No os conozco, pero no importa, pues en vuestra mirada encuentro razón y ésta es que sólo tengo un corazón y ahora lo he perdido para entregároslo a vos. Necesito conoceros más. ¿Queréis acompañarme a pasear?

Entonces volvió a sentir ese sonrojo que, poco tiempo atrás, la había invadido al escuchar al caballero, pero esta vez las palabras carecían de tanta naturalidad, pero sobresalían igualmente en sinceridad. No rechazó la invitación de este insigne y gentil patricio y tomó su mano, que ofrecía, para que la llevara a los lugares que el dispondría. Cuando sus manos se entrelazaron, percibió que la trataba con una sobresaliente ternura, acariciándola intermitente con su otra mano mientras sus ojos no dejaban de escudriñarla maravillado. Y caminaron por la ciudad, deteniéndose en cada lugar, en los que la ilustraba con información que ella desconocía, cargada de datos interesantes y apasionantes, demostrando que su conocimiento era extraordinario y no había nada que le pudiera sorprender. Su conversación era interesante, era difícil resistirse a escucharle. Parecía muy adinerado, además de elegante y agraciado. Un buen partido, pensó ella, si lo hubiera visto su adorada madre. Finalmente, la acompañó hasta su casa, galante en todo momento, pero ella se despidió de éste, como si no fuera a haber otro encuentro.

Podría haberlo querido, pero no era lo que ella había sentido...


En otra ocasión, cuando estaba regresando a su hogar, en mitad del camino principal, escuchó una melodía que parecía saludar al mediodía y que de uno de los recodos de la vía provenía. La virtuosa mujer, todavía con timidez, se acercó con cuidado hacia lo que creía escuchar y, junto al riachuelo, que también corría cerca de su lar, encontró a un gracil joven que interpretaba con habilidad magistral una flauta dulce. En cuanto la vio, este juglar dejó de tocar, pues no pudo hacer más que observarla extasiado por la encantadora visión que sólo podría haber gestado en su imaginación. Caminó hacia ella con mucha determinación, como si algo tirara de él con devoción y aunque ella, asustada al principio, retrocedió, decididó detenerse para escuchar su canción:

Interminables caminos he recorrido, sin conocer entonces cual era mi destino. Interminables mujeres me he encontrado, sin todavía antes haberme enamorado. Mi destino y mi amor, en ti, siento que he hallado. Mi música y mi poesía, son mis únicos aliados, que ahora te entrego a ti si me permites para siempre estar a tu lado. Siento que te lo necesito mostrar. ¿Quieres escucharme cantar?

La más brillante y perlada de las sonrisas alumbró el rostro de la muchacha, que se vio invadida por una sensación de desbordante anhelo cuando lo hubo escuchado, pues nunca antes nadie le había cantado y muchos menos, palabras cargadas de tanta espontaneidad, a pesar de la teatralidad. Fue entonces que decidió asentir a la petición de este bardo, y decidió quedarse un día a su lado, para compartir todas sus artes y sentir todas las palabras que le tuviera que decir. La invitó a que se tumbara en el prado, cerca de él, rodeándola afablemente con su brazo por la cintura, mientras ella apoyaba su cabeza en su firme hombro y le escuchaba interpretar, cantar y recitar. Le dedicó todos los poemas que conocía, inventó para ella aquellas canciones que nadie sabía y, soltándola por unos instantes, improvisó canciones con su flauta que eran melódica armonía. Poseía una mirada azulada que encandilaba y una brillante sonrisa que embelesaba. No hubiera sido una decisión equivocada recorrer los caminos con él, disfrutando de su lírica con placer. Finalmente, la acompañó hasta su casa, galante en todo momento, pero ella se despidió de éste, como si no fuera a haber otro encuentro.

Podría haberlo estimado, pero no era lo que ella había deseado...

El tiempo continuó inexorable pasando, y la esperanza de esta soñadora doncella también implacable estaba menguando, llegando a pensar que en su corazón no existía la capacidad de amar como sentía que su corazón hacerlo debía. Prosiguió visitando la ciudad y encontró otros pretendientes, pero tan desalentada se encontraba que a ninguno le concecía ni una mirada. No se sumió en la desesperación, porque en casa todavía tenía su cómplice madre y a sus queridos hermanos, con los que encontraba evasión. No obstante, perdió toda ilusión y se dispuso, simplemente, a vivir la vida como llegara, sin ninguna pretensión.


Pero fue en este momento, cuando no lo hubo buscado ni deseado, cuando pensaba que no lo encontraría ni lo necesitaría, que llegó, sin avisar, sin reverenciar, sin cantar, tan sólo pasó, en una cálida tarde, en la que acababa de disfrutar de diversos juegos con sus hermanos y se disponía a reposar cerca de la ribera del río. Se sentó en el linde, con la mirada perdida en las cristalinas aguas, cuando sintió la presencia de otra persona suspirar, pero al otro lado del caudal. Era un joven, de mirada taciturna y aspecto desanimado, de desgreñada cabellera y sencillo porte. No había nada de especial que otra persona pudiera vislumbrar, pero ella sintió una extraña sensación que jamás había llegado a experimentar y se empezó a preguntar: ¿era posible que lo pudiera amar? Sólo podía pensar en que tenían que hablar. Necesitaba conocer a este chico y considerar si le podría querer alguna vez. Sentía un impulso irracional de lanzarse al río, y cruzarlo a nado hasta hallarse junto a él. Pero fue en ese momento cuando el muchacho se alzó y empezó a caminar, siguiendo el curso del río, hacia un indeterminado lugar. Ella le llamó, incluso con potencia gritó, algo que nunca antes había hecho con tanta profusión.

Él persistió en su vagar, siempre siguiendo el borde del río y ella decidió, simplemente, hacer lo mismo, pero en el otro lado del devenir manantial. En algunas ocasiones, en las que parecía que giraba su melancólica mirada, la muchachaba aprovechaba y le llamaba, le inquiría con emoción desesperada. Pero él parecía absorto en su tragedia, como si sólo tuviera en mente seguir avanzando. Se desconoce el tiempo que estuvieron ambos andando a lo largo de este hermoso y diáfano sendero, en el que siempre estuvieron separados, a pesar de que ella sabía que algo les unía en esa distancia que en el desconcierto la sumía. Sin embargo, el horizonte comenzó a clarear, y una inmensidad se abrió ante ellos: se trataba del mar.

Ese era el destino de hombre y, ahora, también lo era el de esta mujer.

Cuando llegaron hasta la desembocadura del río, en la orilla del mar, se quedaron un interminable instante observando el infinito azul celestial, en el que las olas dibujaban níveas estelas cuando ascendían remansadas por las sutiles marejadas. Y algo fue lo que sintieron, que enlazados, quizá por el destino o la eventualidad, los dos se giraron al unísono y por fin se contemplaron. Ella se ruborizó como nunca antes lo había hecho cuando él la miró. Él desvaneció la tristeza de su mirada y la tornó en profunda emoción. Separados por las aguas estuvieron hablando durante horas, días y semanas. No necesitaron más que su mutua compañía y sus palabras compartidas. Ella sentía que había encontrado la fuerza que la protegiera y la cuidara, la comprensión que la entendiera y la consolora y la espontaneidad que la emocionara y la deseara.

Era lo que ella siempre había amado, sentido y deseado.

Y llegó el día en el que las mareas bajaron, a la luz de una plateada luna y ambos pudieron amarse sin distancia alguna.

domingo, 15 de noviembre de 2009

¡Yo soy la herida y el cuchillo!

A una madona
del blasfemante y herético poeta, Señor de la Lírica Maldita, Charles Pierre Baudelaire



Yo quiero erigir para ti, Madona, mi amante,
Un altar subterráneo en el fondo de mi angustia,
Y cavar en el rincón más negro de mi corazón,
Lejos del deseo mundanal y de la mirada burlona,
Un nicho de azur y de oro todo esmaltado,
Donde tú te erigirás, Estatua maravillosa.
Con mis Versos pulidos, enmallados por un puro metal
Sabiamente constelado de rimas de cristal,
Yo haré para tu cabeza una enorme Corona;
Y de mis Celos, oh Mortal Madona,
Yo sabré cortarte un Manto, de manera
Bárbara, tieso y pesado, y forrado de sospechas,
Que, como una garita, encerrará tus encantos;
No de Perlas bordado, ¡sino de todas mis Lágrimas!
Tu Ropa, será mi deseo, trémulo,
Ondulante, mi Deseo que sube y que desciende,
En las cimas meciéndose, en los valles reposando,
Y reviste con un beso todo tu cuerpo blanco y rosado.
Yo te haré de mi Respeto, hermosos Escarpines
De raso, para tus pies Divinos humillados,
Que, aprisionándolos en un muelle abrazo,
Cual un molde fiel conservarán la impronta.
Si yo no puedo, malgrado todo mi arte diligente,
Por Peana tallar una Pluma de plata,
Pondré la Serpiente que me muerde las entrañas
Bajo tus talones, a fin de que tú pises y te mofes,
Reina victoriosa y fecunda en redenciones,
Este monstruo hinchado de odio y de salivazos.
Tú verás mis Pensamientos, alineados como los Cirios
Ante el altar florido de la Reina de las Vírgenes,
Estrellando el cielorraso pintado de azul,
Mirándote siempre con ojos de fuego;
Y como todo en mí te quiere y te admira,
Todo se hará Benjuí, Incienso, Olíbano, Mirra,
Y sin cesar hacia ti, cumbre blanca y nevada,
En Vapores ascenderá mi Espíritu tempestuoso.
Finalmente, para completar tu papel de María,
Y para mezclar el amor con la barbarie,
¡Negra Voluptuosidad! de los siete Pecados capitales,
Verdugo lleno de remordimientos, yo haré siete Puñales
Bien afilados, y, como un juglar insensible,
Tomando lo más profundo de tu amor por blanco,
¡Yo los plantaré a todos en tu Corazón jadeante,
En tu Corazón sollozante, en tu Corazón sangrante!



Las palabras patinan en mi mente en la baladí pretensión de hablar, aunque sea someramente, de este inventor de oraciones malditas y progenitor de profanos versos. No pocos son los lustros que atormento mi existencia con las terribles dicciones de este condenado autor, probablemente mi predilecto entre los poetas, por esa naturaleza bohemia, excesiva, penosa, exaltada y apasionada. Incluso violenta, cruenta y abyecta, en ocasiones.

Cuando osé leer por primera vez su majestuosa y execredora obra, "Las Flores del Mal", donde figura también este truculento, siniestro y voluptuoso poema, sentí como si hubiese sido desvirgada mi alma por una punzante y cáustica sensación de zozobra, que me provocó, de inmediato he de decir, un interés creciente y talibán por cualquiera de sus composiciones.

El Maldito se manifestaba ante mí como una vieja y corroída trampilla en un oscuro y polvoriento pavimento, del que pendía una herrmubrada argolla, de la cual tiraba hasta que se abría ante mí una enloquecedora escalinata que desciende hacia el más insondable e infame de los infiernos humanos. El pandemónium dantesco de la decadencia y del simbolismo de Charles Baudelaire.


Su existencia fluctuó entre el descaro, el abuso, el libertinaje y la incomprensión, pues poseía un arrollador carácter y un desbordante temperamento que fronterizaba con una profunda locura y un delirio constante. Se consideraba pernicioso y maligno, pero no le importaba en absoluto, a pesar de que jamás es excusable ser malvado, pero hay cierto mérito en saber que uno lo es. Cohabitaba entre otros literatos, artistas y rameras de toda índole, a los cuales consideraba como iguales (para él, el Arte no es más que mera Prostitución) y en los que se imbuyó para inspirar sus propias obras. Una creación caracterizada por su oscuro y decrépito Romanticismo, que preludiaba un cambio de era en la literatura, hacia unos funestos y desconcertantes derroteros: el Simbolismo.


Entre enajenantes drogas, embriagadores alcoholes y prostibulares bacanales nos traspasó su atroz, atrayente y perturbadora creación literaria, perseguida y condenada por sus contemporáneos, pero que resultó estéril tratar de censurar pues sojuzgada a cualquier alma que se atreviera a contemplarla, a la dulce sentencia de sentirse hechizado por los ideales de un hombre que encontró el medio para bajar al Averno siempre que lo deseaba, para después regresar entre nosotros y narrarnos lo que había visto, sentido y padecido. No obstante, en uno de esos mefistofélicos peregrinajes no pudo regresar, aquejado de diversos y angustiosos males, que terminaron por encarcelarle en el perpetuo castigo que él mismo sabía que merecía: trascender en la Historia como el mayor Maldito que ha existido nunca.

Pero, como él mismo se preguntó, ¿qué le importa la condena eterna a quien ha encontrado por un segundo lo infinito del goce?


Y aún todavía hoy siento ese inefable afán de precipitarme por esa escalera hacia los recodos más angostos de la más perversa y detestable de las líricas... una lírica que por este carácter se erige como un fascinante embrujo de atracción, deseo y cautivación, que me resulta inverosímilmente repelible.


No podría ser de otra manera, pues en los versos que he rescatado efímeramente del mismísimo infierno, encuentro inspiración y absorción, pues yo mismo siento ese maléfico deseo por alguien, una madona, mi madona, a la que también miro con encendidos y abrasadores ojos de fuego...

Y es que mi vida se encuentra anegada por un interminable y fecundo eclipse, en el que deseo residir durante el resto de mi existencia, pues el amor puro es un sol cuya intensidad absorbe todas las demás tareas...

martes, 10 de noviembre de 2009

Un único remedio


Cuenta la leyenda o la leyenda siempre quiso contar que en un lugar de ensueño que cualquiera podría imaginar había un feudo cuya dicha y prosperidad no tenían rival. Era en un castillo de resplandeciente ebúrneo y perlados torreones que se alzaba en lo alto de una ladera, emplazado en sus paredes como si de la misma roca se erigiera, elevándose, a su vez, majestuoso e inexpugnable sobre un bucólico valle de espeso robledal y cristalinas lagunas, donde el sol y la luna sólo visitaban para admirar. En esta ciudadela de fantasía, una pareja de enamorados y honrados reyes regía, pues ese amor que se profesaban era tan puro y sincero que con cada decisión que tomaban, el pueblo se sentía siempre partícipe de su cariño verdadero.

Antes de conocerse, el rey tenía un carácter huraño y esquivo, siempre con una hosca expresión en su rostro y palabras que dañaban más que un dardo mortal cada vez que las pronunciaba. La reina, cuando todavía no lo era, poseía una naturaleza idealista pero alejada por completo de la realidad, puesto que sólo habitaba en lo que su mente podía imaginar, provocando que no tuviera relación alguna con el resto de personas que la rodeaba. Pero todo esto cambió cuando, en un fortuito encuentro, mientras ambos deambulaban sin rumbo por el linde de uno de los lagos del reino, se encontraron, se miraron, hablaron y, definitivamente, se enamoraron. Fue este el momento más hermoso de sus vidas, pues por fin conocían lo que tanto tiempo habían sentido como utopía, y sus comportamientos hacia la vida cambiaron por completo, siendo ambos alegres, accesibles y generosos, pues de amor todo estaba repleto.

El matrimonio no se hizo demorar y su gobierno fue el más venturoso que se pudiera soñar. Toda este auge se podía fundamentar en un principio esencial, y éste era que la pareja nunca estaba en soledad, siempre se tenían el uno al otro, en cada instante, en cada momento, pues es lo que deseaban y lo que el corazón les dictaba como sentimiento. Pero pasó el tiempo, inexorable y despiadado, pues ni siquiera las emociones más trascendentales pueden detenerlo del todo, aunque cuando se es tan feliz, se pueda percibir que incluso el devenir se paralizaba en un desliz y ello aprovecharse para amarse con infinito sentir.


No obstante, el mundo, incluso éste dotado de imaginación e ilusión, está cargado de envidia, celo, rencor y desazón, pues había otro reino, no muy cercano pero insuficientemente lejano, que pretendía conquista y destrucción, nunca sabremos porque incoherente razón, pues el ser humano maltrata, daña y aniquila, sin pensar las posibles consecuencias que a los demás ello supone, sólo en los beneficios que le puede reportar en la egolatría que antepone. Innumerables tropas comandadas por un tirano partieron hacia el maravilloso castillo de tono marfil donde anidaba el amor y la pasión, y ello exigía una presta respuesta de sus gobernantes. Fue el rey quién se pronunció, con leve preocupación que sólo su esposa conocía, pero firme determinación:

- Nunca jamás nadie había osado atacar nuestro reino, pero mientras esté en mi mano, no permitiré que en nuestras idílicas tierras penetre enemigo armado. Ni siquiera bosques o lagos podrán apreciar, pues les cortaré el paso donde el cielo y la tierra se pretenden abrazar. ¡Allá!


Con estas palabras, el honrado rey infundió de euforia a su entregado y dichoso pueblo, que estalló en un feroz aplauso de emoción, pero también supo desde ese instante que la reina, que lo escuchaba con devoción, sentía una inmensa angustia en lo más profundo de su interior. Ella sabía que tendría que aguardar en su castillo, sin nada que poder hacer, sólo una larga espera para que su amado regresara sin perecer. Él conocía que iba a estar separado por completo de su amor, y le desanimaba hasta el punto de la desesperación, pero no podía permitir que en esa guerra le quitaran su mayor privilegio, que era con su amada esposa vivir.

Así pues, una mañana, al alba, reunió a sus más fieles seguidores, entre ellos no sólo caballeros y guerreros, también ciudadanos y campesinos de toda índole, montó en su caballo de nevada crin y noble trotar, y con la intencionalidad de marchar hacia ese horizonte mortal, sin olvidar dirigirse a su esposa, el amor de su vida, a la que en los labios besó y después sentenció:

- Volveré a ti, amor mío, pues no permitiré que la muerte se cierna sobre mí. Una vida te prometí al encontrarnos, pero de la eternidad dispondremos para amarnos.

Estas palabras afligieron el corazón de la reina por la creciente preocupación, que no pudo evitar estallar en un llanto de emoción, abrazando a su esposo con fuerza para susurrarle al oído con toda intención:

- Te esperaré, mi querido señor, pues no era vida lo que tenía antes de conocerte aquel día. Sin ti no podría vivir, sin ti sólo me restaría morir.

Ambos se separaron, deleitándose con un último y efímero beso, se miraron a los ojos, intentando aparentar la máxima compostura ante todo el pueblo que los esperaba con relativa amargura por la expectativa de la batalla, pero el rey levantó su espada, el acero centelleó en los cielos y en un decisivo movimiento, enfiló su arma hacia ese horizonte y en galope se precipitó hacia adelante, con una columna de fieles y agradecidos súbditos a su espalda, en una última mirada a su esposa, para transmitirle toda la confianza de que junto a ella pronto volvería.

Fueron varias jornadas a través de la tupida floresta, bordeando los lagos y las montañas que enriquecían este bello paisaje, hasta que llegaron hasta los límites del reino, en esa encrucijada que marcaba el firmamento, en la que, no muy lejos, se vislumbraba una columna de negro humo que coronaba un campamento de fieros combatientes, curtidos y avezados, que asimismo aguardaban con ansiedad que se produjera la contienda, pues tanto ofensores como defensores eran de misma naturaleza y con anhelos similares, no había diferencias en sus corazones, tan sólo dispares motivaciones.

No mucho tuvieron que aguardar, pues en escasas horas, antes del anochecer, ambos frentes empezaron a cargar, enfrentados en una cruenta e injusta batalla para unos, y en una necesaria y expansiva refriega para los otros. El astro solar se tiñó de rojo, quién sabe si por encontrarse en un ocaso que desteñía o por ser partícipe de esta horrible matanza adquiriendo el color de la sangre de todos los que morían. Las espadas seguían alzadas, entrechocándose en destellos argénteos y resonando en metálica melodía, un himno que atentaba contra la vitalidad y el optimismo, una sinfonía que preludiaba fatalidad y derrotismo. El rey era protagonista de esta lid, pues era diestro con el acero y certero con el proyectil, y avanzaba cortando filas enemigas, descargando su brazo con firmeza por doquier, abriéndose paso en un sendero de ruina hacia aquel que había atentado contra su amor verdadero, henchido de ira e inquina.


Por fin se encontraron y sus espadas fueron las que hablaron. Este duelo singular eclipsó el resto de la lucha, pues todos se detuvieron para observar como se decidía su destino, sometido al arbitrio de los hados, que todos esperaban que intervinieran en favor de su amo. Con sendos golpes entre espadas se saludaron, dotados de furibundas miradas y rostros desencajados, sin dejar de intercambiar estocadas y fintas sobre sus monturas, hasta que finalmente, ambos acabaron sobre el barro en descoyuntura. Se elevaron casi al unísono, levantando sus armas hacia el cielo oscurecido mientras corrían en frenética carrera hacia un encuentro definitivo. Tiempo tuvo para pensar este rey en su violento galopar, pues en su mente prevalecía como un candil que no se extinguía la imagen de su amada que le fortalecía y, alentado por ese amor imperecedero, tomo su espada con pulso certero, para adelantarse a su rival y atravesar su corazón en una estocada final.


La batalla parecía terminada, pues los gloriosos vítores y cánticos de felicidad poblaban toda esta mortífera explanada, pero algo ocurrió, cuando el monarca ya sólo pensaba en regresar junto a su amada. Su halcón, que había dejado en su hogar, llegó hasta él, con un pequeño pergamino manuscrito anudado en su pata. Desanudó nervioso la vitela que lo cubría y se encontró con unas palabras que desaveniceron su alegría:

"Su majestad, se dirige a usted el sanador mayor del reino. Su esposa ha caído terriblemente enferma, en un profundo sopor, del que nada ni nadie puede hacerla despertar, pues hemos comprobado con horror que se trata de un atroz mal, que sólo tiene una forma de sanar: con una gota de sangre del dragón que vive junto al mar."

Tras terminar esta lectura y sin género de duda, el rey se abrió paso entre sus vencedores vasallos e inició un vertiginoso trotar hasta la montaña donde habitaba esta criatura, pues ahora sólo podía pensar en esa cura que salvara a su amada de la infinita tortura, que sería tanto para él como para ella, su muerte prematura. Se puede considerar que casi voló hasta llegar a la cueva, en un acantilado que daba al mar, donde vivía este temible y legendario ser, el dragón, astuto y atroz en la misma medida. Ni lo pensó cuando descabalgó, su espada desenvainó y marchó al encuentro del gigantesco reptil, que parecía esperarle presto en la puerta de la caverna, esbozando una maligna sonrisa y mostrando sus colmillos y garras:

- Así que piensas que puedes arrebatarme una gota de mi sangre, pequeño humano. No importa el motivo, aquí sólo encontrarás castigo. Tu esposa muere aquí, ¡contigo!


No hubo más que decir, pues estas palabras inflamaron el preocupado corazón del rey, que eludía con inmensa dificultad las embestidas de la bestia, pero se mantenía firme y entero, pues su cuerpo estaba alentado por algo más que su furia. Recibió un feo zarpazo en su hombro y un terrible mordisco en su pantorilla, pero cuando se hallaba entre las fauces del dragón a punto de ser devorado, levantó su espada en un movimiento desesperado y la hundió en su cabeza hasta que la vida del pérfida alimaña hubo agotado. Tomó un vial con su sangre, y lo anudó en la pata de su halcón, ya que sabía que llegaría mucho antes que él a su reino para salvar a su amor.

Retomó su galopar, esta vez de regreso a su hogar, pues no podía esperar, quería estar con su esposa y si se había curado comprobar. Pero divisó en los cielos, un par de jornadas después de que iniciara su retorno, como el halcón volvía a él, con otro pergamino enrollado en sus garras, que lo peor le hacía temer, pero que no esperó para leer:

"Su majestad, se dirige a usted el sanador mayor del reino. Su esposa continúa terriblemente enferma, en un profundo sopor, del que nada ni nadie puede hacerla despertar. La sangre de dragón no ha surtido efecto alguno, por mucho que hemos rogado. Pero tiene otra forma para sanar: la lágrima de una ninfa del lago crepuscular."

Fue en ese momento cuando su camino se volvió a desviar, para dirigirse rápido y sin esperar, a ese lago vesperal, que se encontraba a varias jornadas de distancia de donde se encontraba. Debía hacerlo de noche, cuando el manto de la penumbra cubriera todo ese lugar, pues era el único momento del día en el que podría a las ninfas contemplar. Y así fue como llegó, cuando la luna refulgía plateada y reflejada en las cristalinas aguas, como pudo observar a una ninfa en su ribera, peinando sus cabellos distraída, con una sencilla y mágica sonrisa dibujada en su preciosa faz. El monarca se acercó a ella, sin intención de atacar o asustar, suspiró desasosegado y se arrodilló entregado:

- Oh, hermosa ninfa, que habitas en este extraordinario lago crepuscular, necesito que escuches mi plegaria, bajo esta noche de luna luminaria.


La ninfa se giró atemorizaba y a punto estuvo de huir acobardada, pues era de naturaleza pacífica y asustadiza, y un poderoso hombre armado se hallaba frente a ella, y parecía en liza. Pero algo en su voz le infundió curiosidad y terminó por sentarse en una pequeña roca para escuchar, asintiendo con su cabeza, animando al regio caballero para que comenzara a hablar.

- De una lejana tierra vine a combatir, pues no tuve más remedio que hacerlo para sobrevivir. Pero mi vida no podría seguir, si mi amada esposa llegara a morir. Nuestro amor no conoce parangón y todo lo daría por ella para que volviera a latir su corazón. Ahora se halla al borde de la muerte, y yo busco con escasa suerte, un remedio que de su mortal sopor la despierte. Mi vida te entregaría si la desearas, tan sólo por una lágrima tuya que derramaras.

Sin embargo, no fue necesario que el rey le entregara nada, pues el corazón de la ninfa se había estremecido con esta historia y la pena la había embargado de tal manera, que lloraba como no lo hacía en eras y una lágrima de sus ojos le entregó para satisfacer su antojo. Después, se sumergió en su lago grácilmente, para limpiar su rostro y aliviar su semblante. Pero esto ya no lo observó el rey, que volvió a recurrir a su ave para que llevara el remedio nuevamente a los sanadores, mientras él reanudaba su vuelta, esta vez mucho más esperanzado.

Pero la esperanza es un árbol que se mece sometido a los designios del destino y cuando ya divisaba su camino, vio como volvía ese halcón, que se había convertido para él en un cuervo de mal augurio a pesar del inestimable trabajo que realizaba, con otra nota enrollada. El rey la tomó con inevitable nerviosismo y un profundo desánimo, y se dispuso a conocer la nueva con pesimismo:

"Su majestad, se dirige a usted el sanador mayor del reino. Su esposa continúa terriblemente enferma, en un profundo sopor, del que nada ni nadie puede hacerla despertar. La lágrima de una ninfa no ha surtido efecto alguno, por mucho que hemos rogado. Pero tiene otra forma para sanar: el corazón de la diosa del bosque, si lo podéis encontrar."

Sabía el rey que ese corazón era un legendario rubí, de inmensa belleza y mágicas facultades, que podría devolver la vida a cualquiera que sintiera que la abandonaba, pero nunca un humano antes lo había visto y sólo pertenecía al mito desde hacía centurias. Decidió no pensar en las inclemencias ni las imposibilidades, pues la vida de su esposa, y por lo tanto su propia vida, ya que la amaba por encima de ésta, estaba a punto de apagarse, no tenía tiempo para demorarse. En el último aliento de su montura, la encaminó hacia esa boscosa espesura y la dejó reposar en el linde, a la espera de que él regresara, si lo hacía, pues pocos se aventuraban en ese lugar de siniestra superchería.


Cual fue la sorpresa del monarca cuando, a pesar de esas ancestrales advertencias de los peligros que entrañaba el lugar, se encontró con un preciosa y radiante arboleda, poblada por toda clase de animales de esencia apacible y aspecto inocente y plantas de vivos colores y perfume embriagante. Pero no se quiso detener en estos deleites y las delicias que le rodeaban, y continuó avanzando con firmeza por un secreto sendero que conducía hacia un saliente en una pequeña elevación, donde surgía reluciente y majestuosa una fantástica catarata en la que se proyectaban haces de luz provocando que caleidoscópicas sensaciones poblaran la atmósfera del lugar. Ni tan siquiera esto logró que su mente olvidara por un instante lo que le ocurría a su amada y todo el amor que por ella sentía. Esta determinación le condujo hasta el interior de reborde, bajo la cascada, donde había una estancia en la que había sentada una desnuda mujer de perenne belleza, deseo inextinguible y voluptuosas formas, que se insinuaba con cada parpadeo de sus profundos y celestiales ojos de azur fúlgido. Sus sensuales y ardientes formas sólo estaban ornamentadas con una encadenada joya que caía suavementre entre sus senos, siendo ésta esa carmesí gema que tanto necesitaba.

El rey quedó hipnotizado durante un imperceptible pálpito por esta inmortal hermosura, pero recobró el sentido con presteza, pues lo que le apremiaba a mantener la lucidez era un sentimiento mayor que cualquier deseo y emoción. Avanzó con determinación hacia esta mujer y hablando con respeto realizó su petición:

- Hermosa señora que habitas en este bello lugar, he de hacerte una petición. He venido a buscar el rubí que adorna vuestro corazón, pues lo necesito para que mi amada esposa viva y podamos compartir por siempre nuestro amor.


La mujer esbozó una seductora y fascinante sonrisa, al tiempo que conducía una de sus manos lentamente hacia el rubí para acariciar su desnudez con él, haciendo que cualquier mortal que se preciara cayera de manera irremediable en este cautivador hechizo de promiscuidad y lujuria. De inmediato, miró al monarca con una incontenible lascivia, que se percibió en su armoniosa voz cuando le habló en respuesta:

- Honorable señor, que gobiernas en ese reino tan dichoso y próspero, aquí lo único impera es mi deseo. Y mi deseo ahora es que nuestros cuerpos unamos en desbordante pasión y puedas sentir conmigo ese mismo amor. Ven a mí, hazme el amor y el rubí será tuyo, como lo será mi corazón.

Pero una negativa se dibujó en el preocupado y enjuto rostro del rey, que terminó por inclinarse ante la libidinosa dama, para emitir una desesperada súplica:

- Sólo tengo un corazón que perder, hermosa señora. No podría entregaros el mío pues ya tiene dueña, como también lo tiene mi deseo. Os ruego que me cedáis ese rubí a cualquier otro precio excepto a ese, pues no puedo daros lo que ya he ofrecido a la mujer que amo y que siempre amaré.

La mujer abrió los ojos con escéptica incredulidad, como si acabaran de liberarla de un maleficio que la tenía esclavizada a este lugar y se arrancó del cuello la cadena con el rubí, en una violenta sacudida, para entregárselo al hombre que se había resistido a su invencible y arrollador encanto, y que ya le daba la espalda para regresar veloz junto a su amada, mientras ella se preguntaba tristemente si alguna vez podría sentir un amor tan profundo como ese.

Tras salir del magnético y sugestivo bosque, con la joya en su poder y, otra vez, a una vasta distancia para regresar a su hogar junto a su esposa, decidió, por última vez, enviar a su amaestrado halcón con la hipotética cura al castillo, mientras él galopaba poniendo toda su alma en el trotar hasta provocar la extenuación de su montura de regreso. No quería ni imaginar lo que ocurriría si este remedio también fracasaba, pero sabía que lo intentaría todo hasta que su esposa recobrara el sentido y pudiera seguir viva, pues sentía que anteponía su existencia a la suya propia.

Y fue tras varios días de viaje cuando, al fin, atisbó en la distancia los lustrosos y esplendorosos pináculos de su espléndida fortaleza, pero también, cortando los cielos en ese instante, precisamente alzando el vuelo de su propia estancia donde se encontraría su esposa encamada, al halcón que volvía con funestas noticias para él. Pero en lugar de esperar a que el ave le ofreciera fielmente el pergamino, espoleó a su consumido caballo, para que hiciera un último esfuerzo y en furioso cabalgar llegara hasta su plateada ciudad.

En cuanto hubo cruzado el pórtico de entrada, descabalgó con aptitud y habilidad, y corriendo atravesó todas las zonas de la ciudadela hasta llegar a la fortaleza, en la que esperaba multitud de siervos, caballeros y sanadores, a los que tuvo que apartar, cuando todos le trataban de alentar por algo terrible que había pasado y que todavía no había asimilado. Arribó a la puerta de la habitación que compartía junto a su amor, donde habían vivido tantas noches de cariño y pasión y exigió a viva voz que todo el mundo se marchara y les dejara solos, para compartir su despedida y su dolor, probablemente con ambos sumidos en el eterno sopor.

Su corazón se encogió cuando contempló como el rostro de su amada estaba prácticamente marchito por la aflicción, pero sin diligencia alguna la tomó de la mano y se arrodilló junto a ella, derramando incontenibles lágrimas mientras hablaba con desesperación:

- Oh, amor mío, tú que das sentido a mi vida, te necesito conmigo. No te marches, no ahora que te he encontrado y sólo quiero amarte por encima de todo lo que poseo. Renuncio a mi corona, renuncio a mi reino, pero jamás renunciaré a mi reina. Pues no necesito imperio ni poder si te tengo a ti y te puedo querer.


Finalmente, el monarca terminó abrazando a su esposa, que seguía sin reaccionar, a pesar de tener sus manos manchadas con su propia sangre, a pesar de bañarla con sus propias lágrimas y a pesar de que su corazón se fuera deteniendo a medida que se posaba sobre su cuerpo, que continuaba sin responder. Pero algo sucedió durante ese abrazo, y no había ni sangre de dragón, ni lágrimas de ninfa, ni corazón de diosa, sólo el suyo, el que realmente siempre había anhelado y necesitado la reina, que abrió los ojos y volvió asentir como la vida volvía a ella.

Ahora, sin feudo ni poder, pues ambos abdicaron tras un amanecer, podían ser los reyes del único reino al que querían pertenecer: el reino de su amor...

... en el que no hay otro antídoto para el sufrimiento y la enfermedad que no sea permanecer juntos durante toda la eternidad.