Desde tiempos inmemoriales,
cuando la historia no era más que un impreciso
esbozo narrado por los victoriosos, hemos existido los Bardos:
narradores, cronistas y poetas; artistas, juglares y trovadores;
tejedores de sueños que recogían mitos y leyendas,
de las canciones ancestrales, de los evanescentes sortilegios,
del arrullo del tempestuoso mar o del canto de las ninfas del bosque,
para transmitirlos durante generaciones entre aquellos
que nos quisieran escuchar, sumidos en un embrujado deleite.

Y es ahora, en esta Era donde la magia se diluye
junto con la esperanza de las gentes,
cuando nuestro pulso ha de redactar con renovada pasión
y nuestra voz resonar más allá de los sueños
.

Toma asiento y escucha con atención.

Siempre habrá un cuento que narrar.

miércoles, 22 de febrero de 2012

Estrelllas en el mar



Subido en mi barca,
voy dejando el mundo atrás.
No existe certeza, más que hay luz y oscuridad.
El mar es oscuro, las estrellas brillarán.

Veo estrellas en el mar.
Sólo estrellas en el mar.

Tumbado en cubierta, olvido la tempestad.
Voy borrando la tormenta, nace la tranquilidad.
Escucho el silencio, contemplo la eternidad.

Veo estrellas en el mar.
Sólo estrellas en el mar.

Miro mi reflejo, veo estrellas en el mar.
sólo estrellas en el mar.
sólo estrellas en el mar.
Y mis lágrimas sólo son puntos de sal.
Como estrellas en el mar.
Como estrellas en el mar

Bajo el manto de la noche, se respira calma y paz.
El vaivén de las olas, el dulce olor de la sal.
Ya no hay más promesas, sólo existe libertad.
Como estrellas en el mar.
Sólo estrellas en el mar.

El viento me guía, y no sé lo que vendrá.
Ahora ya es que me da igual.
ahora mismo me da igual.
Cierro los ojos, veo estrellas en el mar.

Sólo estrellas en el mar.
Sólo estrellas en el mar.

Y en el horizonte, dibujo un nuevo final.
Pinto estrellas en el mar.
Sólo estrellas en el mar.

Olvido mi destino, saboreo el azar.
Y veo estrellas en el mar.
Sólo estrellas en el mar.

... sólo estrellas en el mar...

lunes, 20 de febrero de 2012

Todo son cenizas (parte 5 final)


Desde entonces, no había vuelto a poner un pie sobre La Rosa Verde. Desde entonces, seguramente, no había pensado en el concepto de esperanza en ningún sentido, durante tantos, tantos años. Había logrado esquivar el escenario de su segunda derrota con la habilidad de un funambulista de los sentimientos, así como sin embargo había sido incapaz de olvidar el de la primera derrota. Quizás no lo había olvidado por asirse a los últimos gramos de humanidad de su alma, una causa inútil, el último superviviente de un naufragio, asido al mástil de proa, derribado por cada ola, casi ahogado pero intentando, inútilmente a sabiendas de que su fin se aproximaba, sobrevivir.

El final del tercer vaso de whisky le saludaba en su presente, en el momento decisivo, tan cerca de cumplirse el motivo por el cuál había vuelto a posarse sobre los pétalos de la rosa, viejos, casi marchitos, pero todavía vivos al fin y al cabo. La pregunta era, ¿seguían vivos para él?

Lucille estaba cerca de acabar su número. Lo ejecutaba a la perfección, pero también era verdad que no era demasiado diferente a pesar del tiempo transcurrido; era curioso contemplar los cambios en ella mientras realizaba cada movimiento, fotográficamente similar pero gastado y sin pasión. Entonces, sucedió. Ella, como era de esperar, bailaba ajena al mundo que le rodeaba. Inmersa en sus propias preocupaciones, hacía siglos que había aprendido a no fijarse en el público, no lo hacía cuando la audiencia era considerable y se la follaban con los ojos y tampoco lo hacía ahora que formaba parte del paisaje del bar casi sin más. Pero una mirada involuntaria, un reojo. Y le vio. Él justo la estaba mirando, en realidad, aún inmerso en sus propios recuerdos, no le había quitado el ojo de encima desde que comenzó su actuación.

Ese momento, fue el único momento de imprecisión, en una interpretación mecánicamente perfecta. Daba lo mismo, a nadie le importaba, pero Ricardo lo notó, así como notó los ojos de Lucía chocar con los suyos, rogando al tiempo que se detuviese, y si no era mucho esfuerzo, retrocediera lo más rápido posible para devolverles aquello que habían perdido.

Esa perspectiva casi rascó en la conciencia del hombre que permanecía escondido bajo su poderoso armazón. Casi. Para acallarlo definitivamente, se terminó de un trago el whisky que le quedaba.

Ella se rehizo y con la profesionalidad que caracterizó toda su permormance, acabó su danza, sin haber respondido a ningún sueño prohibido más que a los sueños que pervivían en el pasado de Ricardo, dándole la certeza de que allí pervivirían hasta evaporarse para siempre.

- ¡Un aplauso para Lucille!- casi maulló la sensual voz de megafonía. Los feligreses aplaudieron como si no les fuera ni les viniese. Ella se introdujo entre bastidores.

- Martín, ponme otra.

Una mulata llamada Belinda, salió bamboleándose a continuación. Diez años más joven, a pesar de su ímpetu, y de su juventud, nada tenía que hacer, ni con la Lucille actual, ni por supuesto, con la de antaño, que había tenido más sensualidad en el dedo meñique del pie izquierdo que esta mujer en toda su exhuberante figura. Pero de eso parecía sólo darse cuenta Ricardo, ya que el público empeó a babear de manera ostensible.

Ricardo contempló el vaso. Una mirada y faltaba un cuarto del contenido. Dos miradas más y el hielo casi sobresalía a dos escasos centímetros del final.

Y supo que ése no era el único final. Supo que la decisión que había estado buscando tomar desde que sacó la foto y la contempló, todavía dubitativo, en el coche, debía ser tomada de una vez.

Jugueteó con el vaso y el tintineo del hielo, como haciendo tiempo, porque realmente ya había tomado una decisión. Ya la había tomado hace un buen tiempo. Ese hombre escondido y sepultado bajo toneladas de fracaso, de alcohol, de sueños nunca vividos, de vidas nunca soñadas; se había permitido el lujo de crear un circo alrededor de la decisión, una venganza contra su conciencia, un juego sucio y triste.

Pero en balde. Porque ya se había decidido. Quizás desde el principio de la noche.

Acabó el vaso. Miró a Martín, y éste le devolvió la mirada. Se levantó. Fue más allá de la mulata. Entró a bastidores. Atravesó el pasillo. Llegó hasta la puerta. Lucille, en letras doradas, un anacronismo de gloria que no pertenecía a la época correcta. Abrió la puerta. Y se encontró con ella.

Apenas se había puesto una camisa por encima, su desnudez era todavía patente. Estaba metiéndose una raya, y al levantar la cabeza, vio su reflejo.

- Ricardo… Ricardo… no me puedo creer que seas tú.

Se dio la vuelta y fue lentamente hacia él. Se dio cuenta de lo puestísima que estaba, era admirable como, mientras estaba en el escenario, lo fingía a las mil maravillas. Toda una profesional.

- No… no me puedo creer que seas tú. Te vi antes y dudé… no era posible. Después de tanto tiempo, no podía ser. Pero sí. Por suerte sí. Estás aquí.
Sonrió, evocando belleza pasada, presente y futura, pudiendo esa sonrisa cambiarlo todo, a pesar de su estado de embriaguez, Lucía atravesó la piel de Lucille.

Le abrazó. Con casi más fuerza de la que parecía tener en su, a cachos, famélico cuerpo. Quizás, por un momento, anhelando la entrega que él hizo suya en el pasado, una entrega que no había vuelto a tener.

- Te he echado tanto de menos.- siguió diciendo ella.

Y él, se dejó llevar, le devolvió el abrazo, con la misma ternura de antaño, quizás más. El hombre del pasado, se hizo con las riendas del presente y asomó la cabeza entre la maraña de lodo y decepción que habitaba. Pero sólo fue para despedirse, de la mejor manera posible.

Abrazando a Lucía.

Ella notó el frío metálico en su piel desnuda. Se escuchó el chasquido, sordo, secó, un pellizco desgarrador golpeando sus entrañas que no comprendió.

Se separó de forma repentina y notó cómo la sangre empezaba a abrirse paso de su abdomen al exterior, un río incontenible, por más que intentara frenarlo con sus débiles manos.

Le miró, tan perpleja, tan humana, tan perfecta. Él sostenía la pistola con el silenciador perfectamente acoplado. Apuntó a la cabeza y volvió a disparar. Ella se estrelló contra el tocador como un fardo, como una muñeca rota y ensangrentada.

Ricardo vio las cenizas de su ramo de rosas verdes, salpicando toda la habitación. Las contempló unos instantes más, para cerciorarse de que se esparcían con el viento, para estar seguro de que podía marcharse para siempre.

Volvió a la barra con el mismo paso, con el mismo caminar tranquilo y sosegado. Miró a Martín de nuevo. Asintió. Dejó un fardo de billetes y dijo.

- Cierra el camerino. Pasarán a recoger el paquete dentro de un rato.

- Ha sido un placer volver a verte Ricardo. Espero que nos volvamos a ver en mejores circunstancias.

- No. No volveré a pisar este antro jamás.

- Lo sé.

Salió del local, y contempló por última vez el letrero, lo vio como lo que era en realidad, un barril vacío de licor, el envoltorio de un regalo viejo y sin encanto, el continente de un contenido que había perdido todo significado posible.

Sacó su teléfono móvil. Marcó el número.

- Ya está hecho.- dijo mientras se encendía un cigarro.

- No tenía duda de ti. Buen trabajo, muchacho.- podían pasar eones, pero la voz tenía el mismo deje, y la muletilla seguía intacta a pesar de que había pasado muchísimo tiempo desde que dejó de ser nada parecido a un muchacho.- Esa mujer llevaba años molestando, sin saber cuál era su lugar. Un par de palabras bonitas, y se creen que las vas a sacar del estercolero en el que ellas mismas se han metido.

- Toda la razón, señor Quiñones.- tan sólo respondió.

- Pásate mañana y recoge tus honorarios. Te los has ganado. Mis hombres irán luego por el club a recoger el cuerpo de la pobre chiquilla.

Colgó. Se volvió por última vez. Parpadeó, verde pero muerta, la esperanza de la rosa que jamás tuvo ese color.

Fue hacia el coche. Arrancó, e hizo el último viaje que sabía perfectamente que le tocaba hacer. En realidad, toda la noche había tenido un esquema claro para él, y lo estaba siguiendo a la perfección.

El laberinto del tiempo, de las decisiones, de los errores, de los aciertos, de toda una vida echada por el retrete, le llevó a esa fachada. Gris, pero albergando en realidad mucha más frescura que la mentira real que había visitado por última vez no hacía más de veinte minutos.

La encrucijada había terminado. Miró la fachada sabiéndolo, buscando la habitación del quinto piso, pensando qué habría cenado, qué había hecho durante todo el día. Cuáles serían sus inquietudes, si tendría problemas con las matemáticas, si habría conocido al primer amor.

Sabiendo de todas, todas, que nunca se acordaría de él, que nunca sabría en realidad quién era él. En ese momento, se dio cuenta de que, por fortuna, sería así.

Sacó la foto. La contempló. Con toda intensidad, como sabiendo que ése y sólo ése, era el último momento de lo que le quedaba de triste existencia, en el que se replantearía el hombre que podía haber sido, y asumía el que era con todas sus consecuencias. La miró tanto rato. Se encendió otro cigarrillo. El humo danzó alrededor de las dos figuras de la foto, una niebla mucho menos espera que la irreversible niebla del tiempo.

Acercó la cerilla todavía en ascuas al borde de la fotografía, y lentamente al principio, comenzó a arder.

El papel se consumía cada vez con más fuerza, así como las imágenes ahora sin vida que lo poblaban, se iban deshaciendo entre el fuego. Un hombre, mucho más joven, mucho más vivo, entero, sostenía en brazos a una niña, que ahora, en la ventana del quinto piso, estaba a salvo de las llamas, pero que ardía miserablemente por completo en su mente. Y la fecha, y la inscripción “Bea, mi regalo para el mundo” se consumían para siempre al mismo ritmo en su conciencia y en la realidad.

“Todo son cenizas” pensó al contemplar las cenizas reales e imaginarias, de pétalos de flores que prometían mentiras, de regalos a un mundo que después de zampárselos con gula, se los vomitó furioso y enfermo.

Bajó la ventanilla del coche. Tiró los restos de esa vida que jamás volvería a visitar. Arrancó mientras las cenizas de todas las rosas verdes del mundo terminaban de consumirse entre el asfalto. Y ya no llovía, pero hacía tanto frío…

viernes, 17 de febrero de 2012

Todo son cenizas (parte 4)


Martín seguía hablándole, aunque escuchaba su voz no hacía caso alguno a las palabras, sólo un ruido más, un runrún al que llegó a acostumbrarse, de tal manera que ni siquiera le molestaba demasiado ignorarlo.

Sin darse casi cuenta, decidió seguirle el juego un rato.

- ¿Crees en la integridad?- le dijo deteniendo de cuajo cualquier chorrada que le estuviera contando.

Martín se sorprendió. Estaba claro que le estaba hablando de manera mecánica, no esperaba que le hiciera ninguna pregunta, y más de carácter tan metafísico.

- ¿Perdona?

- Me has escuchado perfectamente, ni la música está tan alta ni esos diez payasos hacen suficiente ruido. Que si crees en la integridad.

El pequeño barman rió.

- ¿Integridad? Nunca he sabido lo que significa esa palabra, amigo. Y dudo mucho que tú lo sepas.

- No. Tienes razón. Ahora no lo sé. Pero porque lo he olvidado. He olvidado tantas cosas… y ésa es una de de ellas. De las más jodidas. Porque lo supe… lo supe…

Ricardo siempre había querido ser policía. O eso creyó a pies juntillas, la gran mentira, la más grande de todas. En un momento de su pasado, su futuro estaba dibujado perfectamente, dispuesto enfrente de él, preparado para ser seguido paso a paso. La academia, su novia del instituto, todo en bandeja para llevar una vida convencional, la que siempre había querido.

Las cosas comenzaron a torcerse pronto. Realmente, el puzzle nunca encajó. Ni siquiera al principio. Nunca fue feliz, ni un poco. Ésa no era su vida, no la que quería. A veces, durante sus solitarias noches se preguntaba qué es lo que habría querido de verdad. No estaba seguro, pero sí de una cosa, no lo que tuvo.

En el torbellino, escapando de sus certezas, navegó entre las turbias aguas. Su vida como agente, un alfiler cada día, los pisaba, se los clavaba al moverse, le agujereaban de manera lenta pero no menos dolorosa cuando había cientos de ellos clavados por todo su cuerpo. Su matrimonio, algo que el concepto de integridad no le permitió evadir y terminó haciendo lo imposible por salvarlo. Todo tan absurdo…

La Rosa Verde fue lo que destruyó ese concepto, para bien o para mal. Lo único que le dio la esperanza de ser lo que en realidad era, escapando de cada segundo que la vida que eligió pero realmente nunca quiso elegir.

Pero había algo en esa vida que sí importaba. Lo que le hacía, todavía, después de tanto tiempo, ir algunas noches a la casa, y quedarse absorto, mirando la luz de la ventana del quinto piso.

Por eso, lo quiso dar todo. Por eso, intentó recuperar lo que había perdido aunque fuera de la peor de las maneras, aunque la integridad se pulverizara por completo.

La primera noche que lo hizo, que comenzó a zamparse esa integridad, estuvo nervioso. Pero necesitaba el dinero, por lo que cada noche que lo repitió, la rutina le fue tranquilizando, aunque nunca estuvo tranquilo del todo.

La madrugada en el puerto era fría, una cuchilla helada. El barco llegó tarde, demasiado. Las cosas no estaban yendo bien, mantenía la calma porque no tenía más remedio, pero le estaba costando mucho. Si le pillaban, le expulsarían del cuerpo. Quizás fuera lo que deseaba en realidad, pero no estaba preparado. No, ella no lo merecía. No su mujer, que ya le importaba un pimiento. Sino Bea…

Fueron pasando los fardos al camión, lo hacían con diligencia, con extrema eficacia, pero cada minuto era una eternidad para él. Finalmente acabaron. Se quedó en el lugar, se encendió un cigarrillo, esperando.

Un coche llegó. Fue la primera vez que le vio en persona. El hombre que bajó, flanqueado por dos gorilas, de rostro serio, gafas de sol en mitad de la noche, posición relajada, como creyéndose amo y señor del mundo. En parte lo era, de ese mudo sí, del más turbio y oscuro.

Se le acercó. Uno de los gorilas sacó un fajo de billetes. Se lo lanzó, a Ricardo le costó cogerlo al vuelo, entumecido por el frío.

- Buen trabajo, muchacho.- le dijo, una voz aspera que cortaba más que el propio frío.- Es un placer hacer negocios contigo. No te sientas mal. Yo también tengo hijos.

De vuelta al presente, el número de Lucille iba subiendo en intensidad, había que reconocerle cierto esfuerzo, aunque en realidad era mucho más innata habilidad que esfuerzo en sí. En realidad, no se estaba esforzando en absoluto.

Recordó esa primera conversación con Quiñones, y le dijo a Martín:

- Nunca me has dicho si tienes hijos.

Pareció incluso más sorprendido que con la pregunta anterior.

- Nunca me lo preguntaste.

- Te lo pregunto ahora.

- Estás muy hablador para ser tú, Ricardo. No recuerdo que te gustara demasiado darle al pico, y viendo el aspecto que tienes, mucha menos pinta tiene de gustarte ahora.

Era cierto. Posiblemente ésta era la conversación más larga que tenía en semanas. Pero en parte, necesitaba ordenar sus ideas, y esta vez, era incapaz de hacerlo por sí solo.

- Ya que tu whisky es una basura imbebible, por lo menos me debes un poco de conversación. A ti sí siempre te ha gustado darle al pico.

Martín nunca tuvo reparo de hablar de casi cualquier cosa, de hecho hablaba y hablaba sin parar por regla general. Eso sí, nunca de su vida privada. Pero hizo una excepción.

- Sí, Ricardo. Tuve un chaval con mi primera mujer. No le veo demasiado, pero afortunadamente, no se parece una mierda a mí. Es guapo y con estudios. Lejos de esta vida. Bien por él.

- Bien por él. Ponme otra.

La segunda copa entró mucho mejor, el mejunge empezaba a saber incluso relativamente bien.

El alcohol llevaba tantos años siendo la principal solución de sus más apremiantes problemas. No una solución, por supuesto, sino una cobarde evasión, cuanto más grande era el problema, mayor la cantidad de alcohol ingerida.

La noche que su pantomima empezó a desmoronarse del todo, la cantidad había sido muy generosa, más de lo que había sido nunca, posiblemente. Por fin, tras mucho esfuerzo por su parte, en el cuerpo de policía habían decidido prescindir de sus servicios, no podía sorprenderse, mucho habían tardado. Todos sus flirteos con lo ilegal le habían dado bastante dinero, dilapidado a partes iguales, él en alcohol y la Rosa Verde, su mujer en caprichos para olvidar su infelicidad. El último, el piso céntrico, la fachada que años más tarde visitaría con tanta frecuencia.

Esa noche, entró en el piso por última vez, con litros etílicos navegando entre su sangre y órganos, pero lo suficientemente lúcido para recordar cada palabra que la mujer que nunca amó, le escupió con una furia merecida e incontenible.

Le estaba esperando, en el salón. Fumando un cigarro, el décimo de la noche, que buscaba su sitio en el abarrotado cenicero.

- Buenas noches, amor.- dijo él, dándole significado a la palabra ironía.

- No…- ella miraba hacia el suelo, con tanta intensidad que en cualquier momento lo atravesaría derrumbando el edificio entero.- No son buenas noches. No lo son, nunca lo han sido cuando tú has tenido algo que ver.

- Toda la razón. Por eso me casé contigo. Porque eres tan jodidamente lista…

- ¡Basta!- el grito contenía tanto odio que casi derribó a Ricardo. Supo que no abriría más la boca en un rato. Que ella había estallado, con toda la razón del mundo, y que le tocaba apechugar.- ¡Basta! No, no te hagas el gracioso, maldito desgraciado. Nunca más. Todo, joder, lo tenías todo. Todo lo has perdido. Te han echado, ¿cuándo pensabas decírmelo? Habría pasado el tiempo, cada día, y tú habrías seguido viniendo aquí cada noche, y nunca me lo habrías contado. ¿Es eso? ¿Es eso?

Él no contestó, un silencio afirmativo y pesado. Le enfureció más, aunque posiblemente le habría enfurecido cualquier cosa que hubiera dicho o hecho en esos momentos.

- Y basta ya de todo. Basta ya de engañarnos. Basta ya de engañarme. ¿Crees que no sé dónde vas todas las noches? ¿Crees que no sé lo que es La Rosa Verde?

Escuchar esas tres palabras de su boca fue como el sinsentido más grande, como encontrar realidad y sueño al mismo tiempo, como que las dos cosas más dispares y diferentes del mundo convergieran en el mismo sitio, algo imposible y rodeado de desconcierto.

- Lo sé, Ricardo. Lo sé todo. Y no me preguntas porqué, porque no te importa. Estabas desesando que llegara este momento. ¡Reconócelo, hijo de puta, reconócelo!

Siguió su silencio, aguantando el chaparrón, el diluvio que se estampaba contra él como la madre de todas las tormentas llovidas y por llover.

El llanto de ella, contenido, explotó como explotaba su rostro y cada una de sus palabras.

- Borracho, fracasado, mentiroso, traidor… te quiero fuera de mi vida… ahora mismo. Ahora mismo y para siempre. Nunca más me verás, Ricardo. Nunca, nunca, nunca, nunca. Y olvídate de Bea también. Nunca más la verás. Oh sí, me ocuparé personalmente de que así sea.

Como un marinero naufragando en una tempestad interminable, había aguantado todo lo que ella le echó encima con un estoicismo digno de un héroe, si no fuera porque no había ningún tipo de heroísmo en él. Hasta ese preciso instante. Toda la rebeldía que tenía aglutinada en él, surgió como una descarga irrefrenable. No, eso no se lo podía quitar. Eso no. Todo menos eso.

- ¡No te atrevas a decir eso, mujer!- gritó más fuerte, con más rabia incluso que ella.- ¡Eso no puedes hacerlo! No me separarás de su lado… ¡no me separarás de su lado!

Pero pudo. Cumplió cada una de sus amenazas. Utilizó todas sus armas, su padre era abogado y lanzó el infierno contra él. No pudo defenderse, fue totalmente incapaz.

La lluvia le sumergió del todo, la primera de las dos derrotas que marcó su destino.

Contemplaba, años después, entre los escombros de La Rosa Verde, a la segunda de las derrotas. En carne y hueso, casi más hueso que carne en esos momentos, Lucille, la princesa de los sueños prohibidos, efectuaba los últimos compases de su litúrgica danza, con la precisión y habilidad de un cirujano, con los vestigios marchitos de la mejor de las stripers.

Demonios, nunca había conocido una mujer como ella. La primera vez que escuchó su presentación, y la vio totalmente omnubilado, había entrado como policía en el club. Salió como una víctima más, olvidando ley, supurando deseo, construyendo sueños y esperanzas, verdes como la rosa de neón que presidía el lugar.

Seguía contemplándola ahora, como dando las últimas caladas del último de los cigarros que jamás fumaría, degustando el humo mientras le recorría entero.

Fue tan estúpido, pero tan feliz. Ella le hizo sentir todo eso y más. Tan estúpido, que creyó que podía raptarla, hacerle olvidar esa vida, tejer sus propios destinos, juntos, para siempre. Lo creyó durante mucho tiempo, pero sólo reunió el valor para intentar tejer ese destino, dos veces. La primera, en aquella redada. La segunda, poco después de que su exmujer se lo arrebatara todo.

Lo había pensado todo tan bien. Había pintado el ramo de rosas entero, de un verde fresco y vivo, cosa bastante absurda cuando la pintura no tardaría en matar a las rosas. Pero su esfuerzo, en un principio, se había visto recompensado. El ramo lucía tal que el cartel, tan brillante y cargado de esperanza…

Tenía casi aprendido de memoria el discurso que le diría para convencerla. La primera vez no lo había conseguido, pero en el fondo, quería creer que ella también le amaba. Sería más apasionado, más certero, su elocuencia sería tan absorvente como lo era ella con cada movimiento sobre la pista. Porque estaba tan seguro de que la amaba como seguro estaba de que nunca hubo amor en su matrimonio, a pesar de que su exmujer le hubiera entregado, aunque fuera por un tiempo, lo único auténtico y verdaderamente valioso de toda su vida. No se lo había entregado exactamente, lo habían creado juntos. Costaba creer que de algo tan muerto como lo suyo, hubiera nacido algo tan lleno de vida y de posibilidades.

Pero bueno, no era el momento de pensar en el pasado, sino en el futuro. Y el futuro, estaba impreso en el ramo de rosas verdes que sujetaba como el más precioso de los tesoros, en el interior de los pétalos de la única rosa verde real que existía.

Atravesó el hall del club atesorando toda la esperanza que un ser humano, vapuleado por la tristeza monótona del fracaso, era capaz de reunir, moviéndose lentamente para que no se derramara entre sus brazos.

Vio como ella acababa su número, y por enésima vez, el aliento de tantos hombres enloquecía en un millón de sueños a su lado. Sonrió como otras veces, porque él saboreaba de verdad a esa mujer, no como esos hombres, que se contentaban con saciarse con su imagen.

Fue andando hacia su objetivo, aquel que le rescataría del naufragio, con quien zozobraría a salvo, juntos, olvidando los fracasos, transformando las derrotas con el líquido verde de la esperanza.

Entró en el camerino de su rosa verde, pensando que Lucía y no más Lucille, le estaría esperando de manera incondicional.

Nada más entrar, su mirada se clavó en él, dura como el acero.

- No, Ricardo, no me hagas esto. Mira, eres un buen hombre. He sentido cosas de verdad por ti…

- Y yo, Lucía. Estamos a tiempo de que todo esto sea real.- a pesar de que ya empezaba a saber lo imposible que eran todos sus anhelos, se negaba a tirarlos por la borda. Tenía que ser posible… ¡tenía que serlo!

- Eres un encanto. Pero yo amo a otra persona. Lo siento mucho. Nunca pensé que lo nuestro fuera serio. Tú tenías a tu mujer y a tu hija, pensaba que sólo era un divertimento. Nunca me permití el lujo de creer.

Sólo escuchó “yo amo a otra persona”. Nada más. El resto se fue difuminando entre la pesada realidad que caía sobre él, desvencijando cada sueño que pensaba, iluso, que terminaría cumpliéndose.

Ella acarició su rostro. Él cerró los ojos, y no lloró porque había aprendido que los hombres de verdad no lloraban. Estúpido, estúpido, estúpido.

- ¿Quién… quién es ese hombre?- preguntó cómo si sirviera de algo saberlo.

- Mejor que no lo sepas. No te va a servir de nada. Deja de torturarte. Recupera tu vida. Eres un buen hombre. Olvida La Rosa Verde.

Salió aún más lentamente del camerino de lo que había entrado. Fue andando como furtivamente, y se agazapó en una esquina. Tenía que saberlo. Tenía que saber quién era el que le había arrebatado la poca esperanza que se atrevía a recorrer sus venas. Quién era el que le había condenado a ser lo que sería en un futuro, un compendio de tristeza, desgana y sueños por cumplir que jamás volvería a albergar ningún tipo de luz salvo la escasa luz de los recuerdos.

Y entonces, le vio. Vio al único hombre en el mundo que no podía permitirse el lujo de odiar entrando en el camerino. Con un millón de losas de un millón de toneladas apiladas sobre sus espaldas le siguió. Se paró en la puerta. Una parte de él quiso derribarla de una patada y apalear al hombre que había dentro. Sólo una parte. El resto de él supo que nunca reuniría tanto valor.

- Hola, preciosa.- la voz áspera y decidida casi le arranca la piel. Una voz que aglutinaba una seguridad que nunca tendría. La voz del hombre que lo poseía todo. Incluso a Lucille. Incluso a Lucía. Seguramente a las dos.

- Hola mi amor.- joder, y aunque había escuchado la voz de la mentira surgir de los labios de la mujer que amaba, y se la había creído a pies juntillas, aunque había paladeado su falsa ternura, acuñándola como la verdad más absoluta; esa sencilla frase, desnuda, descubierta, sin artificios, fue mucho más real.

- Te sacaré de aquí, nena. El mundo será nuestro. El mundo será nuestro.

Entonces pudo oir la pasión tan fuerte que casi atravesaba las paredes. Cada gramo de placer y de deseo que transpiraba esa puerta le expulsó, se marchó escopetado. Fuera hacía frío, el neón le contemplaba como riéndose de él, restregándole toda la esperanza que jamás le entregaría.

Se sentó en el bordillo, intentando ordenar sus ideas hasta que fue totalmente consciente de que no había nada que ordenar, que el caos no tenía solución, que las piezas se habían perdido y jamás las encontraría. De que todo eran cenizas. Todo eran cenizas.

No se dio cuenta del tiempo que permaneció en la calle, absorto hasta que llegó a esa conclusión.

Todavía mantenía el ramo entre sus brazos, cuando vio salir al hombre del local. Todo lo que él nunca sería, para bien o para mal. Lo que nunca creyó querer ser. Lo que quería ser con cada fibra de su ser en esos instantes.

Le vio. Maldita sea, ¿por qué le había visto? Se acercó a él. No tenía fuerzas, no sabía cómo evitarlo.

- Buenas noches, muchacho.- dijo escupiéndole ese perfecto deje otra vez.

- Buenas… buenas noches, señor Quiñones.- sólo respondió él.

- Me he enterado de lo que te ha sucedido.- ¿a qué se refería? ¿a cómo él mismo había pisoteado los sueños que le quedaban? ¿cómo podía ser tan cínico?- Esos payasos no saben lo que se pierden. Eres un buen policía y un hombre muy útil, muchacho.

- Gra… gracias.

- Siempre vas a tener trabajo conmigo. La gente de fiar como tú escasea, te lo aseguro. Tendrás noticias de mi gente.

- Muy bien…

- ¡Ah! Y un consejo, muchacho. Olvida a las mujeres. Son ellas las que nos despellejan. Son ellas por las que lo damos todo. Pero es más fácil decirlo que hacerlo, ¿no es así?

- Sí… toda la razón.- “hijo de la gran puta” quiso añadir sabiendo que era lo último que haría por suerte o por desgracia.

Se marchó, pero Ricardo tardó un rato más en marcharse también. Dejó el ramo que empezó a desteñir con la lluvia y fue pisoteado como tanta, tanta, tanta esperanza, fingida y verdadera, era pisoteada en las puertas de La Rosa Verde, destrozándose los pétalos reales como los ficticios que adornaban y perfumaban las tristes conciencias.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Todo son cenizas (parte 3)



- No te esperaba tan temprano, Ricardo.- el viejo barman tenía la voz tomada desde que lo conocía, el ceño fruncido de siempre, y el mismo poco pelo.
- Ya ves.- sólo respondió.

El interior era incluso más descorazonador que el exterior. La Rosa Verde nunca fue el sumun de la sofisticación, pero cierto estilo coherente sí queguardaba. Era un antro, pero con encanto y carisma, limpio dentro de lo que cabe, no el tipo de antro abominable y vomitivo que eran otros clubs de striptease que Ricardo había conocido.

En parte por eso siempre estuvo abarrotado, casi los siete días de la semana.Pero ahora, un martes convencional como ése, no había que ser muy espabilado para saber que Martín tendría suerte si llegaba a tener cinco clientes en toda la noche.

Ricardo contempló, impasible en apariencia, el lugar. Pero sólo en apariencia. El golpe de nostalgia fue más fuerte que cuando observaba la fachada. A pesar de la suciedad, a pesar de todo, había habido un momento en el que esas cuatro paredes fueron su refugio particular, y su interior, un regalo nuevo cada noche, una nueva oportunidad de evasión. Una mentira, pero una mentira dulce cuando sabía que estaba siendo engañado. Y una puñalada mucho más dulce incluso cuando se creyó cada pantomima.

Se sentó en la barra.
- Ponme un whisky. ¿Qué coño le has hecho a este sitio? ¿Lo limpias vomitando?
- Las vacas gordas se fueron, amigo. No fuiste el único en marcharse. Las cosas van de mal en peor.

Habría preguntado cómo es que entonces, lograba un tugurio semejante permanecer abierto si no hubiera conocido la respuesta de antemano. Quiñones controlaba el lugar, y lo más posible es que fuera exclusivamente gracias a él que éste sitio no hubiera cerrado. Sería lo suficientemente barato mantenerlo en ese deplorable estado para que siguiera siendo rentable.

Ricardo paladeó el whisky, era un brebaje nefasto, adulterado y aguado, pero alcohol al fin y al cabo, y lo necesitaba. El hielo flotaba más allá de la mitad del vaso.
De alguna manera, el club debía de seguir teniendo cierto gancho. Ante su sorpresa, en veinte minutos sus perspectivas acerca de la clientela se doblaron, y el aforo superaba las diez personas. Todo un éxito, lejos de lo que fue antaño, pero para nada desdeñable. Era curioso, la mística y la magia no podían desvanecerse así como así. Existían y ya está. La Rosa Verde siempre había tenido algo de mágica. Tantos hombres habían huído de sus vidas buscando la promesa incierta del aroma de lo prohibido, tantos habían sucumbido noche tras noche, dejando un reguero de fracaso perfumado tras de sí. Ricardo, uno de ellos.

- Y bien, ¿qué has estado haciendo estos años?- Martín era un barman de la vieja escuela, siempre quiso formar parte del entretenimiento del local. Las chicas ponían la diversión, él la cínica conversación, el hombro donde apoyarse, la camadería entre cliente y anfitrión. Ricardo nunca se tragó su papel, pero era indiscutible que lo había interpretado a las mil maravillas y que seguía haciéndolo de manera impecable.
- Vivir. Más o menos. Menos que más.- un trago siguió a la frase. El hielo seguía demasiado arriba para su gusto.
- Antaño hablabas más.
- También vivía más.
- Touche.

Las luces del establecimiento se fueron mitigando, como intentando crear una atmósfera adecuada para lo que vendría a continuación. Una voz femenina, con un tono que derretía incluso el cristal de las copas, recitó por megafonía:
- “La noche no ha hecho nada más que empezar, caballeros. Para ir abriendo boca, den una calurosa bienvenida a la caliente respuesta a todos los sueños prohibidos: Lucille, la princesa desnuda.”

Diez años habían pasado desde la primera vez que Ricardo vio a Lucía en el escenario. Diez años, y la presentación seguía siendo la misma, las mismas palabras en el mismo condenado orden. Lucille, la princesa desnuda. Le parecía tan absurdo, pero él quiso cada una de esas respuestas. Para él, los sueños prohibidos, fueron realidades, tangibles, poderosas, inevitables.

La mujer que salió, a primera vista, poco tenía que ver con aquella que había tenido la habilidad de suscitar todas esas incógnitas y de azuzar la mecánica de los sueños. No sólo por la edad, aunque apenas rebasaría la treintena. De hecho, en parte todavía era una mujer bastante atractiva. Pero se notaba que la vida no la había llevado por los senderos adecuados; la desbordante energía que antaño transmitía ya sólo con el primero de sus movimientos, no era ni una sombra, sólo un recuerdo dibujado en su silueta, pero palpable para quién tuviera el privilegio de contemplarla en su momento. No en vano, en su mejor época, Lucille era el número estrella de La Rosa Verde, y no el primer número de un triste martes por la noche cualquiera. Todo el aforo desaforado se derretía por sus huesos. Ahora, los diez parroquianos apenas la miraban.

Su melena rubia seguía siendo impresionante, sus ojos, si acertabas a mirarlos, regalos de absoluta belleza; pero los rasgos de su cara, marcados, su delgadez, rozando en algunos puntos de su anatomía lo antierótico, la desidia mecánica con la que efectuaba la danza; no, a priori no parecía ser quien saciaría los apetitos más voraces, no parecía capaz de responder ninguna de las preguntas que prometía su introducción.

Ricardo la observó detenidamente, ésta era la prueba de fuego. Un pequeño escalofrío le recorrió, casi imperceptible. Por dos razones. Porque él sí veía todavía a esa mujer capaz de hacer que los corazones palpitaran al ritmo de sus caderas con la cadencia de sus movimientos; que dentro de la desidia y la desesperanza, todavía guardaba el fuego, la rabia, la rebeldía y la tremenda pasión incontrolable que sólo una mujer como Lucía podía poseer. Pero la razón principal de su ligero estremecimiento, es que todo aquello no le afectaba. Ya no. No le importaba en absoluto. Y le llegó a importar tanto...

Volvió su mirada al vaso. El trago fue grande, casi hasta vaciarlo. La música, la misma sintonía que Lucía había bailado todas las veces, maldita melodía, malditos recuerdos. Se vio rodeado por todos ellos. Los diez clientes se convirtieron en más de cien. El humo lo inundó todo, las risas, la música triplicó en potencia la que sonaba ahora mismo.

Y ella también estaba en el escenario. Más joven, más bella, infinitamente más radiante. Devorando el mundo con cada paso que daba, destruyendo credos con cada guiño, sus pechos perfectos asomaron en el cénit de su número, la barra había sido hecha para que ella la dominara, como también dominaba las miradas, la líbido, cada hombre que tuviera la capacidad de desear. Todo era suyo.

Él también estaba, por supuesto era absolutamente de su propiedad, más incluso que el resto de la concurrencia. También era muy diferente. Quizás más.
- Es un madero.- había susurrado entonces uno de los matones a Martín, también más joven obviamente, aunque ni mucho menos tan cambiado como ellos dos.
- Calma, es Ricardo. No hay problema con él.
- Recoge el chiringuito, Martín. Vienen hacia aquí.- sólo dijo.

En sus recuerdos, el número de su Lucía, de la Lucille de todos los demás justo había acabado, y él se introdujo en los camerinos. La encontró, había hecho ese camino decenas de veces. Había llegado el punto, en el que era incluso más deseable cuando abandonaba el escenario. Entonces, sólo era Lucía, sólo era suya. Igual de encantadora en realidad. Mucho más quizás. Ella le vio. Sonrió. Se acercó para besarle. Quiso tanto, tanto besarla… pero se detuvo
- No... no tenemos tiempo. Van a hacer una redada. Tienes que marcharte de aquí. ¡Vamos! Por la puerta trasera.

Ella, asustada, comenzó a vestirse apresuradamente, en un ritual inverso al que había hecho para cien hombres fuera de sus cabales, pero que le sacaba mucho más a él de los suyos ya que evocaba la normalidad de una mujer de carne y hueso, vulnerable, asustada como cualquier otra. Ricardo la había deseado tanto en ese momento que no pudo resistirse.

- ¡Espera! Espera… espera… no…- recordaba cómo se le atragantaron las palabras aunque llevaba semanas queriendo decirlas, y era lo que más deseaba decir en esos momentos.- No. Ven conmigo. Abandona esta vida. Escápate conmigo. Te quiero, Lucía. Nunca más tendrás que ser Lucille. No tendrás que responder ante ningún sueño prohibido. Crearemos nuestros propios sueños. Ven… ven conmigo. Juntos podemos olvidar toda esta mierda. Ven conmigo… te quiero. Te quiero.

Lo que más le dolió, fue ver que durante un momento, llegó a flaquear. Que llegó a pensárselo. Pero luego no hizo falta que le respondiera. Sólo le miró, con una franqueza que no podía traducirse en palabras. No era necesario.

- Lucía… yo.
Ella se acercó a él, y puso un dedo sobre sus labios, acallando el torrente de pensamientos, deteniendo el mundo durante unos instantes. Luego le besó, lentamante, con tanta ternura que Ricardo sintió más afecto, aunque fuera falso, que en sus cinco años de triste matrimonio. Y se marchó por la puerta de atrás.

Ricardo, recordaba todo eso perfectamente, cada detalle, cada segundo. Sin embargo no recordaba como entró la policía al local, cómo lo desalojaron, todo lo que sucedió a continuación. Porque aquello no solía durar, Quiñones era un hombre muy poderoso ya entonces. A pesar de todos los trapicheos que se hicieran entre sus muros, la Rosa Verde nunca permanecía cerrada más de una semana.

Su mirada volvió al presente, a su copa casi vacía, aunque estaba seguro de que no sería la última vez que visitaría al álbum de fotos de su marchita memoria en lo que quedaba de noche.

viernes, 3 de febrero de 2012

Todo son cenizas (parte 2)

Pasó por el restaurante chino de la esquina, y encargó su cena. Se sentó, solo, en el centro del establecimiento, y comenzó a degustar el potingue que le habían servido.

Nadie cenaría con él. Ni esa noche ni ninguna otra. Nadie compartiría sus inquietudes, las palabras y los silencios.

Le gustaba ese sitio, no por la calidad de la comida, bastante cuestionable, sino por su quietud, y sobre todo, porque sólo iban chinos.


Eso le gustaba, no tener que entender las gilipolleces que el resto de los comensales escupía a su alrededor. Solo, en su burbuja. Si el mundo le había vomitado, no tenía porque pararse a escucharlo, no sería él quién limpiaría el estropicio.


Apuró la última empanadilla china, el club tardaría un rato en abrir. Si no hubiera pasado por la casa, no tendría que estar matando el tiempo. Pero no había podido evitarlo, quizá estaba ante el último vestigio de su humanidad, de un impulso todavía humano, que se le escapaba entre los dedos. Empezaba a pensar de manera absolútamente mecánica, a optimizar sus movimientos de tal manera que lo que hubiera a su alrededor no importaba. Sólo le importaba la casa, la foto, esas cenizas del pasado que se adherían a su gabardina como polvo de decepción. Lo único no mecánico, lo único que en el fondo, temía perder.


Pagó su cena, la segunda gran ventaja de ese sitio es que era tremendamente barato, y se dirigió al club, sin ninguna prisa. Porque era la segunda vez en la joven noche que iba a degustar el aroma del pasado, y francamente, no tenía ninguna gana. El hombre que una vez fue, no tenía ningún interés en cruzarse con el más o menos hombre que era en ese momento.


Y llegó. Llevaba años sin pasarse por el club. El neón centelleaba cansado, semidormido, en el viejo cartel luminoso, que al igual que él, había vivido tiempos mejores. Las letras y el dibujo, antaño depositarias de un sueño escondido y de una promesa casi palpable, eran débiles y difusas.


Aún así, se sorprendió estremeciéndose en parte. Este fue el lugar donde la esperanza, quiso ser libre y embaucarle con su retintín. El club “La Rosa Verde” fue una puerta hacia un futuro que un día creyó posible, una válvula de escape de una realidad que creyó gris, inconsciente de la negrura de lo que la vida realmente le deparaba.


El cartel, ahora casi desvencijado, brillaba entonces con luz propia y con un verdor cegador. Él se sintió único y capaz de todo bajo esas letras. Hubo un momento, en el que él se sintió dueño de la rosa verde, la sintió entre sus manos, apretando sus espinas, y sangrando libertad.


Y lo peor, en ese momento, viendo las fachada, el cartel, el dibujo y las letras difuminadas, tras tanto, tanto tiempo, es que en parte recordó todo aquello como si todavía lo sintiese, triste y descorazonador cuando sabía perfectamente, no sólo que no lo sentía en absoluto, sino que era imposible sentirlo ya que ni él era el mismo hombre, ni el lugar era más que los escombros de aquel que casi le hizo feliz.


Hizo tiempo mientras que contemplaba el espectáculo del pasado encendiendo un cigarro. Comenzó a llover en estampida de lágrimas de lluvia, torrente feroz e implacable. Se refugió en su gabardina e intentó sin éxito que su cigarro no se mojara. Afortunadamente, la persiana interior se levantó.


- ¡Entra, hombre que vas a coger una pulmonía!- la voz de Martín le gritó desde el interior.

Ricardo se apresuró y entró en el local. Básicamente, era el mismo sitio que había sido hacía quince años, sólo que destartalado, como absorvido por la desidia y machacado con el martillo del tiempo. El tiempo, casi siempre, hacía esas cosas. Y la certeza de su irreversibilidad era el golpe más grande de todos.