Desde tiempos inmemoriales,
cuando la historia no era más que un impreciso
esbozo narrado por los victoriosos, hemos existido los Bardos:
narradores, cronistas y poetas; artistas, juglares y trovadores;
tejedores de sueños que recogían mitos y leyendas,
de las canciones ancestrales, de los evanescentes sortilegios,
del arrullo del tempestuoso mar o del canto de las ninfas del bosque,
para transmitirlos durante generaciones entre aquellos
que nos quisieran escuchar, sumidos en un embrujado deleite.

Y es ahora, en esta Era donde la magia se diluye
junto con la esperanza de las gentes,
cuando nuestro pulso ha de redactar con renovada pasión
y nuestra voz resonar más allá de los sueños
.

Toma asiento y escucha con atención.

Siempre habrá un cuento que narrar.

lunes, 25 de julio de 2011

La Rana y el Escorpión

Cuenta un relato popular africano que en las orillas del río Níger, vivía una rana muy generosa.

Cuando llegaba la época de las lluvias ella ayudaba a todos los animales que se encontraban en problemas ante la crecida del rio.

Cruzaba sobre su espalda a los ratones, e incluso a alguna nutritiva mosca a la que se le mojaban las alas impidiéndole volar. Pues su generosidad y nobleza no le permitían aprovecharse de ellas en circunstancias tan desiguales.

También vivia por allí un escorpión, que cierto día le suplicó a la rana:
- Deseo atravesar el río, pero no estoy preparado para nadar. Por favor, hermana rana, llévame a la otra orilla sobre tu espalda.

La rana, que había aprendido mucho durante su larga vida llena de privaciones y desencantos, respondió enseguida:
- ¿Que te lleve sobre mi espalda? ¡Ni pensarlo! ¡Te conozco lo suficiente para saber que si te subo a mi espalda, me inyectarás un veneno letal y moriré!.


El inteligente escorpión le dijo:
- No digas estupideces. Ten por seguro que no te picaré. Porque si así lo hiciera, tú te hundirías en las aguas y yo, que no sé nadar, perecería ahogado.

La rana se negó al principio, pero la incuestionable lógica del escorpión fue convenciéndola y finalmente aceptó. Lo cargó sobre su resbaladiza espalda, donde él se agarró, y comenzaron la travesía del río Níger.

Todo iba bien. La rana nadaba con soltura a pesar de sostener sobre su espalda al escorpión. Poco a poco fue perdiendo el miedo a aquel animal que llevaba sobre su espalda.

Llegaron a mitad del río. Atrás había quedado una orilla. Frente a ellos se divisaba la orilla a la que debían llegar. La rana, hábilmente sorteó un remolino...

Fue aquí, y de repente, cuando el escorpión picó a la rana. Ella sintió un dolor agudo y percibió cómo el veneno se extendía por todo su cuerpo. Comenzaron a fallarle las fuerzas y su vista se nubló. Mientras se ahogaba, le quedaron fuerzas para gritarle al escorpión:
- ¡Lo sabía!. Pero... ¿por qué lo has hecho?.

El escorpión respondió:
- No puedo evitarlo. Es mi naturaleza.

Y juntos desaparecieron en medio del remolino mientras se ahogaban en las profundas aguas del río.

Fuente: Esopo.

viernes, 8 de julio de 2011

La Senda del Bardo: La Senda del Bardo: La Rosa Verde: La esmeralda indómita (parte V)



- Viejo amigo… siempre a tiempo.- musitó Helder que estaba a punto de desplomarse del todo y perder la conciencia.

- Por poco.- el pequeño egipcio sonreía mientras seguía con su arma en alto, apuntando a los dos que quedaban con vida aunque no eran una gran amenaza. El llamado Arhman no había aguantado el directo que Helder le asestó, y sufría el sueño del dolor. El otro hombre que estaba agazapado en una esquina había terminado inconsciente a causa del shock por el punzante fuego que le había desfigurado la cara.


- ¡Yashid! ¡El fuego! ¡Ayúdame, por lo más sagrado!- gritó Nagla que seguía intentando consumir las llamas. No tardo en ir en ayudarle, y algunos de los hombres que dormían en las habitaciones también, que bajaron al oír el disparo y el escándalo. Afortunadamente su acción fue rápida, y al fuego no le dio tiempo a expandirse, las pérdidas serían menores.


Una vez la gente se hubo calmado, volvieron a sus camas. Una reyerta como ésa tampoco era demasiado extraña en los tiempos que vivían en El Cairo.

Ahrman recuperó el sentido transcurridos veinte minutos.


- Esto no quedará así…- logró decir entre dientes.

- ¡Largo de aquí matones!- Yashid les apuntaba de manera amenazante. - Me he llevado a uno de vosotros por delante, y que Alá me perdone, no tendré reparos en haceros el mismo favor.

Los dos hombres abandonaron el local llevándose al cadáver del tercero con ellos.


- ¿Por qué… por qué les permites marcharse con vida, Yashid? No es momento de ser piadoso ni mostrar clemencia. Volverán, en mayor número.- dijo Gustav Helder que había improvisado una venda y se la mantenía con fuerza presionando la herida. El esfuerzo que estaba haciendo para mantener la compostura era titánico.


- Porque, mi querido amigo… creo que no sospechas quién era su patrón. Conozco a Ahrman desde hace años. Sé a quién dice servir.

- Ben Salar…- Nagla llevaba callada un buen rato, en el tiempo transcurrido no había dicho ni palabra mientras intentaba arreglar los desperfectos.- Sirven a Ben Salar.


- ¿A Ben… a Ben Salar?- Gustav Helder no comprendía nada. ¿En qué momento el sombrío y contradictorio terrorista-héroe había pasadoa a convertirse en un vulgar mafioso de barrio que pretendía controlar los comercios de la zona y sus beneficios.


- Tú.- por primera vez en mucho tiempo, la mirada de Nagla se dirigió a él, punzante, como un dardo con una única e irremediable trayectoria.- Tú… tú… ¿por qué has vuelto? ¿por qué?

- Mi regreso no te incumbe… no tiene nada que ver contigo ni con este lugar.


- ¿Ah no? Pero has tenido que venir aquí, ¿verdad? A ser el caballero de brillante armadura, a inmiscuírte en problemas que efectivamente, no te incumben. A casi destruírlo todo.

- Disculpa que te contradiga… pero creo recordar que acabo de salvarte la vida.


- ¿Eso es lo que has hecho? Cómo has dicho antes, volverán, serán más, reducirán todo esto a cenizas, como a punto has estado de hacerlo tú. Cada vez que apareces, lo destruyes todo, Gustav Helder. Eres un destructor de vida. Mírate, por Dios. Hasta la tuya has destruído en el camino.

- No tienes derecho a juzgarme, niña.


- No soy una niña, hace muchos años que no lo soy. No era una niña tampoco cuando te marchaste de aquí. Cuando me condenaste a ser lo que soy ahora.

- ¿A eso se reduce todo? ¿A una triste pataleta porque te… por algo que sucedió hace más de diez años?


- Porque siempre fue así, Helder, siempre. Pero yo era demasiado joven para darme cuenta.- la rabia iba filtrándose entre una inmensa tristeza, jalonada con una lágrima que quebrantaba en su cauce todo tipo de esperanza.


- Yo… yo… - deseó escapar, pero es lo que siempre había hecho y aquí estaba otra vez. Deseó cambiar, pero ya era tarde y la situación era irreversible. Deseó acercarse lentamente a ella, acariciarle el rostro y susurrarle de manera tierna que todo saldría bien, pero no tenía fuerzas ni para levantarse.

- Y ahora vuelves y terminas tu trabajo. Ahora vuelves y lo terminas de destruír todo…

- Nagla yo…- el mundo se descompuso y supo que había aguantado bastante. La herida no se cerraba, y el vaído fue instantáneo y feroz. Se dio de bruces contra el suelo y su mundo se apagó.


Unas manos le sujetaban la cabeza con la mayor de las delicadezas cuando abrió los ojos. No recordaba haber sentido un dolor y un cansancio semejantes en toda su vida, pero las manos eran suaves, dulces regalos del pasado, bendiciones olvidadas y sepultadas bajo fracaso.


Era Nagla, que le limpiaba la herida.

- Voy a tener que coserte, Gustav.- la voz era bien diferente a la reprimenda anterior. Calmada y tranquila, inspirando paz.

- Siento lo que hice… fue lo primero que se me ocurrió.


- Lo sé. Siempre fuiste así. Era una de las cosas que me impresionaba de ti. Que eras impetuoso, que no te importaba si salías herido, siempre tomabas la decisión más imprevisible… que solía ser la más acertada. Eras mi héroe.

- Pero me marché.


Dispuso aguja e hilo y dijo cambiando de tema.

- Cosí mil veces a mi padre, y también cosí antes al pobre Benjhen. Es un chico valiente, pero poco podía hacer ante esos matones.

- Estoy lleno de cicatrices, querida. Aguantaré lo peor que me eches.


- Me habría creído esa pantomima hace diez años. Ahora, no te la crees ni tú.

Ambos rieron y ella comenzó a trabajar. Le dio una botella de absenta para el dolor.

- Ésta bébetela, procura no incendiar mi local de nuevo.


- Tranquila, no lo haré por lo menos en los próximos veinte minutos. Una vez me levante será otro cantar.- sacó el tapón y echó un trago. Era fuerte como el infierno, pero de gran calidad, lleno de matices que los inexpertos serían incapaces de apreciar, abrumados por su alta graduación.


- Gustav… siento mi reacción de antes. Me pasé cinco años esperando a que volvieras. Pero nunca lo hiciste. Nunca. Mi padre murió, tuve que asumir toda esta responsabilidad… cuando mi sueño siempre fue marcharme contigo, vivir las mismas aventuras que tú me contabas cada vez que venías a El Cairo, los dos juntos. Aprender de ti, aprender a vivir. No quedarme para siempre en este antro.

- Es mucho menos antro ahora de lo que era cuando vivía tu padre, de eso puedes estar segura.- dijo él intentando caldear el ambiente y quitarle hierro a la disculpa.


- … cada vez que veía a Yashid, pensaba que tú entrarías justo detrás. Pero nunca era así. Siempre pensaba en preguntarle, pero siempre temía hacerlo. Y cuando te habías marchado del todo, tanto en la realidad como en mis sueños, apareces. Y mi tristeza es inmensa, no sólo porque me abandonaste. Sino porque te has abandonado a ti.- hablaba con total naturalidad mientras cosía la herida, se notaba que era una experta.

- Gracias por la apreciación, hablaremos cuando tengas cincuenta años.- bebió otro trago de absenta para mitigar el dolor, tanto del cuerpo como del alma.


- No es la edad, y lo sabes. Eres todo tú. Gordo, triste, cansado. Pareces el bisabuelo de quién eras hace diez años… pero luego… cuando los matones de Ben Salar aparecieron… actuaste tal y cómo habrías actuado entonces.

- En el fondo, bicho malo nunca muere.


- Eso me temo. En el fondo, tal y cómo sucedía en las historias que me contabas, los héroes nunca mueren, Gustav Helder.- acabó el zurcido justo cuando acababa esa frase. Ambos se miraron, como si tuvieran la oportunidad de coger sus últimos diez años de vida y pulverizarlos de tal manera que el tiempo y el olvido los sumieran en el total vacío. Pero en el fondo, los dos supieron que la nostalgia es una mala consejera, que no eran las mismas personas y que nunca lo serían.



- Respóndeme a una cosa, Nagla. ¿Cómo es que esos hombres trabajan para Ben Salar? Cuando todavía estaba en el negocio, Ben Salar era un hombre temido y respetable, no un mafioso del tres al cuarto.

- Sé poco al respecto, sólo que esta zona de la ciudad es una zona sin apenas ley. Ben Salar comenzó a prestar protección a las tabernas de la zona, al principio de manera más o menos justa, poco a poco imponiendo esa protección, finalmente siendo una amenaza mayor de lo que sería cualquier bandido. Todos tenemos que pagarle, y si no lo hacemos, sus hombres vendrán a reclamar el tributo. Volverán, Gustav. Esta vez no podré detenerles.- comenzó a vendarle la herida, que estaba bien cerrada con los cinco puntos de sutura.


- Ben Salar era un hombre de honor… o más o menos.

- Sí, claro. Hace veinte años. Recuerdo la historia que me contaste. Cómo te dejó marchar cuando te tenía en su poder, cómo te prometió que te ayudaría en el futuro. Palabras que se las lleva el viento. O… ¿o es que has venido a reclamar su promesa?


“No. He venido a buscarte a ti. A dejarlo todo, y vivir mis últimos años de la manera que nunca debí dejar de vivir.” los pensamientos se atragantaron en su boca y fue incapaz de formularlos en voz alta. Porque era lo que pensaba en ese justo momento, pero bajo esa súplica de libertad, se escondía, siempre incorruptible, la radiante esmeralda verde. Era lo que siempre había querido, por encima de todo, por encima de Nagla también.


- Escucha… tengo algo de dinero ahorrado. Vale, cada vez menos, mi vida en Londres no es sencilla, me he permitido el absurdo lujo de dilapidarlo casi todo tal y como me ha venido en gana. Pero aún así, puedo prestarte dinero para que pagues el tributo.

- No quiero tus limosnas, además, ¿de qué me serviría eso? Tarde o temprano tu ayuda se acabaría, y luego, estaría como al principio. No, quédate con tu dinero y malgástalo con la cantidad de furcias inglesas que consideres oportuno.


- Efectivamente, he venido aquí buscando a Ben Salar. Y efectivamente, me debe una. O eso me juró. Puedo hablarle de ti, puedo interceder por ti.

La sonrisa irónica de Nagla lo dijo todo, pero además se molestó en enfatizarla con palabras.

- Oh, vamos, ¿a quién quieres engañar? Seguro que mucho más a ti mismo que a mí. No es eso lo que quieres. Lo que le pedirás, lo que buscas de todas, todas, es lo que siempre buscaste. La Rosa Verde.

martes, 5 de julio de 2011

La Senda del Bardo: La Rosa Verde: La esmeralda indómita (parte IV)




Era otoño, no hacía demasiado calor para ser El Cairo, pero eso sí era demasiado calor para él en ese momento. Postergado en su cama, apenas fue capaz de moverse durante mucho tiempo. Al principio ni siquiera consiguió dormir. Estaba tan agotado que le resultaba imposible. Cada vez que se concienciaba de que debía hacerlo, algún dolor producto de ese agotamiento le sobrevenía, y le impedía dormir.


Finalmente, ni siquiera eso detuvo los yunques que se apilaban sobre sus párpados, que fueron hundiéndose hasta después de horas de fallidas intentonas, lograron sumirle en un profundo pero poco placentero sueño.

Como no podía ser de otra manera, se soñó en una sucesión de pesadillas, en las que envejecía en el transcurrir de escasos segundos, de joven apuesto y decidido, a ruina decrépita en un abrir y cerrar de ojos.


Despertó angustiado con la certeza de que esa pesadilla, era respuesta certera de la realidad. Porque así había sido. Había parpadeado, y su vida se había esfumado. No le había dado tiempo a intentar agarrarla, aunque bien sabía que ni siquiera lo habría intentado.


No estaba muy seguro de la hora que sería. Sólo había querido descansar un par de horas, pero cuando llegaron a la taberna, apenas eran las cinco de la tarde y ya era noche cerrada. Yashid no había dado señales de vida, sus cosas estaban exactamente en el mismo sitio y en la misma disposición que cuando se marchó de la habitación.


Decidió bajar a la barra y pedirse algo de beber. Desde hacía unos años el alcohol era su mejor sedante. Por desgracia para él, hizo un cálculo bastante desafortunado de la cantidad que necesitaría, y acabó todas sus reservas y el pequeño alijo que reunió en el sur de Francia apenas el primer día de viaje por el mediterráneo. Eso hizo que ese primer día fuera el mejor de todos los que duró su viaje, pero los dos siguientes fueron indiscutiblemente los peores motivados por la tremenda resaca, acrecentada por el vaivén de las olas que el barcucho en el que viajaban no podían dominar.


No era un alcohólico ni un perpetuo borracho, pero sí había momentos en los que le era más necesario que la propia sangre que, a trancas y barrancas, recorría sus venas.

Cuando llegó a la barra, supo que volvería a cruzarse con Nagla. Meditó un plan para evitarla en la medida de lo posible, dándose cuenta rápidamente que si ella era la única persona encargada, sería poco menos que inútil. Decidió que sólo pediría la bebida, la bebería lo más rápido que pudiera y volvería rápidamente a la habitación a esperar a que Yashid volviera con información de alguno de sus contactos para realizar el próximo movimiento, encontrar a Ben Salar, y por consiguiente, la anhelada esmeralda. Total, la mujer le había ignorado por completo en el encuentro de la tarde, no tenía porque ser diferente en ese momento.


Cuando bajó, la taberna estaba mucho más vacía que por el día, apenas había cinco o seis feligreses compartiendo una cachimba, y un par más en la barra bebiendo zebib. En la época en la que era el viejo Khaled quién regentaba la taberna era un lugar eminentemente nocturno, parecía que las cosas eran diferentes ahora. De tugurio infernal, aunque acogible para calaña como Helder, dónde abundaban los trapicheos y el ambiente era sórdido y oscuro; a respetable negocio. ¿Cómo lo había conseguido Nagla?


Justo cuando él bajaba las escaleras, la puerta del establecimiento se abrió. Entraron tres hombres, elegantemente vestidos, de porte distinguido y altivo. Helder aprendió a juzgar y evaluar la peligrosidad de cualquier hombre, con tan sólo una mirada. Entendía los gestos y movimientos a la perfección, miradas sutiles, acitudes sospechosas. A pesar de sus años de inactividad, no había perdido su habilidad. Esos tres hombres eran hombre peligrosos, profesionales al servicio de un patrón. Atentos, pendientes de su entorno y de su alrededor, evaluando como él evaluaba también cualquier posible eventualidad. En ese momento, aunque no supo porqué, sí supo que Nagla estaba en aprietos. Decidió esperar a ver qué es lo que querían.


Su egipcio estaba algo oxidado, pero les entendió más o menos a la perfección.

- Señorita Nagla. Le dijimos que esto sucedería, le dijimos que volvería a tener noticias nuestras.- dijo el que parecía tomar la iniciativa de entre los tres. De hecho los otros dos le flanqueaban, como protegiendo sus costados y espalda. Era un hombre alargado, calvo, con el mentón prominente y la nariz tan afilada que parecía que pudiera clavarla en el suelo sin demasiados esfuerzos. Su rostro estaba curtido, y aunque llevaba unos anteojos ahumados, cosa pretenciosa ya que era noche cerrada, se percibían sus ojos inquietos tras la casi negrura.


Nagla había demostrado ser una mujer fuerte en las pocas horas que Helder la había visto haciéndose cargo de su establecimiento, e intentó mantener esa fachada ante esos hombres. Su esfuerzo era digno, pero se podía palpar su miedo.

- Ahrman… aprecio mucho la protección de vuestro señor… sabéis que no habría podido prosperar como lo he hecho sin su ayuda… pero no puedo pagaros más. Os pido que os marchéis, cuando comience noviembre volveré a pagaros el tributo gustosa, como así acordamos.


- Es difícil, mi preciosa anfitriona. Lo que tú pides cuesta dinero.

- Yo no pido nada. Es tu jefe quién lo pide.- el tono de amabilidad de la primera frase se fue disipando poco a poco con esa fría sentencia.- Me supe valer por mi cuenta sin él. Y sabría volver a hacerlo.

- Eres una mujer, intrépida, sin duda. Pero éste no es tu lugar. Has de conocer familia y engendrar hijos. Déjanos el negocio a verdaderos profesionales. Te pagaremos bien, será una buen ayuda para que a tu marido le cueste menos mantenerte.


- Éste era el negocio de mi padre. Él luchó contra viento y marea para sacarlo de la nada, para ganarse un

nombre y mantenerlo. Demonios, lo mismo que he hecho yo desde su muerte. ¿Quiénes… quién se cree que es vuestro patrón para arrebatármelo por unas míseras rupias? Su ambición me pone enferma.

Uno de los otros dos hombres agarró a Nagla y con pasmosa facilidad la levantó por encima de la barra para lanzarla al suelo, justo al lado de dónde ellos estaban sentados. Era menudo y simiesco, con brazos y piernas desproporcionádamente grandes.


Benjhen se lanzó sobre ellos, pero Ahrman le estaba esperando, desenvainó su cimitarra y golpeó en el muslo del joven, para luego esquivar su embestida con elegancia. El chorro de sangre que salió disparado desde la pierna se asemejó con un surtidor de agua roja y espesa.

- Una cicatriz, Nagla. Una cicatriz por cada día que nos hagas esperar. Tendrás tantas cicatrices al final que toda tu belleza quedará desperdiciada. Que ni siquiera marido podrás encontrar.


- Tendríais que dejarla irreconocible para que perdiera ápice de su belleza. La he conocido durante muchas etapas de su vida, la he visto crecer, y madurar, y desplegar sus pétalos como la flor perfecta que es ahora. ¿Qué tipo de caballero sería yo si permitiera que hicierais algo semejante?- las palabras que hubieran surgido veinte años atrás, surgieron de la misma manera en ese preciso instante, con las fuerzas y las energías intactas y su corazón palpitando juventud. Gustav Helder se acercó lentamente, con todo el tiempo del mundo hacia dónde estaban ellos.- Por favor, permitan a la señorita incorporarse. Ya han demostrado que ustedes sí que no son caballeros, salven el poquísimo honor que les queda, háganse ese favor, y luego márchense.


- ¿Y tú, viejo cansado eres quién nos lo va a impedir?- jugueteaba con su cimitarra a modo de amenaza.

Gustav sacó un cigarro puro lentamente. Los tres hombres hicieron aspamientos, pero él hizo ademán de calmarles.

- Vamos, vamos, es sólo un cigarro, una de las causas por las cuales estoy, efectivamente cansado; mi anciandad viene precedida por otros irremediables motivos. Pero aún tan fatigado y dolorido por los estragos de la edad como estoy, puedo despacharos a los tres sin despeinarme el poco pelo que me queda.- mientras seguía andando hacia ellos, puso el puro en su boca, y sacó un paquete de cerillas, chasquiendo el fósforo y encendiendo una de ellas.- Aún podemos solucionar esto hablando.- deslizó la mano por la barra y alcanzó una botella.- Es cierto que es el zebib lo más famoso de este establecimiento, pero mi favorita siempre fue la absenta. ¿Son lo suficientemente hombres para beberla conmigo, y discutir el problema de manera civilizada?


- Esto no te incumbe, te aconsejo que te marches de una vez. Tu destino será peor que el de la chica.- dijo el de más a la derecha de los tres matones, mostrando también algo de iniciativa. Avanzaron hacia él dejando a Nagla tumbada en el suelo detrás.


- Eso me temo, porque bajé con la intención de que mi destino fuese ingerir el contenido de esta botella y no desperdiciarlo… ¡así!.- dejó caer la cerilla que todavía no se había consumido en el interior de la botella que estaba más o menos a la mitad de su capacidad para después lanzarla contra los tres hombres, fue una suerte que se hubieran alejado de Nagla, no sólo porque su plan podía ponerla en peligro también, sino porque dudaba de poder llegar tan lejos en su lanzamiento. La botella impactó en el hombre de la cimitarra, y al romperse un pequeño infierno se desató en una deflagración que les pilló absolutamente desprevenidos. Helder sabía que la absenta que allí se destilaba era una de las de mayor graduación que existían, una bomba ígnea si se agitaba y combinaba con fuego.


Uno de los dos hombres que flanqueaban al líder fue el peor parado, la llama saltó de manera aleatoria y desgraciada contra su rostro, cegándole y arrebatándole años de vida y juventud. Helder aprovechó la confusión y el dolor de los otros dos para correr y cargar contra ellos con toda la fiereza que pudo aglutinar. Una ventaja de su actual estado era que había aumentado mucho de peso, por lo que el placaje que realizó fue pesado y doloroso para ambos, cuando tanto él como su rival cayeron al suelo no tardó en arrepentirse de lo impetuoso de su acción, obviamente no estaba para esos trotes.


El otro hombre, aunque aturdido sacó un revólver, Helder se dio cuenta y estrelló un codazo contra su mandíbula. El arma voló sin rumbo para estrellarse en el suelo, cerca de dónde el fuego rebelde de la absenta pretendía ser libre y empezaba a consumir el suelo de madera.

Nagla se dio cuenta y saltó detrás de la barra, buscando un cubo o un barreño para llernarlos de agua, si no acababa rápidamente con el conato de incendio, sería demasiado tarde, sobre todo si llegaba hasta donde se encontraban todas las botellas.


Helder hundió su puño con toda el poder que aún atesoraba en el brazo derecho, en demostraciones espontáneas de fuerza bruta todavía se parecía al joven implacable que fue; en el rostro del hombre de la cimitarra. Sus gafas se quebrantaron, clavándole cristales por toda la cara, y también entre sus propios nudillos. No tenía tiempo que perder, se levantó a duras penas para buscar la pistola entre el círculo de llamas que se iba avivando, pero el hombre que la dejó caer tras el golpe le estaba esperando y se abalanzó sobre él. Todo lo que todavía conservaba de fuerza física, lo había perdido de resistencia y agilidad, por lo que no pudo hacer nada por evitar el envite frontal de su adversario que le estampó la cabeza contra uno de los taburetes, que se hizo pedazos. Gustav intentó entonces hacerse con una de las patas para usarla como arma contundente, pero aunque la idea se dibujó diáfana y precisa en su mente, sus brazos no fueron tan rápidos en ejecutarla, y no le dio tiempo a hacerlo antes de que fuera su rival quién lo hiciera y lanzara un golpe con el alargado leño contra la sien del explorador que notó la sangre caliente brotando en una hilera imparable sobre todo su mentón.


Atontado, se percató en un triste momento de que su plan, era el plan de otro hombre, de un joven competente y capaz, preparado para ese tipo de contingencias. No el de el viejo fracasado que era. Ahora el fuego se propagaba, él estaba absorto y vencido, y en su derrota había condenado a la pobre Nagla. No sólo no la había salvado sino que posiblemente iba a destruír aquello por lo que ella llevaba años luchando.


Soltó el madero, pero recogió la cimitarra de su líder que se encontraba justo al lado al no estar muy seguro de dónde había caído su arma original, y se la acercó a Helder.

- Esto no es lo que buscaba, pero es lo que ha conseguido con su intromisión. Reducir este lugar a cenizas. Mi patrón se las arreglará para reconstruírlo.

- De eso nada, rufián.- Nagla recogió el revólver del suelo, al mismo tiempo que lanzaba un cubo de agua contra el fuego, mitigando parcialmente su azote, pero sin extinguirlo del todo.


- ¿De verdad que no, preciosa?- acercó la cimitarra al cuello de Helder, llegando a clavar ligerísimamente la punta. Ni siquiera lo notó, atenazado por el dolor del golpe del lacayo.-Si haces un movimiento en falso, le atravieso el gaznate a tu héroe y salvador.

- No me importa lo más mínimo lo que hagas con ese desconocido, es un temerario que a punto ha estado de destruír mi taberna. Tanto me da lo que hagas con él, pero aún así te aconsejo que te levantes y te lleves

a tus dos payasos contigo.


- En la primera bravuconada que soltó, él si dijo conocerte. Además, tu boca dice una cosa, amiga mía, pero tus ojos dicen todo lo contrario.

Aún a pesar del río de sangre que teñía de rojo su horizonte, Helder acertó a ver la mirada de Nagla, dubitativa. Supo que no estaba dispuesta a sacrificarle, y supo que esa debilidad les condenaría a ambos.


El estallido vino de detrás y dibujó muerte y sorpresa en la cara del hombre, que absorto, dejó caer la cimitarra.

En la puerta, el arma de Yashid escupía humo y venganza.


lunes, 4 de julio de 2011

Corazón de Bardo

He recorrido las tierras de ensueño,
donde refulgían los dorados reinos,
sobre picos en los que clamaban ecos
de la imaginación de un niño pequeño.

Entre los bosques de feérica quimera
surcando esos rutilantes senderos
en los que cada recuerdo me impregna
del perfume de una perenne primavera.

He disfrutado los azares de la odisea,
sin miedo por temer lo desconocido,
con la osadía del que ignoraba peligros,
y el constante anhelo por la peripecia.

No existía temor alguno en mi alma,

la aventura abanderaba huella por huella,

y de ideales colmado estaba el destino
en cada noche que mi mente viajaba.

He sentido las emociones de una vida,
con la tragedia de la pérdida estremecido,
riendo en el llanto a carcajadas,
encerrando a la angustia sin salida.

Perdida mi tierna razón en esta broma,
cuando vislumbraba el espejismo del amor
cruzar de puntillas ante la asombraba mirada
de aquel que no conocía su aterciopelado aroma.

Porque he viajado sin salir de mi morada,
caminando en un insomne sueño.

Porque he gozado tendido en mi cama,

descubriendo mundos de fantasía.

Porque he vivido de mis amados libros,
sintiendo lo que me era prohibido.

Atravesado por la incerteza de no haber vivido,

sé que la vida huía en cada página que he leído.

¿Acaso tan sólo con los placeres de la ficción,

se alcanza a nutrir de un bardo el corazón?




Y sin otro remedio,
imaginaré el perfume del anhelo cada noche
encerrando su aroma prohibido en cada sueño,
cada canción, cada libro, cada imagen, cada imaginación...

...en mi solitario corazón.

domingo, 3 de julio de 2011

La Senda del Bardo: La Rosa Verde: La esmeralda indómita (parte III)


Recordó la chiquilla de dieciocho años, pizpireta, grácil, una fuente de frescura. Curiosa, inquieta, la vio cada una de las veces que fue a Egipto en el pasado. La taberna de Khaled era un buen sitio para descansar, el viejo era un hombre que había sabido moverse muy bien entre los colonizadores europeos, con amigos poderosos, pragmático y decidido. Además allí se destilaba el mejor zebib de todo El Cairo, y eso era mucho decir considerando el enorme tamaño de la ciudad y la popularidad de la anisada bebida.


La conoció como una niña de ocho años, vio su cambio y su entrada en la pubertad, su incipiente y dulce belleza adolescente y el preludio de su madurez cuando alcanzó la mayoría de edad. Gustav Helder siempre tuvo sus devaneos con mujeres de toda índole, mujeriego es una palabra que a penas alcanzó a describirle en determinadas épocas de su vida, pero siempre siguió sus reglas, y nunca intentó nada con nadie menor de veinte años, y eso que hubo jeques que le ofrecieron probar su harén de virgenes quinceañeras, reyes de tribus que le ofrerecieron sus preciosas hijas princesas para su uso y disfrute personal, pero siempre se mantuvo fiel a sus principios. Siempre… menos esa vez. Esa única vez. Fue la última vez que Helder estuvo en Egipto. La última vez hasta ese momento que persiguió el sueño de su Rosa Verde.


Recordaba cómo regresó a la taberna del viejo Khaled, exhausto y deprimido, todas sus averiguaciones habían sido en falso, por enésima vez la rosa estaba lejos de su alcance. Sus sueños se disipaban, su esperanza era lejana, tanto como lejana era la esmeralda que ya empezaba a dejar de tener sentido seguir buscando.


La chiquilla se coló por su ventana. Lo había hecho otras veces en los años anteriores, Helder le contaba las historias de sus aventuras. Siempre la vio como una niña, una dulce e inocente niña, inofensiva. Todo cambió esa noche.


La vio, derrotado y borracho, introducirse entre los escombros de su mundo, grácilmente, trepando y esquivando cada puntiagudo resquicio de los añicos que había a su alrededor.


- ¿Señor Helder?

La brisa de su voz dispersó esos añicos, dejando limpio todo lo que le rodeaba. La miró. Ya no era una niña. Había florecido de manera intensa y repentina y él ni se había dado cuenta. Gustav Helder no era un estúpido, y supo perfectamente lo que sintió, e incluso lo que iba a suceder esa noche. Supo que en el estado en el que se encontraba le iba a resultar iposible rechazarla, porque olía con el suave aroma que uniría los pedazos rotos de sus sueños y podría hacer que todo volviera a merecer la pena, aunque sólo fuera, indiscutiblemente, por una noche. Tuvo la absoluta certeza de que estaba a punto de quebrantar una de sus más sagradas reglas.


- ¿Qué quieres pequeña? No es la mejor de las noches para que hablemos. Cualquier historia que te cuente hoy será triste, bañada en fracaso y decepción.

- No me haga esto, señor Helder.- las palabras se balanceaban con sinuoso contoneo, buscaban el resorte que hiciera que el hombre cayera presa de su necesidad de escapar de su desoladora realidad.- Llevaba dos años esperando a que volviera. Cada día. Cada noche. Pensando en usted. Ya no soy su “pequeña”. Ya no soy una niña. Míreme. Ya no lo soy. No quiero que me cuente un cuento esta noche. Ya no es eso lo que quiero.


- ¿Y qué es lo que quieres que haga?- preguntó, aunque sus ojos que iban directos hacia él casi atravesándole, y sus manos que caminaban por el colchón hasta que ya habían llegado a su cuerpo y estaban posándose sobre él con la tranquilidad y la certeza de que todo era natural y perfecto; ya le respondían sin necesidad de palabra alguna.


El hombre cerró los ojos sabiendo que los labios se encontrarían y que no tenía fuerzas para evitarlo. Así fue, y aún esperándolo y sabiendo que ocurriría en cualquier momento, quién sabe cómo, le cogió por sorpresa. Porque en ese beso reunió todo lo que necesitaba y mucho más, arrebatador, preciso, tierno. Se juntó a ella y la abrazó, y el mundo se recompuso por arte de magia, en el instante más feliz que había vivido en tantísimo tiempo, quizás no tanto y fue su derrota y malestar que magnificó el momento sólo por lo auténtico, instantáneo y sencillo que realmente era. Pero mientras su mundo iba recuperando su forma, vio la Rosa Verde deshojarse, perdiendo láminas de esperanza, pétalos que nunca tocaría, y en ese momento, mientras la niña que se convertía en mujer a golpe de ternura a sus ojos le abrazaba, no le importó en absoluto.


Despertó solo en la cama, era octubre y el clima era agradable. Se sorprendió, nunca esperó amanecer solo. Solía ser al revés, cuando para desfogarse y curar las tristes heridas del fracaso, se dejaba llevar con cualquier mujer, era él quién las abandonaba en mitad de la noche. No fue en ese momento. La niña le había abandonado, la muchacha que había revindicado su condición de mujer, que le había buscado en mitad de la noche; había obtenido lo que quería y se había marchado.


Por un instante loco, pensó en seguir dejándose llevar, buscarla. Efectivamente, ya no era una niña. Era mayor de edad, interesante a su modo, arcilla que moldear en sus manos. podría enseñarle tantas cosas. Podría sentar la cabeza, olvidar la rosa y todo ese mundo loco que le atrapaba año tras año… a su lado. Pero no lo hizo. No totalmente. Poco después su vida de aventurero acabaría, casi destruyéndole en el proceso. Pero nunca sentaría la cabeza. Y menos con ella.


- Sé que te marcharás. Sé que quizás no vuelvas nunca.- su voz volvió a cogerle desprevenido. Estaba sentada en el alféizar de la ventana. Tapaba su desnudez con una fina sábana que revoloteaba junto a su pelo a causa de la brisa de otoño. Ya no le hablaba de usted.

- Pensaba que te habías ido.- dijo él sin poder apartar su mirada de ella. Era hipnótica, tan joven… un regalo en un susurro. Sólo tenía que esforzarse un poco y escuchar la súplica. Pero Helder sabía perfectamente que no lo haría.- Es lo que querría.- continuó ella meciendo tristeza a cada palabra.- Querría haberme marchado. Junté todas mis fuerzas en mitad de la noche. Lo intenté. Pero no lo he conseguido. Y serás tú quién te marches.

- Sí. Así es. Esta misma tarde.


- Llévame contigo.- se acercó a él, el sentimiento era tan real, tan certero, que quiso cogerlo y hacerlo suyo, rendirse a esta nueva oportunidad, que el azar, juguetón, le ofrecía, como una manzana envenenada.

- Sólo eres una niña, mi preciosa Nagla. Allá dónde voy, tú no tienes cabida. Lo que ha sucedido… lo que sucedió anoche, es algo que nunca debió suceder. Y lo sabes.- le dolió en el alma esa mentira, porque en el fondo, dónde realmente importaba, no se arrepentía de nada.


- No te atrevas a decirme eso… no lo hagas… ¿por qué lo haces?- su rostro era severo, pero una lágrima se atrevió de manera lenta y sinuosa a descender desde su ojo izquierdo, en lento zigzag por su pómulo.

- Lo hago porque es lo que tengo que hacer. Porque tienes una vida que vivir aquí, y porque te consumirás a mi lado desperdiciando tu juventud, y habrá un momento en el que estarás tan arrepentida de tu decisión que habrías preferido morir a tomarla.- eso lo dijo totalmente en serio, de eso sí que estaba seguro.


- Pero tú no puedes tomar esa decisión por mí. Es mi decisión, no la tuya.

- Puedo y lo haré. Tú no estás capacitada. Yo sí. Es irrevocable. Así es y así será.- sin mirarla, casi convencido de que nunca volvería a verla, cruzó la habitación, cogió su maleta, y se marchó.


Ella se quedó sola, más marchita de lo que él estaba cuando le encontró absorto y destrozado la noche anterior. Terminaría haciéndole aún más daño. De eso también estuvo seguro casi todo el tiempo. Sólo era una cría, no merecía a un payaso como él en su vida. Nunca le contó a nadie, ni siquiera a Yashid lo que sucedió aquella noche. Quedaría para siempre en su conciencia, como el error o acierto más agridulce, el caramelo amargo que permanecería con su sinsabor año tras año endulzando y amargándole según soplaba el viento.


La vieja taberna de Khaled estaba mucho menos vieja, resultaba casi paradójico, el paso del tiempo que había devastado la ciudad y el alma de Helder no había supuesto ningún problema sin embargo para ese lugar, todo lo contrario, era un lugar moderno y acogedor.


- Nagla ha hecho un buen trabajo, Gustav, te sorprenderá. Infinitamente mejor que el tugurio que regentaba su padre. Creo que hasta un viejo despojo como tú podrá descansar tranquilamente.- inmediatamente después de decir estas palabras, Yashid se sintió culpable, porque efectivamente, estaba en frente de un viejo despojo que apenas se podía mover. Le encantaba bromear y criticar a su amigo, pero en ese punto hasta a él mismo le pareció un comentario hiriente y ofensivo.


La respuesta de Helder, que era muy susceptible y más con los temas de su condición física y de su edad, no se hizo esperar:

- No necesito que me recuerdes la calaña en la que me he convertido. Lo compruebo cada vez que intento respirar, cada vez que veo mi reflejo.

- No pretendía ofenderte, de verdad Gustav…

- Ya es tarde para decir qué pretendías y qué no. Entremos.- no quiso ni pararse a pensar en Nagla y en todo el tiempo que había pasado.


De hecho, pensó que quizás por primera vez en mucho tiempo tendría suerte y que la mujer no estaría en ese momento, que aunque la posada fuera suya no tenía que estar las veinticuatro horas del día allí, que quizás tendría una vida lejos de ese lugar y no tendría que enfrentarse a su imagen tantos años después.


El destino, para variar, sería esquivo con él. Porque fue lo primero que vio. Detrás de la barra, una mujer hecha y derecha, evolución precisa y perfecta de aquella muchacha que ni siquiera quiso mirar a los ojos mientras abandonaba.


Hizo un rápido cálculo, cuando se marchó aquella vez para jamás regresar, la chica había cumplido los dieciocho. Diez años después, estarba en la flor de la vida, la mejor edad para cualquier cosa, mezcla de los últimos retazos de la rebelde juventud, el ímpetu, la frescura, valentía y tiempo para acometer cualquier tipo de viscitud, el sazón de retazos de madurez. Se lamentó, ojalá pudiera él volver a tener treinta años. Ojalá tuviera la oportunidad de malgastarlos buscando una y otra vez un sueño imposible. Porque estaba seguro de que eso es lo que haría.


La actividad en la taberna era frenética. Recordaba este lugar, y siempre estaba lleno, pero ahora estaba totalmente abarrotado. Aunque los feligreses eran diferentes, parecía un lugar más respetable de lo que fue antaño. Casi le costaba respirar con el humo de las cachimbas, y la vista también se veía perjudicada, pero eso no fue impedimento para que ella también le viera. De repente, sin más. Quizás fue por el cansancio, quizás fue por la humareda, pero por un momento le pareció ver la mirada de esa casi niña, todavía buscándole, todavía intentando llegar desesperadamente hacia él y rescatarse mutuamente. Sólo fue un momento. Lo que vio después no inspiraba precisamente eso. No inspiraba nada.


Cuando ambos estaban en la barra, transcurrieron cinco minutos hasta que se dirigió a ellos.

- Yashid, no puedo decir que sea una alegría verte. Siempre que apareces, traes problemas.

- Oh, pero son el tipo de problemas que le encantaban a tu padre.- dijo guiñando un ojo. Era una mezcla entre patético y desagradable, él lo sabía y no le importaba en absoluto.

- Yo no soy mi padre, pequeña sabandija. Quiero que eso te quede claro. Por los viejos tiempos, por el aprecio que extrañamente te tenía, os daré una habitación. Espero que hagáis el trapicheo que queráis hacer lo más rápido posible y así os pierda de vista, a poder ser para siempre.


- ¿Alguien te ha dicho lo encantadora que estás cuando te enfadas?

- ¿Alguien te ha dicho que aún podrías tener menos dientes? Sigue por ese camino y lo comprobarás.- Helder estaba impresionado. La chica había desaparecido bajo una coraza impenetrable, fruto de luchar día tras día por mantener el orden en su establecimiento. A saber la cantidad de babosos, borrachos, mendigos y facinerosos con los que había tenido que tratar a lo largo de los años. Su padre siempre la protegía, pero había tenido que aprender a las malas lo que tenía que hacer para sobrevivir y prosperar en un sórdido ambiente como ése.


Pero lo que más le impresionó, es que ni siquiera le miró. Después de la mirada inicial, desvanecida toda esperanza nostálgica, ni siquiera le miraba. Mejor. No debía entretenerse con más fantasmas del pasado, y Nagla era uno bien grande. Le sorprendió descubrir que había una parte de ese viejo cansado que sí quería enfrentarse a ese fantasma hasta las posibles últimas consecuencias de ese enfrentamiento.


- Basta ya de juegos. Danos una habitación, Nagla.- dijo él al fin. No soportaba estar un minuto más entre la multitud, apenas podía respirar, sólo quería tumbarse, cerrar los ojos, quizás intentar dormir.

- Benjhen.- un chiquillo egipcio se acercó a ellos.- Llévales a la habitación siete. Espero que esté limpia y preparada, hasta los puercos merecen algo de dignidad.


- Gracias, eso es todo lo que queremos, revolcarnos en nuestra dignidad.- se sintió tentado de emprender un duelo dialéctico con ella, seguramente si no estuviera tan cansado no habría dudado un instante en hacerlo.


Estaba claro que pedir dos habitaciones con la cantidad de clientes era imposible, aceptaron la habitación individual de buena gana.

- Habría apostado diamantes contra cacahuetes a que la chica no te ha olvidado, y habría estado en lo cierto, Gustav. Esa manera de mirarte…


- ¿De qué estás hablando, Yashid?

- No sé lo qué pasó entre vosotros si es que llegó a pasar algo. Siempre he creído que sí. Pero lo que sí seguro es que esa niña estaba totalmente colgada de ti. No entiendo qué les dabas.

- No sabes de qué estás hablando, y si quizás lo sabes, prefiero que finjas que no lo sabes y no hablemos de ello. No es eso lo que me preocupa ahora, amigo mío. Siempre supe que Nagla estaba aquí. Podriá haber venido a buscarla un millón de veces. Pero no. Si he vuelto, no es por ella. Descansaré unas horas, bien sabes que lo necesito. Luego nos pondremos en marcha.

- De acuerdo, Gustav. Voy a darme una vuelta por el barrio. Haré unas averiguaciones. Pero ten una cosa clara. Esta vez sí. Esta vez la encontraremos.

- Eso espero, Yashid.- respondió sin creerse una palabra.