Desde tiempos inmemoriales,
cuando la historia no era más que un impreciso
esbozo narrado por los victoriosos, hemos existido los Bardos:
narradores, cronistas y poetas; artistas, juglares y trovadores;
tejedores de sueños que recogían mitos y leyendas,
de las canciones ancestrales, de los evanescentes sortilegios,
del arrullo del tempestuoso mar o del canto de las ninfas del bosque,
para transmitirlos durante generaciones entre aquellos
que nos quisieran escuchar, sumidos en un embrujado deleite.

Y es ahora, en esta Era donde la magia se diluye
junto con la esperanza de las gentes,
cuando nuestro pulso ha de redactar con renovada pasión
y nuestra voz resonar más allá de los sueños
.

Toma asiento y escucha con atención.

Siempre habrá un cuento que narrar.

jueves, 26 de noviembre de 2009

Poesía eres tú

Rima XXIV
del apasionado relator de versos y fábulas, Eterno Trovador de la Soledad y el Amor, Gustavo Adolfo Bécquer


Dos rojas lenguas de fuego
que, a un mismo tronco enlazadas,
se aproximan, y al besarse
forman una sola llama;
dos notas que del laúd
a un tiempo la mano arranca,
y en el espacio se encuentran
y armoniosas se abrazan;
dos olas que vienen juntas
a morir sobre una playa
y que al romper se coronan
con un penacho de plata;
dos jirones de vapor
que del lago se levantan
y al juntarse allá en el cielo
forman una nube blanca;
dos ideas que al par brotan,
dos besos que a un tiempo estallan,
dos ecos que se confunden,
eso son nuestras dos almas.


Ninguna novedad aportaré en mi alocución hacia uno de los grandes creadores líricos de la literatura patria, puesto que es bien conocida y, del mismo modo idolatrada por muchos que coinciden en complacencia conmigo, la deleitosa obra de este narrador de leyendas y rapsoda de poemas. Lo conocí cuando ni siquiera se esbozaba un atisbo de madurez en mí, mientras paseaba por unas figuradas calles de pendientes pronunciadas e irregular pavimento, con las balconadas repletas de flores y las porterías atestadas de lozanas mozas sevillanas, a las que ni me atrevía a mirar por mi endémica timidez, por lo que tenía que sumergirme irremediablemente en estos versos para poder imaginarlas. Unos versos que enriquecieron mi existencia desde el principio, en cuanto pude sentir esas arrebatadoras y apasionadas poesías como mías.


Despertó en mí un sentimiento que nunca antes había experimentado, que ni siquiera había imaginado que sentiría y que con el tiempo se fue apagando cuando comprobaba que nunca lo viviría. Pero él siempre estuvo ahí, en el devenir de los años, mucho antes de que yo tomara conciencia, para ejemplizar y describir emociones que sólo el corazón podría llegar a discernir. Y sin necesidad de artificios ni artimañas, tan sólo con la simpleza y la ingenuidad que se tiene cuando se comienza a amar, todas las rimas se abrieron camino hasta mí, permitiéndome hacerme una errática idea de aquello que, alguna vez, lograría percibir. No obstante, cuando la embriagadez poética me sumía en el aturdimiento, podía recurrir a sus fantásticas y misteriosas leyendas, que evocaban desiguales impresiones, balanceándose entre la insana incertidumbre, el irracional terror, el creciente interés o la desgarradora pasión.

Su vida estuvo totalmente precipitada entorno a la literatura, con lo que ello podría implicar, tanto por desgracias como por virtudes, aunque en el caso de este romántico empedernido, estandarte de tantos otros, anteriores y posteriores, fue por ventura de sus lectores más que de sí mismo en algunas ocasiones. La introspección que fundamentaba sus escritos es más que evidente, en la que se puede vislumbrar un gran tormento cimentado en su melancólica soledad, un inquietante miedo hacia lo inefable y lo desconocido y, por encima de todo lo demás, una desenfrenada forma de entregarse a la emoción de amar. Tan entusiasta y vehemente se mostraba, que sólo podía concebirse que este amor que anhelaba fuera una utopía inalcanzable. Y así fue como Julia, su numen idealizado, la musa de las pupilas azules, jamás correspondió a las hermosas palabras que surgieron de su corazón. Por aquel entonces no era un artista ungido con el inicuo reconocimiento que posteriormente obtuvo de manera abrumadora y absoluta, consagrándolo como uno de los mayores poetas de toda la historia: esto fue lo que le hizo insignificante ante ella. Más trágico fue, no obstante, que no encontrara ese amor durante su vida, en lugar de la gloria que le precedió cuando hubo abandonado este mundo, pues él lo único que deseaba era ser feliz y sólo lo lograba mientras amaba.


Por esta razón y en este momento, pienso que he cometido una traición hacia uno de los autores de mi despertar romántico, pues he hurtado sus versos para entregárselos a otra persona, que no se llama Julia y que, por azares, por destino o por encadenadas causas, sí que comparte conmigo ese sentimiento que ahora siento que escribió para mí, escribió para nosotros, con tanta maestría que lo enaltece por completo, hasta una desbordante medida en la que cada una de sus letras tiene sentido por sí misma: amor.

Pero es una justificada deslealtad, amigo Gustavo, que estoy seguro que entenderás, allá dónde estés, porque tu obra ahora sirve para que yo honre tu memoria y dedique tus versos a alguien que sí los sabrá valorar como merecen.

martes, 24 de noviembre de 2009

No lo busques y lo encontrarás

Cuenta la leyenda o la leyenda siempre quiso contar que una humilde y tímida doncella, la más hermosa del lugar, todavía no había conocido lo que era amar. De suave piel morena y brillantes cabellos oscuros, en su mirada existía un profundo resplandor, adornada con unas eternas pupilas cobrizas que sólo transmitían amor. Su pizpireta nariz y su expresiva boca se enorgullecían cuando una sonrisa feliz se dibujaba en cada momento del día. Una sonrisa que refulgía, como una luna en un verdadero campo de estrellas que era su propio cuerpo, de maravillosas medidas, todas equilibradas entre sí, para que inspiraran desde el más puro cariño hasta ardorosos e irrefrenables deseos.

Vivía en una apacible casa, en una apacible colina, de una apacible espesura y junto a un apacible bosque. Un pequeño y serpenteante arroyo transcurría también apaciblemente en este pastoril paisaje, donde no había vileza, infamia o pillaje. La casa era una pequeña pero acogedora morada, en la que habitaba con su madre y sus dos hermanos pequeños, con los que tenía una fantástica relación, ya fuera complicidad, entretenimiento o participación. Pues tenían que dedicarse a las distintas tareas del hogar, siendo concretamente ella la encargada de la limpieza de la lar, también del cuidado de los animales y la recolección de frutas asilvestradas, con las que cocinaba deliciosos pasteles de delicias variadas, en las ocasiones más especiales. Y, casi siempre, la situación solía ser especial, pues había una enorme felicidad.

Pero hacía un tiempo que esta bella muchacha añoraba un sentimiento, del que nunca se había sentido preparada, ni había dado su consentimiento. Esto la hacía sentir profundamente desventurada. Había leído mucho y soñado, todavía más, pero por mucho que en su imaginación lo vislumbrara, ni siquiera en las estrellas hallaba a quién quería querer, con la preciosidad y la pureza que albergaba su ser. Los años fueron pasando, dejando atrás la niñez, para convertirse en una linda joven y, finalmente, en una atractiva mujer.

Fue una tarde otoñal, en la que había dejado que su mirada se perdiera en el ocaso del horizonte final, cuando se dirigió a su madre en busca de sus palabras, pues en su interior sentía un desasosiego que la desconcertaba:

Madre, tú siempre has estado a mi lado. Has sido una buena madre, la mejor que podría haber deseado. Pero siento que estoy vacía, ¿quién diría que esto me sucedería?

La madre escuchó atentamente el desdichado lamento de su hija, pero adquirió un semblante reflexivo, para responder con un tono tremendanete comprensivo:

Hija mía, tú eres mi orgullo día a día. Has sido una buena hija también, pero ahora te has convertido en una mujer. Lo que necesitas es alguien que te ame como tú mereces ser amada.

La doncella, que realmente era una mujer, de eterna ternura y escondido placer, comprendió las palabras de su madre y supo lo que tenía que hacer. Pues, hasta ese momento, nunca había salido de su casa ni se había alejado mucho de su colina, pero ahora era el momento de actuar con decisión: viajaría a la ciudad y encontraría a su amor. Sin buscarlo ni ser buscada, simplemente quería ser espontáneamente amada.

Así pues, comenzó a visitar la villa más cercana, sustituyendo a su madre en la tarea de viajar a la ciudad, a hacer las compras necesarias para vivir con relativa comodidad. Y no tuvo que aguardar mucho para que el primer hombre se le acercara, a pesar de que, en ese momento, sentía que no estaba del todo preparada. Fue un caballero, de lustrosa melena y fornido porte, el que se aproximó a ella, hipnotizado por su irresistible belleza. Ni tan siquiera su pesada coraza pudo eludir el encanto de su prodigiosa hermosura y trató de hablarle en la mejor tesitura:

Mi señora, os he divisado entre el gentío y jamás había visto a una mujer tan hermosa, ni en el celestial estío. Mis ojos no podrían mirar a otro lugar y mi corazón ha sentido una irrefrenable necesidad de amar. ¿Queréis acompañarme a cabalgar?

Un ardiente rubor se encendió en las mejillas de la doncella, al escuchar las francas palabras pronunciadas por este gallardo señor y aceptó, sin levantar mucho la cabeza, pero sintiendo su habitual apocada delicadeza. De este modo, el caballero la tomó por el brazo y la condujo hasta su corcel, al que le auxilió para que subiera, abrazándola con los brazos con energía y provocando que sintiera su enorme fuerza mientras subía. Y marcharon al galope a distintos lugares fascinantes, y todos le parecieron emocionantes, por las enardecidas palabras del joven que la agasajaba, haciéndole sentir protegida y cuidada. Se percibía que tenía una enorme fuerza y una inextinguible vitalidad. Su rostro era curtido y noble, pero hermoso y atractivo. Finalmente, la acompañó hasta su casa, galante en todo momento, pero ella se despidió de éste, como si no fuera a haber otro encuentro.

Podría haberlo amado, pero no era lo que ella había soñado...


No mucho tiempo después, de vuelta en la ciudad, mientras realizaba unas compras, sintió como alguien se inclinaba a sus pies. Se sintió muy sorprendida, pues no esperaba una inclinación de esa medida, y cuando bajó su mirada, se encontró con la de un hombre, de sublime finura y elegante presencia, que parecía examinarla como si hubiese encontrado de la belleza la quintaesencia. Tenía los cabellos cuidados y bien peinados, adornados con un distinguido sombrero de ala ancha que se había quitado para realizar la reverencia. Tenía un rostro apolíneo, de mentón firme, nariz perfilada y apuesta mirada. Y su voz cristalina y educada la acarició hasta dejarla prendada:

Me habéis hipnotizado. Sois lo más hermoso que en mil vidas podría haber contemplado. No os conozco, pero no importa, pues en vuestra mirada encuentro razón y ésta es que sólo tengo un corazón y ahora lo he perdido para entregároslo a vos. Necesito conoceros más. ¿Queréis acompañarme a pasear?

Entonces volvió a sentir ese sonrojo que, poco tiempo atrás, la había invadido al escuchar al caballero, pero esta vez las palabras carecían de tanta naturalidad, pero sobresalían igualmente en sinceridad. No rechazó la invitación de este insigne y gentil patricio y tomó su mano, que ofrecía, para que la llevara a los lugares que el dispondría. Cuando sus manos se entrelazaron, percibió que la trataba con una sobresaliente ternura, acariciándola intermitente con su otra mano mientras sus ojos no dejaban de escudriñarla maravillado. Y caminaron por la ciudad, deteniéndose en cada lugar, en los que la ilustraba con información que ella desconocía, cargada de datos interesantes y apasionantes, demostrando que su conocimiento era extraordinario y no había nada que le pudiera sorprender. Su conversación era interesante, era difícil resistirse a escucharle. Parecía muy adinerado, además de elegante y agraciado. Un buen partido, pensó ella, si lo hubiera visto su adorada madre. Finalmente, la acompañó hasta su casa, galante en todo momento, pero ella se despidió de éste, como si no fuera a haber otro encuentro.

Podría haberlo querido, pero no era lo que ella había sentido...


En otra ocasión, cuando estaba regresando a su hogar, en mitad del camino principal, escuchó una melodía que parecía saludar al mediodía y que de uno de los recodos de la vía provenía. La virtuosa mujer, todavía con timidez, se acercó con cuidado hacia lo que creía escuchar y, junto al riachuelo, que también corría cerca de su lar, encontró a un gracil joven que interpretaba con habilidad magistral una flauta dulce. En cuanto la vio, este juglar dejó de tocar, pues no pudo hacer más que observarla extasiado por la encantadora visión que sólo podría haber gestado en su imaginación. Caminó hacia ella con mucha determinación, como si algo tirara de él con devoción y aunque ella, asustada al principio, retrocedió, decididó detenerse para escuchar su canción:

Interminables caminos he recorrido, sin conocer entonces cual era mi destino. Interminables mujeres me he encontrado, sin todavía antes haberme enamorado. Mi destino y mi amor, en ti, siento que he hallado. Mi música y mi poesía, son mis únicos aliados, que ahora te entrego a ti si me permites para siempre estar a tu lado. Siento que te lo necesito mostrar. ¿Quieres escucharme cantar?

La más brillante y perlada de las sonrisas alumbró el rostro de la muchacha, que se vio invadida por una sensación de desbordante anhelo cuando lo hubo escuchado, pues nunca antes nadie le había cantado y muchos menos, palabras cargadas de tanta espontaneidad, a pesar de la teatralidad. Fue entonces que decidió asentir a la petición de este bardo, y decidió quedarse un día a su lado, para compartir todas sus artes y sentir todas las palabras que le tuviera que decir. La invitó a que se tumbara en el prado, cerca de él, rodeándola afablemente con su brazo por la cintura, mientras ella apoyaba su cabeza en su firme hombro y le escuchaba interpretar, cantar y recitar. Le dedicó todos los poemas que conocía, inventó para ella aquellas canciones que nadie sabía y, soltándola por unos instantes, improvisó canciones con su flauta que eran melódica armonía. Poseía una mirada azulada que encandilaba y una brillante sonrisa que embelesaba. No hubiera sido una decisión equivocada recorrer los caminos con él, disfrutando de su lírica con placer. Finalmente, la acompañó hasta su casa, galante en todo momento, pero ella se despidió de éste, como si no fuera a haber otro encuentro.

Podría haberlo estimado, pero no era lo que ella había deseado...

El tiempo continuó inexorable pasando, y la esperanza de esta soñadora doncella también implacable estaba menguando, llegando a pensar que en su corazón no existía la capacidad de amar como sentía que su corazón hacerlo debía. Prosiguió visitando la ciudad y encontró otros pretendientes, pero tan desalentada se encontraba que a ninguno le concecía ni una mirada. No se sumió en la desesperación, porque en casa todavía tenía su cómplice madre y a sus queridos hermanos, con los que encontraba evasión. No obstante, perdió toda ilusión y se dispuso, simplemente, a vivir la vida como llegara, sin ninguna pretensión.


Pero fue en este momento, cuando no lo hubo buscado ni deseado, cuando pensaba que no lo encontraría ni lo necesitaría, que llegó, sin avisar, sin reverenciar, sin cantar, tan sólo pasó, en una cálida tarde, en la que acababa de disfrutar de diversos juegos con sus hermanos y se disponía a reposar cerca de la ribera del río. Se sentó en el linde, con la mirada perdida en las cristalinas aguas, cuando sintió la presencia de otra persona suspirar, pero al otro lado del caudal. Era un joven, de mirada taciturna y aspecto desanimado, de desgreñada cabellera y sencillo porte. No había nada de especial que otra persona pudiera vislumbrar, pero ella sintió una extraña sensación que jamás había llegado a experimentar y se empezó a preguntar: ¿era posible que lo pudiera amar? Sólo podía pensar en que tenían que hablar. Necesitaba conocer a este chico y considerar si le podría querer alguna vez. Sentía un impulso irracional de lanzarse al río, y cruzarlo a nado hasta hallarse junto a él. Pero fue en ese momento cuando el muchacho se alzó y empezó a caminar, siguiendo el curso del río, hacia un indeterminado lugar. Ella le llamó, incluso con potencia gritó, algo que nunca antes había hecho con tanta profusión.

Él persistió en su vagar, siempre siguiendo el borde del río y ella decidió, simplemente, hacer lo mismo, pero en el otro lado del devenir manantial. En algunas ocasiones, en las que parecía que giraba su melancólica mirada, la muchachaba aprovechaba y le llamaba, le inquiría con emoción desesperada. Pero él parecía absorto en su tragedia, como si sólo tuviera en mente seguir avanzando. Se desconoce el tiempo que estuvieron ambos andando a lo largo de este hermoso y diáfano sendero, en el que siempre estuvieron separados, a pesar de que ella sabía que algo les unía en esa distancia que en el desconcierto la sumía. Sin embargo, el horizonte comenzó a clarear, y una inmensidad se abrió ante ellos: se trataba del mar.

Ese era el destino de hombre y, ahora, también lo era el de esta mujer.

Cuando llegaron hasta la desembocadura del río, en la orilla del mar, se quedaron un interminable instante observando el infinito azul celestial, en el que las olas dibujaban níveas estelas cuando ascendían remansadas por las sutiles marejadas. Y algo fue lo que sintieron, que enlazados, quizá por el destino o la eventualidad, los dos se giraron al unísono y por fin se contemplaron. Ella se ruborizó como nunca antes lo había hecho cuando él la miró. Él desvaneció la tristeza de su mirada y la tornó en profunda emoción. Separados por las aguas estuvieron hablando durante horas, días y semanas. No necesitaron más que su mutua compañía y sus palabras compartidas. Ella sentía que había encontrado la fuerza que la protegiera y la cuidara, la comprensión que la entendiera y la consolora y la espontaneidad que la emocionara y la deseara.

Era lo que ella siempre había amado, sentido y deseado.

Y llegó el día en el que las mareas bajaron, a la luz de una plateada luna y ambos pudieron amarse sin distancia alguna.

domingo, 15 de noviembre de 2009

¡Yo soy la herida y el cuchillo!

A una madona
del blasfemante y herético poeta, Señor de la Lírica Maldita, Charles Pierre Baudelaire



Yo quiero erigir para ti, Madona, mi amante,
Un altar subterráneo en el fondo de mi angustia,
Y cavar en el rincón más negro de mi corazón,
Lejos del deseo mundanal y de la mirada burlona,
Un nicho de azur y de oro todo esmaltado,
Donde tú te erigirás, Estatua maravillosa.
Con mis Versos pulidos, enmallados por un puro metal
Sabiamente constelado de rimas de cristal,
Yo haré para tu cabeza una enorme Corona;
Y de mis Celos, oh Mortal Madona,
Yo sabré cortarte un Manto, de manera
Bárbara, tieso y pesado, y forrado de sospechas,
Que, como una garita, encerrará tus encantos;
No de Perlas bordado, ¡sino de todas mis Lágrimas!
Tu Ropa, será mi deseo, trémulo,
Ondulante, mi Deseo que sube y que desciende,
En las cimas meciéndose, en los valles reposando,
Y reviste con un beso todo tu cuerpo blanco y rosado.
Yo te haré de mi Respeto, hermosos Escarpines
De raso, para tus pies Divinos humillados,
Que, aprisionándolos en un muelle abrazo,
Cual un molde fiel conservarán la impronta.
Si yo no puedo, malgrado todo mi arte diligente,
Por Peana tallar una Pluma de plata,
Pondré la Serpiente que me muerde las entrañas
Bajo tus talones, a fin de que tú pises y te mofes,
Reina victoriosa y fecunda en redenciones,
Este monstruo hinchado de odio y de salivazos.
Tú verás mis Pensamientos, alineados como los Cirios
Ante el altar florido de la Reina de las Vírgenes,
Estrellando el cielorraso pintado de azul,
Mirándote siempre con ojos de fuego;
Y como todo en mí te quiere y te admira,
Todo se hará Benjuí, Incienso, Olíbano, Mirra,
Y sin cesar hacia ti, cumbre blanca y nevada,
En Vapores ascenderá mi Espíritu tempestuoso.
Finalmente, para completar tu papel de María,
Y para mezclar el amor con la barbarie,
¡Negra Voluptuosidad! de los siete Pecados capitales,
Verdugo lleno de remordimientos, yo haré siete Puñales
Bien afilados, y, como un juglar insensible,
Tomando lo más profundo de tu amor por blanco,
¡Yo los plantaré a todos en tu Corazón jadeante,
En tu Corazón sollozante, en tu Corazón sangrante!



Las palabras patinan en mi mente en la baladí pretensión de hablar, aunque sea someramente, de este inventor de oraciones malditas y progenitor de profanos versos. No pocos son los lustros que atormento mi existencia con las terribles dicciones de este condenado autor, probablemente mi predilecto entre los poetas, por esa naturaleza bohemia, excesiva, penosa, exaltada y apasionada. Incluso violenta, cruenta y abyecta, en ocasiones.

Cuando osé leer por primera vez su majestuosa y execredora obra, "Las Flores del Mal", donde figura también este truculento, siniestro y voluptuoso poema, sentí como si hubiese sido desvirgada mi alma por una punzante y cáustica sensación de zozobra, que me provocó, de inmediato he de decir, un interés creciente y talibán por cualquiera de sus composiciones.

El Maldito se manifestaba ante mí como una vieja y corroída trampilla en un oscuro y polvoriento pavimento, del que pendía una herrmubrada argolla, de la cual tiraba hasta que se abría ante mí una enloquecedora escalinata que desciende hacia el más insondable e infame de los infiernos humanos. El pandemónium dantesco de la decadencia y del simbolismo de Charles Baudelaire.


Su existencia fluctuó entre el descaro, el abuso, el libertinaje y la incomprensión, pues poseía un arrollador carácter y un desbordante temperamento que fronterizaba con una profunda locura y un delirio constante. Se consideraba pernicioso y maligno, pero no le importaba en absoluto, a pesar de que jamás es excusable ser malvado, pero hay cierto mérito en saber que uno lo es. Cohabitaba entre otros literatos, artistas y rameras de toda índole, a los cuales consideraba como iguales (para él, el Arte no es más que mera Prostitución) y en los que se imbuyó para inspirar sus propias obras. Una creación caracterizada por su oscuro y decrépito Romanticismo, que preludiaba un cambio de era en la literatura, hacia unos funestos y desconcertantes derroteros: el Simbolismo.


Entre enajenantes drogas, embriagadores alcoholes y prostibulares bacanales nos traspasó su atroz, atrayente y perturbadora creación literaria, perseguida y condenada por sus contemporáneos, pero que resultó estéril tratar de censurar pues sojuzgada a cualquier alma que se atreviera a contemplarla, a la dulce sentencia de sentirse hechizado por los ideales de un hombre que encontró el medio para bajar al Averno siempre que lo deseaba, para después regresar entre nosotros y narrarnos lo que había visto, sentido y padecido. No obstante, en uno de esos mefistofélicos peregrinajes no pudo regresar, aquejado de diversos y angustiosos males, que terminaron por encarcelarle en el perpetuo castigo que él mismo sabía que merecía: trascender en la Historia como el mayor Maldito que ha existido nunca.

Pero, como él mismo se preguntó, ¿qué le importa la condena eterna a quien ha encontrado por un segundo lo infinito del goce?


Y aún todavía hoy siento ese inefable afán de precipitarme por esa escalera hacia los recodos más angostos de la más perversa y detestable de las líricas... una lírica que por este carácter se erige como un fascinante embrujo de atracción, deseo y cautivación, que me resulta inverosímilmente repelible.


No podría ser de otra manera, pues en los versos que he rescatado efímeramente del mismísimo infierno, encuentro inspiración y absorción, pues yo mismo siento ese maléfico deseo por alguien, una madona, mi madona, a la que también miro con encendidos y abrasadores ojos de fuego...

Y es que mi vida se encuentra anegada por un interminable y fecundo eclipse, en el que deseo residir durante el resto de mi existencia, pues el amor puro es un sol cuya intensidad absorbe todas las demás tareas...

martes, 10 de noviembre de 2009

Un único remedio


Cuenta la leyenda o la leyenda siempre quiso contar que en un lugar de ensueño que cualquiera podría imaginar había un feudo cuya dicha y prosperidad no tenían rival. Era en un castillo de resplandeciente ebúrneo y perlados torreones que se alzaba en lo alto de una ladera, emplazado en sus paredes como si de la misma roca se erigiera, elevándose, a su vez, majestuoso e inexpugnable sobre un bucólico valle de espeso robledal y cristalinas lagunas, donde el sol y la luna sólo visitaban para admirar. En esta ciudadela de fantasía, una pareja de enamorados y honrados reyes regía, pues ese amor que se profesaban era tan puro y sincero que con cada decisión que tomaban, el pueblo se sentía siempre partícipe de su cariño verdadero.

Antes de conocerse, el rey tenía un carácter huraño y esquivo, siempre con una hosca expresión en su rostro y palabras que dañaban más que un dardo mortal cada vez que las pronunciaba. La reina, cuando todavía no lo era, poseía una naturaleza idealista pero alejada por completo de la realidad, puesto que sólo habitaba en lo que su mente podía imaginar, provocando que no tuviera relación alguna con el resto de personas que la rodeaba. Pero todo esto cambió cuando, en un fortuito encuentro, mientras ambos deambulaban sin rumbo por el linde de uno de los lagos del reino, se encontraron, se miraron, hablaron y, definitivamente, se enamoraron. Fue este el momento más hermoso de sus vidas, pues por fin conocían lo que tanto tiempo habían sentido como utopía, y sus comportamientos hacia la vida cambiaron por completo, siendo ambos alegres, accesibles y generosos, pues de amor todo estaba repleto.

El matrimonio no se hizo demorar y su gobierno fue el más venturoso que se pudiera soñar. Toda este auge se podía fundamentar en un principio esencial, y éste era que la pareja nunca estaba en soledad, siempre se tenían el uno al otro, en cada instante, en cada momento, pues es lo que deseaban y lo que el corazón les dictaba como sentimiento. Pero pasó el tiempo, inexorable y despiadado, pues ni siquiera las emociones más trascendentales pueden detenerlo del todo, aunque cuando se es tan feliz, se pueda percibir que incluso el devenir se paralizaba en un desliz y ello aprovecharse para amarse con infinito sentir.


No obstante, el mundo, incluso éste dotado de imaginación e ilusión, está cargado de envidia, celo, rencor y desazón, pues había otro reino, no muy cercano pero insuficientemente lejano, que pretendía conquista y destrucción, nunca sabremos porque incoherente razón, pues el ser humano maltrata, daña y aniquila, sin pensar las posibles consecuencias que a los demás ello supone, sólo en los beneficios que le puede reportar en la egolatría que antepone. Innumerables tropas comandadas por un tirano partieron hacia el maravilloso castillo de tono marfil donde anidaba el amor y la pasión, y ello exigía una presta respuesta de sus gobernantes. Fue el rey quién se pronunció, con leve preocupación que sólo su esposa conocía, pero firme determinación:

- Nunca jamás nadie había osado atacar nuestro reino, pero mientras esté en mi mano, no permitiré que en nuestras idílicas tierras penetre enemigo armado. Ni siquiera bosques o lagos podrán apreciar, pues les cortaré el paso donde el cielo y la tierra se pretenden abrazar. ¡Allá!


Con estas palabras, el honrado rey infundió de euforia a su entregado y dichoso pueblo, que estalló en un feroz aplauso de emoción, pero también supo desde ese instante que la reina, que lo escuchaba con devoción, sentía una inmensa angustia en lo más profundo de su interior. Ella sabía que tendría que aguardar en su castillo, sin nada que poder hacer, sólo una larga espera para que su amado regresara sin perecer. Él conocía que iba a estar separado por completo de su amor, y le desanimaba hasta el punto de la desesperación, pero no podía permitir que en esa guerra le quitaran su mayor privilegio, que era con su amada esposa vivir.

Así pues, una mañana, al alba, reunió a sus más fieles seguidores, entre ellos no sólo caballeros y guerreros, también ciudadanos y campesinos de toda índole, montó en su caballo de nevada crin y noble trotar, y con la intencionalidad de marchar hacia ese horizonte mortal, sin olvidar dirigirse a su esposa, el amor de su vida, a la que en los labios besó y después sentenció:

- Volveré a ti, amor mío, pues no permitiré que la muerte se cierna sobre mí. Una vida te prometí al encontrarnos, pero de la eternidad dispondremos para amarnos.

Estas palabras afligieron el corazón de la reina por la creciente preocupación, que no pudo evitar estallar en un llanto de emoción, abrazando a su esposo con fuerza para susurrarle al oído con toda intención:

- Te esperaré, mi querido señor, pues no era vida lo que tenía antes de conocerte aquel día. Sin ti no podría vivir, sin ti sólo me restaría morir.

Ambos se separaron, deleitándose con un último y efímero beso, se miraron a los ojos, intentando aparentar la máxima compostura ante todo el pueblo que los esperaba con relativa amargura por la expectativa de la batalla, pero el rey levantó su espada, el acero centelleó en los cielos y en un decisivo movimiento, enfiló su arma hacia ese horizonte y en galope se precipitó hacia adelante, con una columna de fieles y agradecidos súbditos a su espalda, en una última mirada a su esposa, para transmitirle toda la confianza de que junto a ella pronto volvería.

Fueron varias jornadas a través de la tupida floresta, bordeando los lagos y las montañas que enriquecían este bello paisaje, hasta que llegaron hasta los límites del reino, en esa encrucijada que marcaba el firmamento, en la que, no muy lejos, se vislumbraba una columna de negro humo que coronaba un campamento de fieros combatientes, curtidos y avezados, que asimismo aguardaban con ansiedad que se produjera la contienda, pues tanto ofensores como defensores eran de misma naturaleza y con anhelos similares, no había diferencias en sus corazones, tan sólo dispares motivaciones.

No mucho tuvieron que aguardar, pues en escasas horas, antes del anochecer, ambos frentes empezaron a cargar, enfrentados en una cruenta e injusta batalla para unos, y en una necesaria y expansiva refriega para los otros. El astro solar se tiñó de rojo, quién sabe si por encontrarse en un ocaso que desteñía o por ser partícipe de esta horrible matanza adquiriendo el color de la sangre de todos los que morían. Las espadas seguían alzadas, entrechocándose en destellos argénteos y resonando en metálica melodía, un himno que atentaba contra la vitalidad y el optimismo, una sinfonía que preludiaba fatalidad y derrotismo. El rey era protagonista de esta lid, pues era diestro con el acero y certero con el proyectil, y avanzaba cortando filas enemigas, descargando su brazo con firmeza por doquier, abriéndose paso en un sendero de ruina hacia aquel que había atentado contra su amor verdadero, henchido de ira e inquina.


Por fin se encontraron y sus espadas fueron las que hablaron. Este duelo singular eclipsó el resto de la lucha, pues todos se detuvieron para observar como se decidía su destino, sometido al arbitrio de los hados, que todos esperaban que intervinieran en favor de su amo. Con sendos golpes entre espadas se saludaron, dotados de furibundas miradas y rostros desencajados, sin dejar de intercambiar estocadas y fintas sobre sus monturas, hasta que finalmente, ambos acabaron sobre el barro en descoyuntura. Se elevaron casi al unísono, levantando sus armas hacia el cielo oscurecido mientras corrían en frenética carrera hacia un encuentro definitivo. Tiempo tuvo para pensar este rey en su violento galopar, pues en su mente prevalecía como un candil que no se extinguía la imagen de su amada que le fortalecía y, alentado por ese amor imperecedero, tomo su espada con pulso certero, para adelantarse a su rival y atravesar su corazón en una estocada final.


La batalla parecía terminada, pues los gloriosos vítores y cánticos de felicidad poblaban toda esta mortífera explanada, pero algo ocurrió, cuando el monarca ya sólo pensaba en regresar junto a su amada. Su halcón, que había dejado en su hogar, llegó hasta él, con un pequeño pergamino manuscrito anudado en su pata. Desanudó nervioso la vitela que lo cubría y se encontró con unas palabras que desaveniceron su alegría:

"Su majestad, se dirige a usted el sanador mayor del reino. Su esposa ha caído terriblemente enferma, en un profundo sopor, del que nada ni nadie puede hacerla despertar, pues hemos comprobado con horror que se trata de un atroz mal, que sólo tiene una forma de sanar: con una gota de sangre del dragón que vive junto al mar."

Tras terminar esta lectura y sin género de duda, el rey se abrió paso entre sus vencedores vasallos e inició un vertiginoso trotar hasta la montaña donde habitaba esta criatura, pues ahora sólo podía pensar en esa cura que salvara a su amada de la infinita tortura, que sería tanto para él como para ella, su muerte prematura. Se puede considerar que casi voló hasta llegar a la cueva, en un acantilado que daba al mar, donde vivía este temible y legendario ser, el dragón, astuto y atroz en la misma medida. Ni lo pensó cuando descabalgó, su espada desenvainó y marchó al encuentro del gigantesco reptil, que parecía esperarle presto en la puerta de la caverna, esbozando una maligna sonrisa y mostrando sus colmillos y garras:

- Así que piensas que puedes arrebatarme una gota de mi sangre, pequeño humano. No importa el motivo, aquí sólo encontrarás castigo. Tu esposa muere aquí, ¡contigo!


No hubo más que decir, pues estas palabras inflamaron el preocupado corazón del rey, que eludía con inmensa dificultad las embestidas de la bestia, pero se mantenía firme y entero, pues su cuerpo estaba alentado por algo más que su furia. Recibió un feo zarpazo en su hombro y un terrible mordisco en su pantorilla, pero cuando se hallaba entre las fauces del dragón a punto de ser devorado, levantó su espada en un movimiento desesperado y la hundió en su cabeza hasta que la vida del pérfida alimaña hubo agotado. Tomó un vial con su sangre, y lo anudó en la pata de su halcón, ya que sabía que llegaría mucho antes que él a su reino para salvar a su amor.

Retomó su galopar, esta vez de regreso a su hogar, pues no podía esperar, quería estar con su esposa y si se había curado comprobar. Pero divisó en los cielos, un par de jornadas después de que iniciara su retorno, como el halcón volvía a él, con otro pergamino enrollado en sus garras, que lo peor le hacía temer, pero que no esperó para leer:

"Su majestad, se dirige a usted el sanador mayor del reino. Su esposa continúa terriblemente enferma, en un profundo sopor, del que nada ni nadie puede hacerla despertar. La sangre de dragón no ha surtido efecto alguno, por mucho que hemos rogado. Pero tiene otra forma para sanar: la lágrima de una ninfa del lago crepuscular."

Fue en ese momento cuando su camino se volvió a desviar, para dirigirse rápido y sin esperar, a ese lago vesperal, que se encontraba a varias jornadas de distancia de donde se encontraba. Debía hacerlo de noche, cuando el manto de la penumbra cubriera todo ese lugar, pues era el único momento del día en el que podría a las ninfas contemplar. Y así fue como llegó, cuando la luna refulgía plateada y reflejada en las cristalinas aguas, como pudo observar a una ninfa en su ribera, peinando sus cabellos distraída, con una sencilla y mágica sonrisa dibujada en su preciosa faz. El monarca se acercó a ella, sin intención de atacar o asustar, suspiró desasosegado y se arrodilló entregado:

- Oh, hermosa ninfa, que habitas en este extraordinario lago crepuscular, necesito que escuches mi plegaria, bajo esta noche de luna luminaria.


La ninfa se giró atemorizaba y a punto estuvo de huir acobardada, pues era de naturaleza pacífica y asustadiza, y un poderoso hombre armado se hallaba frente a ella, y parecía en liza. Pero algo en su voz le infundió curiosidad y terminó por sentarse en una pequeña roca para escuchar, asintiendo con su cabeza, animando al regio caballero para que comenzara a hablar.

- De una lejana tierra vine a combatir, pues no tuve más remedio que hacerlo para sobrevivir. Pero mi vida no podría seguir, si mi amada esposa llegara a morir. Nuestro amor no conoce parangón y todo lo daría por ella para que volviera a latir su corazón. Ahora se halla al borde de la muerte, y yo busco con escasa suerte, un remedio que de su mortal sopor la despierte. Mi vida te entregaría si la desearas, tan sólo por una lágrima tuya que derramaras.

Sin embargo, no fue necesario que el rey le entregara nada, pues el corazón de la ninfa se había estremecido con esta historia y la pena la había embargado de tal manera, que lloraba como no lo hacía en eras y una lágrima de sus ojos le entregó para satisfacer su antojo. Después, se sumergió en su lago grácilmente, para limpiar su rostro y aliviar su semblante. Pero esto ya no lo observó el rey, que volvió a recurrir a su ave para que llevara el remedio nuevamente a los sanadores, mientras él reanudaba su vuelta, esta vez mucho más esperanzado.

Pero la esperanza es un árbol que se mece sometido a los designios del destino y cuando ya divisaba su camino, vio como volvía ese halcón, que se había convertido para él en un cuervo de mal augurio a pesar del inestimable trabajo que realizaba, con otra nota enrollada. El rey la tomó con inevitable nerviosismo y un profundo desánimo, y se dispuso a conocer la nueva con pesimismo:

"Su majestad, se dirige a usted el sanador mayor del reino. Su esposa continúa terriblemente enferma, en un profundo sopor, del que nada ni nadie puede hacerla despertar. La lágrima de una ninfa no ha surtido efecto alguno, por mucho que hemos rogado. Pero tiene otra forma para sanar: el corazón de la diosa del bosque, si lo podéis encontrar."

Sabía el rey que ese corazón era un legendario rubí, de inmensa belleza y mágicas facultades, que podría devolver la vida a cualquiera que sintiera que la abandonaba, pero nunca un humano antes lo había visto y sólo pertenecía al mito desde hacía centurias. Decidió no pensar en las inclemencias ni las imposibilidades, pues la vida de su esposa, y por lo tanto su propia vida, ya que la amaba por encima de ésta, estaba a punto de apagarse, no tenía tiempo para demorarse. En el último aliento de su montura, la encaminó hacia esa boscosa espesura y la dejó reposar en el linde, a la espera de que él regresara, si lo hacía, pues pocos se aventuraban en ese lugar de siniestra superchería.


Cual fue la sorpresa del monarca cuando, a pesar de esas ancestrales advertencias de los peligros que entrañaba el lugar, se encontró con un preciosa y radiante arboleda, poblada por toda clase de animales de esencia apacible y aspecto inocente y plantas de vivos colores y perfume embriagante. Pero no se quiso detener en estos deleites y las delicias que le rodeaban, y continuó avanzando con firmeza por un secreto sendero que conducía hacia un saliente en una pequeña elevación, donde surgía reluciente y majestuosa una fantástica catarata en la que se proyectaban haces de luz provocando que caleidoscópicas sensaciones poblaran la atmósfera del lugar. Ni tan siquiera esto logró que su mente olvidara por un instante lo que le ocurría a su amada y todo el amor que por ella sentía. Esta determinación le condujo hasta el interior de reborde, bajo la cascada, donde había una estancia en la que había sentada una desnuda mujer de perenne belleza, deseo inextinguible y voluptuosas formas, que se insinuaba con cada parpadeo de sus profundos y celestiales ojos de azur fúlgido. Sus sensuales y ardientes formas sólo estaban ornamentadas con una encadenada joya que caía suavementre entre sus senos, siendo ésta esa carmesí gema que tanto necesitaba.

El rey quedó hipnotizado durante un imperceptible pálpito por esta inmortal hermosura, pero recobró el sentido con presteza, pues lo que le apremiaba a mantener la lucidez era un sentimiento mayor que cualquier deseo y emoción. Avanzó con determinación hacia esta mujer y hablando con respeto realizó su petición:

- Hermosa señora que habitas en este bello lugar, he de hacerte una petición. He venido a buscar el rubí que adorna vuestro corazón, pues lo necesito para que mi amada esposa viva y podamos compartir por siempre nuestro amor.


La mujer esbozó una seductora y fascinante sonrisa, al tiempo que conducía una de sus manos lentamente hacia el rubí para acariciar su desnudez con él, haciendo que cualquier mortal que se preciara cayera de manera irremediable en este cautivador hechizo de promiscuidad y lujuria. De inmediato, miró al monarca con una incontenible lascivia, que se percibió en su armoniosa voz cuando le habló en respuesta:

- Honorable señor, que gobiernas en ese reino tan dichoso y próspero, aquí lo único impera es mi deseo. Y mi deseo ahora es que nuestros cuerpos unamos en desbordante pasión y puedas sentir conmigo ese mismo amor. Ven a mí, hazme el amor y el rubí será tuyo, como lo será mi corazón.

Pero una negativa se dibujó en el preocupado y enjuto rostro del rey, que terminó por inclinarse ante la libidinosa dama, para emitir una desesperada súplica:

- Sólo tengo un corazón que perder, hermosa señora. No podría entregaros el mío pues ya tiene dueña, como también lo tiene mi deseo. Os ruego que me cedáis ese rubí a cualquier otro precio excepto a ese, pues no puedo daros lo que ya he ofrecido a la mujer que amo y que siempre amaré.

La mujer abrió los ojos con escéptica incredulidad, como si acabaran de liberarla de un maleficio que la tenía esclavizada a este lugar y se arrancó del cuello la cadena con el rubí, en una violenta sacudida, para entregárselo al hombre que se había resistido a su invencible y arrollador encanto, y que ya le daba la espalda para regresar veloz junto a su amada, mientras ella se preguntaba tristemente si alguna vez podría sentir un amor tan profundo como ese.

Tras salir del magnético y sugestivo bosque, con la joya en su poder y, otra vez, a una vasta distancia para regresar a su hogar junto a su esposa, decidió, por última vez, enviar a su amaestrado halcón con la hipotética cura al castillo, mientras él galopaba poniendo toda su alma en el trotar hasta provocar la extenuación de su montura de regreso. No quería ni imaginar lo que ocurriría si este remedio también fracasaba, pero sabía que lo intentaría todo hasta que su esposa recobrara el sentido y pudiera seguir viva, pues sentía que anteponía su existencia a la suya propia.

Y fue tras varios días de viaje cuando, al fin, atisbó en la distancia los lustrosos y esplendorosos pináculos de su espléndida fortaleza, pero también, cortando los cielos en ese instante, precisamente alzando el vuelo de su propia estancia donde se encontraría su esposa encamada, al halcón que volvía con funestas noticias para él. Pero en lugar de esperar a que el ave le ofreciera fielmente el pergamino, espoleó a su consumido caballo, para que hiciera un último esfuerzo y en furioso cabalgar llegara hasta su plateada ciudad.

En cuanto hubo cruzado el pórtico de entrada, descabalgó con aptitud y habilidad, y corriendo atravesó todas las zonas de la ciudadela hasta llegar a la fortaleza, en la que esperaba multitud de siervos, caballeros y sanadores, a los que tuvo que apartar, cuando todos le trataban de alentar por algo terrible que había pasado y que todavía no había asimilado. Arribó a la puerta de la habitación que compartía junto a su amor, donde habían vivido tantas noches de cariño y pasión y exigió a viva voz que todo el mundo se marchara y les dejara solos, para compartir su despedida y su dolor, probablemente con ambos sumidos en el eterno sopor.

Su corazón se encogió cuando contempló como el rostro de su amada estaba prácticamente marchito por la aflicción, pero sin diligencia alguna la tomó de la mano y se arrodilló junto a ella, derramando incontenibles lágrimas mientras hablaba con desesperación:

- Oh, amor mío, tú que das sentido a mi vida, te necesito conmigo. No te marches, no ahora que te he encontrado y sólo quiero amarte por encima de todo lo que poseo. Renuncio a mi corona, renuncio a mi reino, pero jamás renunciaré a mi reina. Pues no necesito imperio ni poder si te tengo a ti y te puedo querer.


Finalmente, el monarca terminó abrazando a su esposa, que seguía sin reaccionar, a pesar de tener sus manos manchadas con su propia sangre, a pesar de bañarla con sus propias lágrimas y a pesar de que su corazón se fuera deteniendo a medida que se posaba sobre su cuerpo, que continuaba sin responder. Pero algo sucedió durante ese abrazo, y no había ni sangre de dragón, ni lágrimas de ninfa, ni corazón de diosa, sólo el suyo, el que realmente siempre había anhelado y necesitado la reina, que abrió los ojos y volvió asentir como la vida volvía a ella.

Ahora, sin feudo ni poder, pues ambos abdicaron tras un amanecer, podían ser los reyes del único reino al que querían pertenecer: el reino de su amor...

... en el que no hay otro antídoto para el sufrimiento y la enfermedad que no sea permanecer juntos durante toda la eternidad.


miércoles, 4 de noviembre de 2009

Escribir es dibujar un pensamiento

A la estrella nocturna.
del prolífico artista y multitalental visionario inglés William Blake

¡Tú, ángel rubio de la noche,
ahora, mientras el sol descansa en las montañas, enciende
tu brillante tea de amor! ¡Ponte la radiante corona
y sonríe a nuestro lecho nocturno!
Sonríe a nuestros amores y, mientras corres los
azules cortinajes del cielo, siembra tu rocío plateado
sobre todas las flores que cierran sus dulces ojos
al oportuno sueño. Que tu viento occidental duerma en
el lago. Di el silencio con el fulgor de tus ojos
y lava el polvo con plata. Presto, prestísimo,
te retiras; y entonces ladra, rabioso, por doquier el lobo
y el león echa fuego por los ojos en la oscura selva.
La lana de nuestras majadas se cubre con
tu sacro rocío; protégelas con tu favor.

Como si se tratara de una regresión a las elementales eras de la poesía se nos muestra la obra de este genio británico, que con su contundente defensa del Individualismo y la libertad del alma se posicionó en inapelable trinchera frente a ese naciente Racionalismo de la Ilustración que pretendía explicar el mundo con un método que constreñía por completo a la Creatividad. Precisamente por esta razón, la memoria fue denostada por este empedernido romántico, uno de mis malditos habituales, que siempre optó por la imaginación en su lugar, para moldear esa fantasía que perdura inextinguible en nuestro interior, pero que cada vez menos sabemos revelar como verdaderamente la sentimos.

No sólo a través de la poesía quiso mi camarada Blake hacernos partícipes de su quimera, sino también por medio de la pintura y el grabado, en las que nos revelaba sus oníricos mundos de forma tan tangible que incluso podíamos llegar a rozar con nuestros dedos ese indeterminado velo que separa la figurada realidad con la evocadora ficción. También destacó en las corrientes gnósticas y cabalísticas, postulándolas en sus versos nítidamente, invitándonos a interpretarlas como deseáramos sentirlas o considerarlas, en su particular visión de la teología.


Por esta esencial razón, cuando sus escritos comienzan a embriagarnos en su iniciática lectura es como sentir que cada palabra es un esbozo pictórico que se va delineando en nuestra mente y cada verso compone una parte de una alegórica representación visual, una imagen que expresa idealmente un pensamiento transportado a nuestro propio entendimiento. No es descabellado decir entonces que no sólo pintaba sobre lienzo, ni sólo grababa sobre cartel, también bosquejaba y perfilaba en sus libros de poesía, que terminaban constituyéndose como obras de exquisito arte.

Su naturaleza visionaria e idealista se conjugaba cadenciosamente con un profundo respeto de la libertad y su tenaz búsqueda de la igualdad, que manifestaba principalmente en la causa abolicionista de la esclavitud, a la cual contribuyó proyectando su imaginería y su literatura para lograr que ningún ser humano se sintiera coartado de su individualismo por ningún otro. A pesar de ello, esta batalla sigue abierta, ya sin Blake para comandarla, pero eternamente prevalecerá toda su obra y aquellos que la seguimos, para no sepultar la bandera de la equidad y el libre albedrío que todo ser humano merece alcanzar, sea en apariencia o en idoneidad.

Ahora, William, he podido recurrir a tu poesía para también dibujar con ella un sentimiento, un sentimiento que alude a un ángel nocturno, más refulgente que cualquier estrella, de bruna caballera e imperecedera mirada, que no sólo enciende el cirio de mi amor, sino el de toda mi existencia.



Si bien sentenciaste que jamás se convertirá en estrella aquel cuyo rostro no irradie luz, bien puedo decir, sin temor a ser pretencioso, que al fin he alcanzado esa estrella, pues su rostro resplandece más que el nocturno y estelar firmamento, inspirando y guiando de esta manera mi vida, nuestra vida.

lunes, 2 de noviembre de 2009

El libro de mis sueños eres tú

Cuenta la leyenda o la leyenda siempre quiso contar que en un lejano pero hermoso reino de esmeralda pradería y nivoso paisaje habitaba una bella princesa, la más hermosa del lugar, radiante cuando la visitaba el alba en su balconada cada mañana, tímida en su trato con los demás, solitaria soñadora de fabulosas fantasías y plácida en el ocaso cada noche, cuando era arropada por la luna y arrullada por las estrellas. Su piel de oscuro terciopelo, suave y sutil como el tenue hálito invernal que la cubría, su lindo rostro decorado con dos piedras preciosas de profundo pardo que eran sus ojos y una nacarada hilera de ópalos irisados que dibujaban la más refulgente de las sonrisas que nadie pudiera imaginar. Caía su pelo, en una catarata azabache de onduladas corrientes, precipitándose en unos desnudos y morenos hombros, que parecían ser embelesados por los cabellos mientras se la veía caminar.
¡Y cuándo caminaba! Toda la creación se detenía para contemplar como este ensueño materializado en mujer deambulaba sosegado, casi sin tocar el suelo, ataviada con un sencillo camisón de lienzo blanco, que ondulaba con sensual sinuosidad sobre su maravilloso cuerpo. No era de extrañar que fuera deseada, ansiada y ambicionada por cuántos hombres la vieran, pues no sólo contaba con la riqueza de todo un reino, sino que estaba henchida de toda clase de virtudes físicas.

Su entorno la amaba, aquellos que la habían visto crecer y la habían acompañado a lo largo de su vida, los únicos que realmente la conocían, tal vez. Su familia y sus amigos, que siempre estaban de su lado y que no sólo la valoraban por lo que en apariencia poseía.
Pero ella era desdichada, se hallaba triste y desolada, puesto que el único reino en el que quería residir era en el de su propia fantasía, al que nadie podía aspirar a llegar debido a que no podían sentir más allá de los accidentes que conformaban la verdadera esencia de su ser, esa esencia que sólo anida en el corazón.
La soledad, esa fiel compañera que nunca te defrauda, ese consuelo para la utopía inalcanzable, esa hermosa sensación de encontrar serenidad en uno mismo, comenzó a dominar su interior. Y como dijo aquel poeta, un corazón solitario no es un corazón y esta dama de interminable sonrisa se vio impulsada a plasmar lo que sentía, a dejar constancia de ese mundo de fantasía, por lo que tomó una delicada pluma y algo de papel, y escribió, describió y suscribió todo aquello que quería y no podía ser.

Dejó que el viento, que siempre había sido su amigo, se llevara sus escritos por doquier, quién sabe si para agradecer su compañía o por para que alguien, por azares del destino, pudiera leer sus palabras y ver más allá del placer. Y la leyenda, tan sabia en ocasiones, no puede confirmar si fue el destino o la casualidad, pero uno de estos folios manuscritos llegaron a manos de alguien, alguien que no esperaba recibir algo así...


¿Quién sería él? Eso mismo se preguntaba este sencillo hombre, de simples maneras pero ardiente pasión, cuando trataba de averiguar porque su vida era tan difícil, cuando sentía que lo que hacía, lo hacía con sinceridad y de corazón. Vivía en un lugar cercano al mar, el cual podía tocar tan sólo asomando las yemas de sus dedos por su destartalado ventanal, sintiendo como el viento transportaba sus pequeñas gotas por todos los rincones del lugar. En su mirada se podía apreciar el espejo de su alma, repleta de melancolía y desidia, pues sentía que cada día era igual, igual de triste y fatal, pues no lograba encontrar algo en lo que, de verdad, desbordar su pasión y dejarse llevar. Encontraba el alivio en los libros, en sus libros, cómo él llamaba, que aunque no había escrito él, sí sentía que eran de su autoría, pues se identificaba con todos los personajes que en ellos descubría, y vivía todas esas aventuras y desventuras, esos romances y tragedias, esos deseos y esas penas, que en la literatura se pueden encontrar, de tanto en tanto, y que nos permiten despiertos soñar.

Fue entonces cuando los vientos aliados con el mar llevaron hasta su oscura estancia iluminada por un candil un frágil papel, que a punto estuvo de prenderse si este nostálgico lector no hubiese reaccionado con presteza, evitando que se incinerara completamente y provocando que esta historia llegara a su fin de manera precipitada ahora. Bien conocido es que el destino es caprichoso y nos pone a prueba cuando ni siquiera lo esperamos, cuando nos sentimos desembarazados de su camino, el que se pretende que tenemos determinado. Pero ocurrió de esta manera, que tomó el papel, lo extendió cuidadosamente, desponiéndose a leer, al principio con cierta altivez, pero a medida que sus ojos se fundían en esas palabras, una sensación de placidez le embargó sobremanera. ¿Quién escribe de esta forma?, ¿quién sueña lo que yo sueño?, ¿quién desea escribir lo que yo deseo sentir?


La historia que se narraba en ese papel trataba de la hermosa princesa, que soñaba que vivía y vivía que soñaba, que estaba desencantada con el amor y que deseaba, por todos los medios, ver de nuevo el mar, pues en sus múltiples viajes, siempre se había podido parar a admirarlo, suspirando por regresar cuando tenía que marchar. Esta historia sumió en una desesperada certeza al desventurado que la leyó: ¿Me habré enamorado de la mujer de esta historia o de aquella que la ha escrito? Asaltado por esta duda, se precipitó fuera de su hogar, un pedregoso torreón erosionado por el salitre y reptado por la hiedra marina, corriendo en frenética carrera hacia la cercana playa, para preguntarle al mar. Una vez estuvo allí, de pie sobre la fina arena, alzó su mirada hacia la embravecida marea y clamó también bravamente para que le escuchara hasta en las espumosas crestas: ¡Mar que siempre has bañado estas costas y que siempre has bañado nuestros corazones!, ¿quién ha escrito este manuscrito que el viento marino me ha traído? Y el mar, que no se hizo demorar, pues sintió que una desgarrada pero apasionada voz le despertaba, se levantó majestuoso en una añil oleada que partío el horizonte en dos y respondió como un tenor: Sé bien que la persona que ha escrito esas palabras me ha visto alguna vez, mas sólo el viento del norte tiene la respuesta a tu pregunta. Ahora vete o yo te haré desaparecer.

No tuvo el mar que repetir su amenaza, ya que no esperó a que terminara su frase, para que este apasionado despasionado, en cuanto supiera quién tenía la respuesta, arrancara velozmente hacia su nuevo destino, que en este caso era una elevada cima de un monte cercano, tras un Bosque Encantado, para poder llegar hasta el viento y repetir esta pregunta que, ahora, era la sinfonía que marcaba los latidos de su corazón, un corazón que despertaba tras tantos años de melancolía y desazón. Se arañaba brazos y piernas en esa escalada, pero su vista estaba clavada en la cima, cercana al cielo, donde esperaba una respuesta soñada, pero que todavía no terminaba de creer, pues tras tantos años de ilusiones perdidas, una caída más le haría perecer. Un último espetón más de sus brazos y estuvo arriba, erguiéndose lentamente e inquiriendo al aire con tanto los brazos como el corazón abiertos: ¡Viento que siempre has acariciado estas montañas y que siempre has acariciado nuestras almas!, ¿quién ha escrito ese manuscrito que el viento marino me ha traído?. Y el viento, que tampoco quiso esperar, pues percibió que un hondo pero arrebatado tono le desperaba, se manifestó enardecido en un negro vendaval que fragmentó la atmósfera en dos y respondió como un barítono: Sé bien que la persona que ha escrito esas palabras me ha sentido alguna vez, mas no puedo revelar quién es, pues tan sólo soy céfiro y brisa, y no la pude ver. Ahora márchate o me harás enfurecer. Esta respueta sumió en una desconsolada e insondable desdicha a este hombre, que por fin sentía que su corazón latía y ahora se convertía en un puñado de punzantes y gélidas esquirlas de hielo. Una lágrima brotó como una atribulada y lúgubre flor de sus ojos y navegó por su mejilla hasta que, el mismo viento que no se había marchado de allí, la sintió en su inmaterial aliento y, por una vez en mucho tiempo, se conmovió y esto sentenció: Como brisa y céfiro que soy, no la puedo ver, pero sí podría llevar por ti un folio manuscrito con todo lo que le desearas decir.


El compasivo viento devolvió la sonrisa a este taciturno muchacho, que volvía a percibir que ese reconfortante calor que había sentido, preludio de un verdadero sentimiento, regresaba a su ser y le empujaba de nuevo, en virulenta carrera, a descender presto la ladera. Pero supo que no todo estaba dispuesto, antes tenía que regresar al mar, pues necesitaba de su consentimiento y de su ayuda, para que su misiva, la que siempre había deseado escribir durante toda su vida, llegara a la persona que no conocía, que sólo sabía cómo escribia, pero que ya sentía que quería. De nuevo en la playa, retomando su dialéctica con las aguas y tratando de hablar con humildad, pronunció estas palabras, esgrimiéndolas con sinceridad: ¡Heme aquí de nuevo, mar, tú que siempre has estado y siempre estarás!, ¡he hablado con el viento y está dispuesto a colaborar!, dime, amigo mío, ¿tú también me ayudarás? Y el mar se volvió a elevar, esta vez en una marejada carmesí, pues anochecía y el sol se extinguía en el horizonte: Te ayudaré, pues el viento me ha traído tu lágrima y ahora forma parte de mí. Pero algo tendrás que hacer a cambio, pues sin mí tus sueños no los podrías vivir. Entusiasmado por la réplica y cada vez más ilusionado, asintió con vehemencia ante esta sentencia y añadió esperanzado: Haré lo que me pidas, amigo mar, pues siempre te he tenido cuando te he podido necesitar. Y fueron estas palabras, esta promesa, las que marcaron el sino de este reservado soñador y avezado lector: Una lágrima tengo tuya ahora, pero no deseo más. Ahora lo que quiero es que regreses junto a quién amas y juntos me mostréis vuestro amor inmortal.

Esta historia continúa, pero no tiene término, no desea tenerlo, porque cuando se trata de sentimientos que no se puede ni se quieren controlar, no hay final posible para culminar lo que en dos corazones enamorados quiere eternamente morar.