Desde tiempos inmemoriales,
cuando la historia no era más que un impreciso
esbozo narrado por los victoriosos, hemos existido los Bardos:
narradores, cronistas y poetas; artistas, juglares y trovadores;
tejedores de sueños que recogían mitos y leyendas,
de las canciones ancestrales, de los evanescentes sortilegios,
del arrullo del tempestuoso mar o del canto de las ninfas del bosque,
para transmitirlos durante generaciones entre aquellos
que nos quisieran escuchar, sumidos en un embrujado deleite.

Y es ahora, en esta Era donde la magia se diluye
junto con la esperanza de las gentes,
cuando nuestro pulso ha de redactar con renovada pasión
y nuestra voz resonar más allá de los sueños
.

Toma asiento y escucha con atención.

Siempre habrá un cuento que narrar.

domingo, 31 de enero de 2010

Odisea

Sentado en el malecón del puerto, las aguas restallaban contra el muro de cal y arena que evitaba que el Mediterráneo anegara la pequeña superficie de nuestra helénica villa. Sentía como pequeñas chispas marinas empapaban mi piel, mientras mi mirada devaneaba entre la encrespada marea en su horizonte y los diligentes esfuerzos de la dotación de mi barco, que cargaban los aparejos necesarios para un nuevo periplo mercante y aventurero. Sin embargo, mis ojos no contemplaban, pues me hallaba sumido en recuerdos que martilleaban insistentemente mi psique y las imágenes que se plasmaban en mi mente eran las de un pasado lo suficientemente lejano como para ser perdonado, lo insignificantemente reciente como para ser olvidado.

Meses he dedicado a la humilde labor de buscar la indulgencia de mi antigua tripulación, que más que marineros, son camaradas, medio hermanos de sal y sangre, con los que he compartido los momentos más trascendentales de mi vida. Pero fuí capaz de traicionarlos, en nuestra última odisea ultramarina, donde los abandoné en el instante en el que, probablemente, más necesitaban de su capitán. Su decepción fue mi perdición, pero en el momento en el que la perpetré, no podía pensar en otra cosa, estaba abstraído por una serie de percepciones sensoriales que nunca antes había experimentado. Mi espíritu inquieto y bohemio hizo que saltara por la borda, cautivado por lo que creía el canto de una ondina. Nadé frenéticamente hasta una pequeño istmo que se extendía hacia peninsulares confines montañosos. Y yo, anduve errante por esa escarpada meseta, buscando una sirena que sólo era quimera, y que me alejó de mi patria, de mi mar.

Agraviado en mi orgullo y abatido por mi egoísmo, regresé a mi portuaria ciudad, amante de las ardientes aguas, con la enardecida exigencia de pedir compasión, de rogar por el perdón a todos aquellos a los que había desamparado con mi fatídica egolatría. Siempre había pensado que un hombre debía hacer lo que su corazón le dictara, sin atender a razones o a juicios, pero no nos podemos desprender vanidosamente de nuestras responsabilidades, especialmente cuando más que un sentimiento sincero, es un apetito insaciable. No supe controlar unos instintos que habían permanecido aletargados durante todos los años de mi existencia, cuando sabía certeramente que ese sirénido canto no era más que un ilusorio reclamo para que me saciara fugazmente. Puede que, cegado por los anhelos y alentado por románticos impulsos, quisiera vivir en un lugar distinto al que había habitado, distanciado de las aguas, como una prueba que evidenciara que más que un aventurero, era un superviviente. Subsistí durante un tiempo, sí, pero al igual que el amor necesita de verdaderos sentimientos, yo necesitaba de esa colosal ventana azul, en la que sol y luna nacen, se reflejan y mueren, iluminados por los cielos de la mañana o las refulgentes estrellas nocturnas.

Ahora me hallaba ante una oportunidad de demostrarle a mis compañeros que mi equivocación no se repetiría, que volveremos a viajar juntos hacia desconocidos confines marinos y regresaremos a nuestra tierra cargados de metales preciosos y materias primas, pero también repletos de ilusiones, sueños y vivencias compartidas. Nuestra barcaza estaba dispuesta junto al astillero, con su cuadrado velamen bicolor flameante en el mástil maestro y orientado mediante una yerga al azar de los vientos. En la popa hicimos tallar una torneada cola de esturión, que nos facilitaba el aerodinámico equilibrio necesario en la quilla y, en la proa, siempre presente, un friso con la marmórea representación de la Musa del Mar, a la que ni Poseidón ni yo todavía habíamos puesto nombre. Las ánforas atestadas de víveres para nuestra supervivencia se fueron introduciendo en la bodega dispuesta, de pequeño tamaño, por el escaso calado de nuestro navío. Sólo restaba que yo cruzara la pasarela que unía el pavimiento del puerto con la madera de cubierta, para ascender hasta el puente de mando, donde el destino de tantas vidas estaba en las manos que gobernaban el timón, mis manos. Y esta vez no les defraudaría.

Se alzó mi voz en una divina plegaria hacia el Olimpo, fundiéndose con una suave brisa que arrullaba las velas, como si los dioses nos ofrecieran su bendición, y los asimétricos remos estallaron con fiereza, pero rítmicamente, contra las reposadas aguas del puerto, provocando que se levantara una enérgica marejada a medida que la nave se deslizaba, legando tras de sí una senda de estelas y espumas, que se trazaba como si fuera un camino directo hacia los límites de un apasionante trayecto. Como piloto, hado de la ventura, debía procurar que nuestra navegación fuera de cabotaje, lo cual implicaba que no podía permitir que nos alejáramos excesivamente de las costas, ya que nuestra embarcación tenía un casco calafateado con madera de pino y hebras de espiga, no podría soportar una travesía en alta mar. No obstante, usualmente fuímos atracando en la mayoría de puertos que encontrábamos, realizando trueques e intercambios de nuestros productos y manufacturas con la población autóctona, para así salir recíprocamente beneficiados, ya que no podíamos vivir tan sólo de la aventura, también éramos mercaderes. Precisamente, a lo largo de este viaje, apenas hubo descubrimiento o hazaña, nos dedicamos específicamente a labores comerciales con cada uno de los pueblos costeros de la franja mediterránea, desde la Contestania ibérica hasta el Egeo griego.

Y fue en el recorrido de vuelta, en los prolegómenos del epílogo marino, cuando la caprichosa Fortuna quiso que empezara mi verdadera aventura, en una de las poblaciones litorales que se encontraba a escasa distancia en millas, al sur de nuestra ciudad. Estaba arriando la vela laboriosamente con dos de mis gentiles compañeros, con la barcaza fondeada en el muelle, cuando entre el gentío que transitaba en su albedrío por el blanco empedrado de la ensenada, vislumbré a la mujer, vestida con una sencilla túnica de satén sobre su morena piel, que había esperado durante toda mi vida, caminando absorta de mi visión. Esta vez no era el canto de una sirena, ni una equívoco deseo, sino una tangible ilusión, una dama que sabía que me había enamorado incluso antes de haberla contemplado. No era una diosa, ni una ninfa, ni una ondina, ni ninguna criatura divina, era una mujer, pero no sólo una mujer: era la mía. Necesitaba decírselo, ansiaba preguntarle algo. De esta manera, solté cabos y amarras, me dispuse a correr hacia ella, y ya estaba en la pasarela cuando se giró y nuestras miradas se unieron en una celestial explosión de emociones. No hicieron falta palabras, ambos lo sabíamos, aunque una prudencial distancia nos separaba. Traté de invitarla a venir conmigo con un gesto, en la lejanía del puerto, pero algo tiró de ella y desapareció entre la muchedumbre, en el mismo instante en el que algo también me lastró a mí, consiguiendo que me contuviera para no marchar en su búsqueda: mis camaradas.

Volviéndome hacia el barco, los vi a todos, ajenos a lo que estaba sintiendo, preparando los pertrechos para regresar a nuestro hogar, confiando en que su capitán, su amigo, no volvería a decepcionarlos. Suspiré profundamente, cerré los ojos y me conjuré en un sutil silencio, hasta que me hallé otra vez entre la tripulación de aquel navío que, como mi vida, era mío. Retomamos la navegación, separándonos lentamente de ese lugar donde sabía que estaba mi sitio, junto a ella y para siempre. Posé mis manos sobre el timón y lo maniobré para poner rumbo a casa, con mi mirada aún perdida en los perlados adoquines de ese paseo marítimo que se distanciaba hasta convertirse en un imperceptible pero brillante punto en el horizonte. Cumplí mi promesa, retorné junto a ellos, pero me sentía totalmente descorazonado, otra vez. Fuí muy infeliz durante unos días, hasta que en mi corazón encontré la respuesta: el viaje de mi vida, no había hecho más que empezar. Había atendido a responsabilidades, cuidado del destino de mis amigos, pero ahora tenía que vivir mi propio destino.

Me embarqué en soledad, pero acompañado de mil y una esperanzas, hasta que llegué al pueblo del blanco pavimento, donde seguía deambulando un sinfín de seres humanos, entre los cuales yo sólo podría ver a uno de ellos. Pero no estaba, no pude localizar a esa muchacha a la que pensaba declarar mi absoluta adoración sin ser una diosa, a la que necesitaba preguntar con imperiosa curiosidad sin ser un oráculo, a la que quería amar con toda mi pasión sin ser una fantasía. Arribé hasta el andén embarcadero, amarrando bien las jarcias y caminé soñador hasta la cercana playa de áureo salitre y violáceas aguas. Allí me quedé, pues en el mar la había conocido y en el mar quería esperarla, erigiéndome como una estatua moldeada en cal y arena, cincelado por una pregunta que le repetí al mar hasta que encontrara una respuesta:

¿Cuál es tu nombre para poder bautizar como mi Musa del Mar?

No tuve que esperar mucho para saberlo.

lunes, 25 de enero de 2010

Fe

Hace unos años que falleció mi abuelo, y es algo que yo todavía no he superado. Estuve rogándole a Dios por su vida mientras escuchaba sus agónicos lamentos y su último aliento trastabillaba entre sus labios, sabiendo que su hora había llegado, que su existencia expiraba, pero teniendo la suficiente entereza para dedicarme unas palabras, mientras tomaba mi mano y la apretaba con tenue intensidad entre sus temblorosos dedos:

- Sólo pierde la esperanza aquel que ve el fin más allá de toda duda.

Esta sentencia me ha acompañado durante todo este tiempo, no he dejado de tenerla en cuenta, aunque puede que no la entendiera cómo realmente quiso él que así fuera. Lo que sí es cierto es que, desde su muerte, perdí toda esperanza en lo que respecta a Dios y a la fe. Era la primera vez que imploraba de esta manera tan desesperada y sentida, para evitar que me arrebataran a mi querido abuelo de mi lado; pero fue totalmente inútil, sentí que nadie había para escuchar mis plegarias y terminé renegando de toda creencia religiosa. Me prometí que jamás volvería a profesar la fe ni a rendirle tributo a Dios, implicando esto que nunca entraría en una iglesia o cualquier otro edificio de carácter religioso.

Así fue como transcurrieron los años en mi pequeña ciudad, bañada por cálidas aguas, enclavada en una hermosa bahía bajo un luminoso cielo que se inclinaba durante la alborada para besar suavemente a ese brillante mar de encrespado oleaje. Un mar que gozaba de contemplar siempre que tenía la oportunidad, caminando hasta la playa, de arena dorada y fina, en la que me sentaba y dejaba que las horas pasaran mientras el devenir del mundo no se detenía. El horizonte reclamaba mi mirada y yo lo abrazaba con mis ojos justo en esa línea en la que los azules se convertían en un único tono majestuoso, donde nadie pensaba que estuviera observando salvo yo. Pero estaba equivocado.

Fue una tarde de otoño, en la que el firmamento parecía arder en una pira de intenso carmesí, cuando dejé vagar mi vista hacia el oscuro peñón que se levantaba desde uno de los extremos de la bahía, recortando el edén inaccesible con su sombría silueta, escarpada y monumental, donde las olas golpeaban en un perpetuo y arrebolado rugido. Allí la vi por primera vez. Esa visión que estremeció mi corazón y que provocó que no continuara escudriñando los mares: era una joven mujer, aproximadamente de mi edad, vestida con un suntuoso vestido blanco que se arremolinaba sobre su cuerpo por las caricias del viento, dejando que sus ensortijados cabellos ondearan en la cima del promontorio como si se tratara de un fuego azabache que contrastaba con su bruna tez y su ilimitada mirada.

Quedé absolutamente prendado por esta ilusión moldeada como mujer, que coronaba en espléndida etereidad la cala en la que me hallaba contemplativo. En determinado momento, comenzó a caminar y tuve que frotarme los ojos porque no daba crédito a lo que creía ver: era como si en cada paso que diera, levitara sin tocar el suelo, dejándose empujar por la brisa marina hacia un destino incierto. Ahora la playa me parecía remota y distante, totalmente ajena a lo que había significado para mí hasta ese momento, porque ella estando cerca estaba lejos, como si perteneciera a un mundo que no fuera el mío. Defintivamente, debía ser un fantasma. Pero el fantasma más hermoso que nunca antes había visto. La seguí con la mirada hasta que la noche se cernió inesperada sobre mí y la perdí completamente, cuando parecía remontar el empedrado camino que conducía hasta la iglesia.

Todas las tardes, a esa misma hora, regresaba a la playa para volver a encontrarme con esta aparición vespertina, que siempre localizaba, sin excepción, admirando el inmarcesible mar desde el peñón, hasta que el disco solar se sumergía en las aguas, dando paso a una noche de desaliento y olvido, porque siempre que llegaba, ella desaparecía, como si fuera una quimera que sólo pudiera vivir a la luz del día. Remontaba su volátil deambular hasta que llegaba a las estrechas y empinadas calles de piedra de la ciudad, donde creía contemplar que ascendía hacia la morada gótica construída para ese Dios que yo despreciaba.

Y esto se repitió durante innumerables días, en los que simplemente me limitaba a mirarla desde el confín de la bahía, sin intención de saciar la voraz curiosidad que reconcomía mi alma y mi corazón, pues yo pensaba que no era más que una aparición, pero en el fondo de mi interior ansiaba que fuera real, y así poder tocarla, sentirla, hablarla e, incluso, ¿por qué no?, abrazar su pequeño y frágil cuerpo entre mis anhelantes brazos.

Sin embargo, ocurrió aquello que ensombrecía mi espíritu cuando pensaba que ese momento pudiera llegar algún día y esto fue que, una de las tardes, ella no apareció, no encontré su esbelta figura en lo alto de ese peñón que ya marcaba la altura de mi felicidad. Su ausencia me sumió en una profunda desesperanza y me generó un atroz miedo que tuvo su reflejo al día siguiente, y en los sucesivos días, en los que tampoco acudió a visitar al mar y, por ende, yo no pude visitarla a ella, aunque sólo fuera con la mirada. Me arrepentía lánguidamente de no haberme atrevido nunca a encaminarme envalentonado hacia ella y comprobar si de verdad existía o era una abstracta manufactura de mi afanosa imaginación.

A pesar de ello, no me quise dar por vencido y seguí acudiendo todas los días, en ese preciso lapso temporal en el que el atardecer y el anochecer jugaban al despiste, con la esperanza intacta de que pudiera volver a verla. La incerteza me embargaba por completo, ya que pensaba que no volvería a contemplarla jamás, pero yo ya estaba aferrado a esa ideal de tener su imagen otra vez conmigo y puede que algo más, si es que podía trascender ese velo entre lo sobrenatural y lo real, una mortaja que probablemente me había creado yo mismo para enmascarar mi inseguridad y mi timidez. Proseguí aguardando hasta que la perseverancia dio su resultado, aunque no como yo auguraba, puesto que la volví a ver, pero no en la playa desde la que la había conocido, sino mientras yo regresaba a mi hogar y ella caminaba apresurada por las angostas callejuelas de la ciudad, como si el mismísimo Mefistófeles la persiguiera para anegarla en un melancólico abismo de dolor.

Esta vez disipé cualquier tipo de duda que pudiera nublar mi determinación y me dispuse a seguirla, para comprobar que era más que un fantasmal visión, que era una maravillosa realidad. Mantuve respecto a ella una prudencial distancia, acechando en la ominosa tiniebla, comportándome como si yo fuera ese espectro que deseaba que no fuera ella hasta que vi como entraba en la iglesia que se emplazaba en una zona de la ciudad que parecía alzarse en una especie de cerro. Me quedé paralizado en el monumental pórtico de granito del templo cristiano, de apuntada arquitectura gótica, encumbrado por un pináculo oscuro en cuyo extremo había una cruz latina que parecía también observar el mar. Respiré hondamente, cerré mis ojos y, mientras negaba con el rostro, posé mis manos en las puertas de frío metal hasta que cedieron, procurando de esta manera entrar en este sacro lugar, desoyendo todas las maldiciones que había proferido contra Dios y la fe desde hacía tantos años.

Una vez estuve dentro, quedé perplejo al admirar la vastedad de esta iglesia, en la que había tres grandes pasillos colmados por pequeñas salas bajas y repletos de pequeñas columnas que sostenían las bóvedas de crucería, de aspecto delicado, pero suficientemente compactas para no temer en momento alguno que ese cielo de piedra fuera a caer sobre mí. Había intrincadas escaleras que surgían hacia tribunas superiores desde el deambulatorio interior, decoradas con escenas bíblicas, criaturas feéricas, demonios terribles y flores gigantescas hilvandas entre sí por arcos labrados en la roca, que apuntalaban las vidrieras y el descomunal rosetón que se vislumbraba en la fachada.

No obstante, mis ojos no se despegaron del altar, pues en la base de las escaleras que llevaban al ábside la encontré a ella, arrodillada en genuflexión, con sus manos unidas entre sí y su inmaculado rostro encendido por un desesperado fervor que me resultaba familiar. Sentí como si mi corazón se encogiera dentro de mi pecho cuando creí verme a mí en esa misma situación en la que se encontraba ella, pero hace unos años. Y decidí esperarla, como había hecho hasta entonces desde que dejó de visitar al mar por las tardes, pero también como pensaba que había hecho desde siempre, pues ya no se trataba de sólo de una visión, sino de algo mucho más profundo... algo que hasta incluso parecía que me había devuelto un sentimiento perdido, olvidado y despreciado.

Se giró, con el rostro compungido y un pequeño sendero de lágrimas que se precipitaba desde sus preciosos ojos marrones, surcando la fina piel de su mejilla, hasta que me vio en mitad del pasillo, dibujando una inocente sonrisa y decorando su rostro con el más dulce de los rubores. Me reconoció, pues también se había fijado en mí mientras pasaba las tardes en el peñón y me contó su historia, que era tan similar a la mía como si se tratara de un simétrico reflejo, con la diferencia de que ella no perdió la esperanza cuando también su abuelo falleció a pesar de sus ruegos, cada tarde al mar, para que eso no ocurriera y su posterior visita a la iglesia para rezarle a Dios por su recuperación. Y yo le conté mi historia, la que me había hecho perder esa esperanza hacía años, pero también todo cuando creí ver en ella cuando la contemplé desde la playa, pero especialmente, todo cuanto veía en ella en ese momento.

Y se lo dije, con palabras que antes me habían sido pronunciadas pero que, hasta este momento, no supe reconocer su verdadero significado:

Tú eres el fin más allá de toda duda, porque me has devuelto la esperanza, me has hecho volver a creer.

viernes, 22 de enero de 2010

Tiempo

Tic-tac, tic-tac… suena el reloj constante, se suceden los segundos… tic-tac, tic-tac. No me puedo dormir, tengo miedo de no escuchar el repicar incesante del segundero. Tic-tac… se vuelve cada vez más lento, y a continuación más deprisa. Pienso en ella, como cada noche, extiendo mi mano para tocarla pero no está, la cama se vuelve inmensa. Suspiro y tic-tac. Y recuerdo el tiempo que estuvimos juntos; que poco, que rápido pasaba y ahora que lento, ahora que se ha marchado. ¿Por qué? Solo encuentro una respuesta en la soledad de la noche y mi respuesta no es otra que tic-tac. ¡Maldito sonido torturador, déjame tranquilo! Pero no lo hace, siempre es fiel a mi allí donde esté, recordándome su rostro, recordándome su voz, sus palabras… necesito tiempo. Y eso es lo que yo tengo ahora, tiempo. Tengo de sobra, y por si quiero olvidarlo tic-tac. Pero lo amo, lo adoro, porque ahora comprendo todas esas expresiones: “Tempus Fugit”, “Carpe Diem”… Que importante; nuestro aliado, nuestro enemigo, nuestro fiel e inseparable compañero, desde el primer hasta el último momento de nuestras vidas, siempre estará ahí, siempre eterno tic-tac.



Y a continuación una pequeña reflexión. Hay cosas que se escapan a la comprensión del tiempo, dicen que el tiempo todo lo cura, pero ¿qué nos cura a nosotros del paso del tiempo?. El tiempo es solo algo que nos han ofrecido de forma altruista para que hagamos un uso razonable de el, porque tarde o temprano a todos se nos termina, el tiempo es infinito, pero nosotros no. Por eso, simplemente me gustaría que pensarais en como lo utilizais, porque merece la pena disfrutar de cada momento, de saborear tanto lo bueno como lo malo, de vivir de forma intensa. Que pase rápido, lento o que se pare depende de muchas cosas, pero podemos intentar controlarlo, solo hay que hacer un pequeño esfuerzo.

miércoles, 20 de enero de 2010

Historia de un beso

Rayuela
Julio Cortázar

Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.

Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mi como una luna en el agua.

sábado, 16 de enero de 2010

La Canción del Bardo

Todavía era un niño, un pequeño soñador que imaginaba más que vivía, cuando me interné en aquel lóbrego bosque, reclamado por una distante melodía que apenas percibía, en lo más profundo de la espesura. Sorteando torcidas raíces que se erigían abruptamente desde el suelo y evitando enzarzarme con los espinosos arbustos que trataban de entorpecer mi camino, me abrí paso hasta que esa música se hizo más nítida, sintiendo que la fascinación invadía por completo mi joven espíritu. Nunca había escuchado nada igual y ansiaba conocer cual era la fuente que irradiaba ese irrefrenable encantamiento musical.
La música cesó, pero proseguí mi rastreo y, tras unos titubeantes pasos, entre árboles y matorrales, vislumbré un pequeño claro en la frondosidad, donde había dispuesta un acogedora fogata sobre yesca, alrededor de la cual había cuatro figuras sentadas, aparentemente vestidas con andrajosos ropajes y herrumbrosas armaduras, que blandían sencillos laúdes tallados en madera y un rudimentario tambor de piel bovina, y que, en ese momento, callaban, provocando que la indómita sinfonía de la noche se adueñara de mis sentidos.

Me acerqué todavía más, absorto por la curiosidad, disponiéndome a observarles tras un robusto tronco de roble que me propiciaba ocultación aprovechando la tiniebla nocturna. Escudriñándoles detalladamente con mi ingenua mirada, pude apreciar que tenían sus ojos clavados en el fuego y una adusta expresión en su rostro que transmitía severidad, pero también serenidad. Escuché una rasgada voz que se elevó en el silencio, que hizo que aguzara mi oído inmediatamente, como intentando desentrañar ese halo misterioso que envolvía a la situación.

Mas no tuve que afinar mi percepción, pues esa voz se convirtió en canción, los laúdes en rasgada melodía y el tambor en su resonante camarada. Y la música cobró vida y mi vida encontró uno de sus sentidos más importantes. Pues ellos eran bardos, sin duda alguna, los primeros que conocí en los albores de mi juventud y me uní a ellos en cuanto su pasión abrazó mi corazón, dejándome llevar por las imágenes y percepciones que evocaban en mí esos primeros pasajes rítmicos y armoniosos, calando insondables en mi ser.

Yo me limité a sentarme a su lado y a deleitarme con sus composiciones e interpretaciones. Pero no sólo eso, también con sus cuentos e historias, que relataban con profunda maestría y que despertaban en mí un creciente interés. Conformaban un grupo de juglares que se aludía como el Guardián Ciego, siendo esta denominación su carta de presentación. Procedentes de un lugar distante pero hospitalario, viajaban por el mundo acompañados por sus instrumentos, sus fábulas y sus ilusiones, dejando a su paso un caleidoscópico reguero de quimeras y emociones. Innumerables eran sus seguidores.

Sentía que había encontrado lo que me había faltado durante mucho tiempo, una identificación de mis propias pasiones en sus canciones, una asimilación de mis sueños en sus relatos y una vocación que afloraba dentro de mí: convertirme en un trovador de la espesura, en un rapsoda errante que recogía cuentos y los narraba para aquellos que desearan escucharme, imbuyéndolos de ese sustrato legendario que debe tener toda gran historia. Algo que aprendí de ellos y que sigo aplicando en todos mis cuentos, incluso en las facetas de mi propia vida.

Durante más de una década, acompañándome durante mi juventud estuve siguiendo a estos juglares que inspiraban mis fantasías y dotaban de sinfonía a mis sueños, reuniéndome con ellos siempre que regresaban a mis tierras y disfrutando de su música en la lejanía, cantando sus canciones para recordarles como merecían. Pero con el inexorable devenir del Tiempo, nuestros caminos comenzaron a distanciarse irremediablemente, ya que opté por recorrer otras sendas al considerar que necesitaba otro tipo de motivaciones para inspirar mis inquietudes, mis arrebatadoras pasiones.

Nunca podría olvidar lo que hicieron por mí, a pesar de que ahora mis historias se fundamentan en un inagotable e imperecedero sentimiento, en el que encuentran su maravillosa inspiración. Por esta razón, muchos años después, en el umbral de mi madurez, he decidido volver a internarme en esa lúgubre floresta hasta llegar al primordial claro en el robledal donde los encontré por primera vez…


lunes, 11 de enero de 2010

La Historia Interminable

- Niño tonto, no sabes nada de la historia de Fantasía. Es el mundo de las Fantasías humanas. Cada parte, cada criatura, pertenecen al mundo de los sueños y esperanzas de la humanidad. Por consiguiente, no existen límites para Fantasía...
- ¿Y por qué está muriendo entonces...?
- Porque los humanos están perdiendo sus esperanzas y olvidando a sus sueños. Así es como la Nada se vuelve más fuerte.
- ¿Qué es la Nada?

- Es el vacío que queda, la desolación que destruye este mundo y mi encomienda es ayudar a la Nada.
- ¿Por qué?
- Porque el humano sin esperanzas es fácil de controlar y aquél que tenga el control, tendrá el Poder.

Fantasía fue la primera que me acogió entre sus brazos cuando mi primer aliento vital acarició suavemente las asperezas de este mundo. Me apreté a ella con una insondable necesidad de escapar, como si sólo pudiera alcanzar en su seno una felicidad que tamborileaba traviesa entre mis dedos, para que únicamente pudiera rozarla, pero nunca tomarla entre mis manos. No la necesitaba, pues podía recurrir a la ilusión de tenerla siempre que lo deseaba, envuelto en ese lienzo de maravillas que para otros resulta una abstracta mortaja.

Para mí trascendía a la ficción, a la fábula, al mito; era mi pensamiento, mi sentimiento y mi realidad. Por eso tomé su mano, con brío, no porque temiera que iba a soltarme, ya que sólo dependía de mí y de mi capacidad para imaginar que esos dedos se desanudaran, sino porque comprometí mi existencia a los sueños, hallando en ellos lo que fuera sólo podía percibir entre plúmbeos y aciagos tonos. Sabía que mi felicidad era ficción, que de mi imaginación no podría nutrirme, que de mis sueños despertaría, entre frías decepciones y desalientos cortantes, en un eterno desvelar de decepción.

Pero eso no importaba, sólo imaginaba, y en esas imaginaciones encontraba el consuelo que la vida se empeñaba en negarme o que yo mismo me negaba de la vida. Entre espejismos, ideales y quimeras fluctuaba, viajando a lomos del señor de los dragones a feudos de inagotable magia, en los que pináculos del cristal más resplandeciente sobresalían entre las interminables masas boscosas y los cristalinos riachuelos que se originaban en las cúspides de vestal nieve, donde moraban legendarias criaturas, héroes de ensueño, damas élficas de abjuradora belleza y terribles enemigos que mantenían una maniquea balanza a perpetuidad.

No obstante, la grandeza de Fantasía reside en su infinita versatilidad, pues este reino de ilusiones, con el paso de las estaciones, se tornó en unas tierras de profunda tiniebla, en la que los bosques de brillante esmeralda se convirtieron en oscuras y amenazadoras masas arbóreas de anciano robledal, de las cuales destacaba un escarpado acantilado que se asomaba hacia una indómita costa de violento oleaje, en el que se encaramaba un tétrico pero elegante palacio de amor primordial. Todo ello, a voluntad. Tan sólo tenía que desearlo. Simplemente debía imaginarlo. No precisaba más que cerrar mis ojos y que mi mente traspasara el velo que separa la realidad de la ficción, para restar en ella el tiempo que considerara oportuno…

… hasta que hizo su aparición la inevitable destrucción de la imaginación: la inconcebible y angustiosa Nada, que todo lo devora: sueños, imaginaciones, esperanzas, anhelos y metas; lastrando un sendero de vacuidad, que a su paso deja precisamente eso: Nada. Engullendo inapelable esas ilusiones que hemos desarrollado a lo largo de nuestra vida, a medida que vamos madurando y nuestras responsabilidades, preocupaciones y compromisos nos atenazan y nos exilian de ese lugar que nosotros mismos hemos creado por necesidad. Al mundo le interesa usurparnos la ficción para recolocarnos en la realidad que desea para nosotros, incluso en ocasiones, sin darnos la oportunidad para elegir.

Y puede que muchos sucumban, que se hundan sin remedio en su insomne monotonía, pero siempre habrá motivos para seguir soñando, para regresar a esas fantásticas tierras, en alternancia con una pretendida realidad en la que también podemos atrapar con nuestras manos la Fantasía y, con ella, la Felicidad. Ahora, he logrado aunar ambas realidades, sigo soñando y me siento más vivo que nunca. Mi imaginación se desborda cuando lo deseo y mis deseos se hacen realidad porque yo elijo que así sea.

Allá donde estés, Bastian, al que también conocen como Michael Ende, puedes estar tranquilo, porque yo, como muchos otros, hemos logrado someter a la Nada, ya sea con imaginación, con esperanzas o con sueños, pero sobre todo, con el ímpetu del corazón, que será siempre el de un niño.

… seguid imaginando y vivid, nunca os deis por vencidos.

Que vuestra historia, como la mía, sea interminable.

sábado, 9 de enero de 2010

Sonata

Cada noche, cuando la larga jornada se agota, me siento frente a mi viejo piano, con las manos descansando sobre mis piernas, y en ese mismo momento comienza a sonar una canción en mi cabeza. Conozco su partitura, pues yo mismo la compuse, y siempre intento volver a tocarla, intento deslizar mis dedos sobre las nacaradas teclas, pero justo entonces comienzan los temblores, comienzan los recuerdos y las lágrimas.



Y recuerdo los días de lluvia, sentado frente a la ventana, creando, inventando, soñando, flotando entre notas de piano; y las tristes melodías que derramaba en los cielos grises. Y recuerdo tus pasos livianos acercándote por mi espalda, y recuerdo que te sentabas a mi lado y apoyabas la cabeza sobre mi hombro, dejando que tu pelo cayera sobre mi pecho en una cascada de negros rizos; y me rodeabas con tus brazos por la cintura, y todo aquello me inspiraba y el amor escribía las partituras, la música más bella jamás imaginada.



Y también recuerdo las noches de verano, sentado como siempre frente al piano, con el torso desnudo, sintiendo la suave brisa sobre mi piel y recuerdo la quimera, la fantasía, la melodía más viva y colorida, la fuerza de los alegres acordes. Y tú pasabas junto a mí, para asomarte por el balcón, y aun recuerdo esa leve caricia que recibía mi cuello, que provocaba un escalofrío que recorría mi cuerpo, y aun puedo oler el perfume, ese olor a flores frescas que dejabas con tu estela.



Y ahora me acuerdo de aquella canción, tan melancólica, tan calmada, tan apagada y que contradicción, tan jovial, tan sentida, tan llena de vida. Aquella última composición, mi partitura más querida, dirigida a lo que más deseaba. Y desde entonces, cada noche, desde el momento en que supe que te marchabas, que tu llama se extinguía, me sentaba en mi piano a tocar nuestra sinfonía. Y recuerdo tu cara, tu dulce mirada, recuerdo que tus ojos derramaban una lágrima de alegría y siempre quedarán grabadas tus palabras, que se repetían con cada luna:



“Cariño, siento tener que abandonarte, pero no temo a lo que me va a suceder, porque cuando tenga miedo puedo tararear nuestra canción, y sentir que estoy junto a ti, y sabré que somos eternos, que nuestro amor quedará escrito en una bella sonata, y pensaré en como tus dedos fluyen alegres entre negro y blanco, entre marfil y basalto. Y en tu respirar sereno, y ese leve cabeceo cuando estas tocando y disfrutando, y en tu suspirar de amor cuando estas sentado frente a tu piano. Y en mis noches en vela sentada a tu lado, y pensaré que en mi vida jamás ha tenido lugar el silencio, siempre han existido unos delicados acordes que me llenaban de agradables sentimientos, por eso no tengo miedo, por eso; mi amor, te quiero”.



Pero ahora todo aquello se ha perdido y de lo que tenía ya solo queda esa sonata, que se ha convertido en añoranza, pero que en el fondo sigue siendo un resumen de mi vida, lo que amé y lo que perdí, lo que creó nuestra ilusión, lo que forjó nuestro cariño, una ajada partitura que repaso cada noche, que retumba en el interior de mi pecho. Y yo me aferro a ella, porque se, que aunque ahora me duela, es mi única esperanza para poder, algún día, volver a sentir aquello que tenía, poder volver a poner mis manos sobre las suaves teclas de mi amado piano.

miércoles, 6 de enero de 2010

Sueño y Esperanza

No podría decir que mi existencia sea sencilla, pero tampoco puedo elegir. En esencia, mi labor reside en evitar que la gente elija, aunque estoy totalmente sojuzgado a la creencia. No obstante, sigo actuando, bajo una velada mascarada de quimera, y muy pocos pueden eludirme, pues soy muy eficiente en mi quehacer. Recibiendo órdenes directas de una ama caprichosa e inconstante, en ocasiones tengo que ejecutar sentencias que atentan directamente contra la ética humana, si es que ésta se puede considerar absoluta y universal en cualquiera de sus vertientes. Pero carezco de remordimientos, no existe en mí ese sentimiento de culpa que atenaza al resto de la humanidad.

Era un día cualquiera, o una noche, no lo recuerdo, cuando advertí la llamada de mi cometido y me dispuse a actuar, acatando fielmente el mandamiento preestablecido. Conocía a las personas con las que debía tratar y, del mismo modo, ellas sabían de mí, mas no imaginaban que yo había sido tan relevante en sus respectivos devenires. Él era Sueño y ella era Esperanza, y trataban nuevamente de unirse, pero yo no podía permitirlo, sería un asunto demasiado predecible y sencillo para que mi patrona lo aceptara. Algo inevitable, y eso no le gustaba, ya que prefería jugar con los sentimientos y las emociones, y para ello precisaba de mi trabajo. Así pues, me pertreché con mis eficaces armas y comencé intervenir en este reiterado intento de vínculo.

Sueño era triste, melancólico y evasivo, habitando en las regiones remotas de la imaginación, en un reino cuya muralla se erigía con miedos y temores que él mismo había ido apilando con sus propios brazos a lo largo de su vida, para que nada ni nadie pudiera entrar sin su permiso. De carácter romántico y espíritu rebelde, poseía una entereza inigualable y una voluntad incuestionable. Pero hacía tiempo, mucho tiempo, que había desistido en la espera de encontrar a alguien con quien compartir su existencia. Había perdido la esperanza.

Esperanza era solitaria, curiosa e imaginativa, con una asombrosa capacidad para fraguar mundos a su antojo, en su propia mente o en lo más profundo de su corazón, en los que sólo ella residía y compartía con los demás pero sin disfrutar de ellos plenamente. Su naturaleza creativa e inventiva la dotaban de un talento innato hacia la abstracción, engalanado con una dulce y cándida alma. Sabía lo que quería, desde siempre, aunque no lo encontraba y eso le provocaba una profunda aflicción. Había dejado de soñar.

Parecía ineludible que Sueño y Esperanza, en cuanto se conocieran, desearan estar juntos, necesitaban el uno del otro para alcanzar esa ficción que algunos se atreven a llamar Felicidad cuando la consiguen. Sin embargo, yo no debía consentirlo. Tenía un ardua tarea que acometer y que se prolongaba desde hacía mucho tiempo, puesto que uno de mis enemigos más acérrimos, a la que también le agradaba recrearse con las voluntades ajenas, se encargaba de tentar a ambos desde hace años, en vanas pretensiones, para que pudieran encontrarse en mitad del camino, en el que yo procuraba que se extraviaran con mis viles ardides.

Esta vez, mi veleidosa rival, Casualidad, recurrió a su hermana gemela, Causalidad, que era diametralmente opuesta a ella, pues prefería atenerse a argumentos y consecuencias en lugar de azares y arbitrios, y lograron que lo ineludible fuera verdadero. Que lo inexorable se tornara sincero. Que lo inexcusable se convirtiera en eterno. A pesar de ello, continué insistiendo en mi afanoso propósito de provocar la desunión, tratando de sumir a Esperanza en la desesperanza y a Sueño en la desesperación. No sirvió de nada y en ese momento lo contemplé con cristalina claridad: Sueño y Esperanza no existían, sólo eran uno, siempre habían sido uno: Amor. Mi voluble señora, la Fortuna, había sentido envidia de ellos, por primera vez en toda su eternidad, por lo que me envió a mí para que extinguiera aquello a lo que ni tan siquiera ella podía aspirar.

Pero fracasé estrepitosamente, pues en raras ocasiones los azares del universo se unen para conspirar contra mí y poco puedo hacer para evitar mi derrota.

¿Preguntas mi nombre?
Estoy convencido de que conoces la respuesta.

Mi nombre es Destino.

martes, 5 de enero de 2010

Escuchar

Os voy a contar un breve cuento, algo que le sucedió a una familia corriente, una familia que había tenido un hijo, un niñito muy especial. El pequeño, que se llamaba Alex, había crecido sano y fuerte, pero ahora tenía 11 años y se encontraba en la habitación de un hospital, solo y mirando por la ventana, con los ojos perdidos en un cielo azul que anunciaba un día despejado y soleado.

Alex era un niño muy peculiar, desde muy temprana edad había desarrollado un gusto exclusivo por todo aquello que tuviera algo que ver con el arte, parecía poseer una sensibilidad sobrehumana para captar las sutilezas de la vida. Podía, por ejemplo, estar pintando un cuadro de un paisaje realista con acuarelas mientras escuchaba música clásica. O simplemente quedarse agachado en el jardín observando cómo las hormigas se dedicaban armoniosamente a salir en busca de comida para sustentar el hormiguero. O quizá, tumbarse en la hierba fresca, contemplando el cielo, mirando las formas que dibujaban las nubes mientras oía cantar a los jilgueros. Era capaz de todo eso, y muchas más cosas, podía tocar una preciosa melodía de Chopin en el piano de cola de su madre; o ayudar a su padre a arreglar el jardín, regando, podando y plantando toda una variedad de flores y plantas de los más vivos colores; y disfrutaba con todo ello.

Pero el tiempo transcurría y los padres de Alex, que al principio estaban encantados con todas esas actividades, comenzaron a preocuparse en cierto modo, pues parecía que el pequeño tenía problemas de adaptación en el colegio, siempre estaba solo en los recreos, era extraño ver que no se juntaba con los demás niños, que disfrutaba de su soledad. Así pues, con toda su buena fe, sus padres le apuntaron a actividades extraescolares en las que tuviera que relacionarse con la gente, probaron con distintos deportes y clases para conseguir que el niño hiciese amigos, para que disfrutara de compañeros de juegos, pero no lograban que Alex se adaptara, y el pobre niño cada vez se sentía más triste.

Poco a poco el desconsuelo y la preocupación de esos padres hizo la relación con su hijo más tensa, ellos pensaban que algo malo le pasaba, que no era normal su comportamiento, llegaron incluso a plantearse llevarlo al psicólogo, le preguntaban constantemente sobre el motivo de su conducta, le preguntaban si le ocurría algo, le preguntaban por qué no quería relacionarse con los otros niños. Y no comprendían la situación, no podían entender lo que estaba sucediendo, y cada vez era peor.

Una semana después de que Alex cumpliera 11 años y sus padres le organizaran una fiesta en casa con todos sus compañeros del colegio, ocurrió algo inesperado. Al levantarse ese día el pequeño parecía haber perdido la voz. Sus padres le hablaban y él les contestaba articulando las palabras, moviendo los labios y la boca, pero sin emitir ningún sonido. Al principio no se preocuparon demasiado y pensaron que se trataba de un juego, pensaban que les estaba tomando el pelo, pero progresivamente fueron aumentando las voces de alarma, pues pasaban las horas lentamente, sin que el niño emitiera más sonido que el silencio. Así pues, optaron por llevarle al médico, para averiguar cuál era el motivo de este repentino enmudecimiento.

Y de este modo es como Alex acabó en el hospital, tras una semana después de perder la voz. Le habían hecho todo tipo de pruebas, y los médicos no encontraban ninguna explicación patológica que hubiese llevado al pequeño a ese estado. Incluso pensaban que todo era cosa suya, que había decidido dejar de hablar de repente, así que lo intentaron con psicólogos, psiquiatras y todo tipo de cosas, pero nadie era capaz de hacer que volviera a emitir ni una sola palabra. Y así pasaban los días, con pruebas y más pruebas para intentar dar con una explicación lógica a lo que le sucedía.

Una soleada mañana, entró en la habitación de Alex una joven enfermera, que había acabado la carrera ese mismo año y vio al niño sentado frente a la ventana, mirando fijamente por ella y como abstraído. Celia, que así se llamaba la muchacha se acerco a él y le dijo:

–Hola, soy Celia, y voy a ser tu enfermera mientras estés en este hospital. -Pero Alex ni se molestó en mirarla. Continuaba con la vista fija en la ventana. La chica se quedó observando al niño durante unos segundos. Y volvió a dirigirse a él.

–Hola, Alex. –hizo una pequeña pausa–-. ¿Entiendes lo que te digo? ¿Puedes oírme? –El niño giró la cabeza levemente hasta cruzar la vista con la enfermera, pero fue solo momentáneo, enseguida volvió a mirar por la ventana. Celia se giró y salió de la habitación, con un gesto de frustración en el rostro.

Los días pasaban, y cada intento de entablar comunicación era un nuevo fracaso, la chica, que jamás se había encontrado en un caso como este, no sabía que hacer. Ella estaba convencida de que Alex podía hablar perfectamente y de que entendía todo lo que le decían, pero por algún motivo se negaba a hablar. Celia lo intentó por todos los medios, se leyó la historia de su paciente, habló con sus padres para que le contaran como era antes de que le ocurriera esto, se informó sobre lo que podía pasarle, era amable con él, intentaba ofrecerle todo aquello que pudiera interesarle, pero algo se le pasaba por alto. Hasta que un día se le ocurrió una idea, porque a ella siempre le habían dicho que intentara ponerse en la piel de los pacientes, que intentara comprenderles, que intentara empatizar con ellos y sobre todo, que les escuchara. Así pues, se dirigió a ver a su paciente sin voz, al misterioso niño silencioso, dispuesta a conseguir una respuesta por su parte.

Cuando entró en la habitación esta se encontraba fría, tenía las ventanas abiertas, y esa mañana había llovido, por lo que entraba una brisa gélida. Alex estaba apoyado sobre el alféizar de la ventana con sus codos, y su cabeza reposaba entre sus manos; su mirada se encontraba baja, pero no tenía un gesto triste, simplemente observaba un pequeño charco que se había formado frente a la ventana de su habitación. Celia se acercó hasta la ventana y se puso al lado del niño, adoptando la misma posición, y buscando aquello en lo que el pequeño había fijado su atención. Pasó así unos segundos, contemplando el paisaje, los arboles, las nubes, y todo aquello que se podía ver desde allí; hasta que finalmente centro su vista en el charco y se quedó a la expectativa. El charco reflejaba perfectamente las ramas de un árbol cercano, y entre ellas se podía contemplar las nubes, el cielo abriéndose para dejar paso al sol después de la tormenta. Y de repente, desde una hoja del árbol que se encontraba justo encima de ese charco cayo una gota de agua, una pequeña gota que se había formado a partir de gotitas más pequeñas aun. Y esa gota, provocó un chapoteo, y a continuación unas hondas, e hizo que aquella imagen que estaban viendo se convirtiera, por un segundo en algo mágico, una distorsión de un reflejo de la más cruda realidad.

Y fue justo en aquel momento cuando Celia miró al niño, y Alex miró a la enfermera; y en el rostro de ambos apareció una sonrisa. Y la muchacha supo que lo había conseguido dijo:

–Alex, ahora ya te entiendo, ya sé porque no hablabas. Y es que es una tontería hablar para aquel que no quiere escuchar, es difícil comunicarse con aquel que no te comprende o no te quiere comprender. –Celia agarró la mano de su paciente y continuó–. Ahora sé cómo ves tú el mundo que te rodea, sé que disfrutas con cada una de las pequeñas cosas que te ofrece, pero debes comprender una cosa. No todo el mundo tiene la misma capacidad que tú para disfrutar de esos pequeños momentos, y eso tienes que entenderlo.

Alex se quedo mirando a la única persona que había compartido por unos instantes lo mismo que él, la única persona que sabía exactamente como se sentía ahora, que había disfrutado con una gota de agua cayendo sobre un charco, que le había entendido y escuchado; y solo tuvo una cosa que decir, y esa palabra fue “Gracias”.

domingo, 3 de enero de 2010

2010, nuevo año, nuevas historias.

Bueno, hacía tiempo que no escribia, bien por falta de tiempo o bien por falta de inspiración; que más dá, el resultado al fin y al cabo es el mismo. Pero después de un largo periodo de inactividad, y gracias a una incitadora historia con un personaje principal muy peculiar, me ha entrado el gusanillo otra vez, y aqui me teneis, para bien o para mal, para aburrimiento o deleite... no sé, pero vuelvo a subir alguna cosilla al blog.

Y para que no quede muy sosa y falta de sustancia literaria esta entrada, pues os dejaré con unos versos, algo breve, aunque en ellos va plasmado todo mi sentimiento de romántico atormentado ("to Becker, jajajaja").



Me gustaría parar el tiempo
cuando se crucen nuestras miradas,
sentir que me estás amando
y que se lleve el viento las palabras,
palabras innecesarias.
Me gustaría sentir tu abrazo,
tu cuerpo fundido al mío
sin que nos importe nada
y olvidarnos del resto del mundo
olvidarnos de sus miradas.
Me gustaría sentir tus labios
acariciando mi piel,
y que se posen sobre los míos
y así poder llevarme
su dulce sabor a miel.
Quisiera guardarme todo aquello
que tuve estando a tu lado.
Lo siento, mi amor, te quiero,
pero ha llegado el momento
quisiera poder quedarme
pero no puedo,
no puedo porque me muero.
Ahora me tengo que marchar,
aunque me llevo tu recuerdo
y solo te pido una cosa,
que no me vengas a buscar.

sábado, 2 de enero de 2010

Lobo

El Lobo Estepario
Hermann Hesse

Yo voy, lobo estepario, trotando
por el mundo de nieve cubierto;
del abedul sale un cuervo volando,
y no cruzan ni liebres ni corzas el campo desierto.

Me enamora una corza ligera,
en el mundo no hay nada tan lindo y hermoso;
con mis dientes y zarpas de fiera
destrozara su cuerpo sabroso.

Y volviera mi afán a mi amada,
en sus muslos mordiendo la carne blanquísima
y saciando mi sed en su sangre por mi derramada,
para aullar luego solo en la noche tristísima.

Una liebre bastara también a mi anhelo;
dulce sabe su carne en la noche callada y oscura.
¡Ay! ¿Por qué me abandona en letal desconsuelo
de la vida la parte más noble y más pura?

Vetas grises adquiere mi rabo peludo;
voy perdiendo la vista, me atacan las fiebres;
hace tiempo que ya estoy sin hogar y viudo
y que troto y que sueno con corzas y liebres
que mi triste destino me ahuyenta y espanta.
Oigo al aire soplar en la noche de invierno,
hundo en nieve mi ardiente garganta,
y así voy llevando mi mísera alma al infierno

Siempre he sentido una profunda fascinación por los lobos, especialmente por aquellos que abandonan la manada, y son libres para matar, son libres para amar. Su supervivencia está supeditada por su soledad, no tienen que cuidar, ni alimentar, ni preocuparse por nadie, sólo por sobrevivir, sólo por resistir en el inhóspito medio que siempre envuelve al lobo solitario.
Vagando nostálgicos en la espesura, rastreando melancólicos en la tundra, cazando a sus presas en su retiro de la llanura y retornando a su descorazonado retiro cada noche, donde maldicen a la soledad aullando a la luz de la luna.

Odiado por sus iguales, temido por los profanos que se aventuran por la inmarcesible estepa o los interminables campos de la imaginación, entre el desprecio y el terror, su lamento es la melodía de las noches más oscuras y cerradas. Un alarido que evoca libertad, pero un alarido que también evoca tristeza y muerte. Piensan que no necesitan a nadie para conseguir lo que desean, mas en su interior, sienten su corazón repleto de apatía, desazón y contradicción. Pues en su libertad no son libres, están atenazados por una necesidad que los marchita irremediablemente.

Es por ello que el lobo solitario siempre muere... a no ser que, en los plúmbeos ecos nocturnos, encuentre respuesta a su lamentación.

Esa respuesta es la compañía... la compañía de alguien con quien puedan compartir su corazón, venciendo de esta manera, y para siempre, su trágica soledad.

Y juntos, envueltos por el manto de la noche, aullarán unidos en un apasionado canto sobre una escarpada colina proyectando sus voces por el ancho valle...

... durante toda la eternidad.