Desde tiempos inmemoriales,
cuando la historia no era más que un impreciso
esbozo narrado por los victoriosos, hemos existido los Bardos:
narradores, cronistas y poetas; artistas, juglares y trovadores;
tejedores de sueños que recogían mitos y leyendas,
de las canciones ancestrales, de los evanescentes sortilegios,
del arrullo del tempestuoso mar o del canto de las ninfas del bosque,
para transmitirlos durante generaciones entre aquellos
que nos quisieran escuchar, sumidos en un embrujado deleite.

Y es ahora, en esta Era donde la magia se diluye
junto con la esperanza de las gentes,
cuando nuestro pulso ha de redactar con renovada pasión
y nuestra voz resonar más allá de los sueños
.

Toma asiento y escucha con atención.

Siempre habrá un cuento que narrar.

sábado, 27 de febrero de 2010

En busca de los sueños - 3ª parte

El nevado sendero remontaba una pronunciada pendiente que se hendía en la maciza roca, ondulándose hacia elevadas cumbres que rasgaban los cielos de la mañana. La neblina se había ido disipando a medida que las centellas solares se hacían más lumínicas, aunque la temperatura seguía siendo preocupantemente gélida. Pero eso no alteraba la atención de la Soñadora y su Guardián, como tampoco lo hacía el sobrecogedor panorama que se erigía sobre ellos materializado en la imponente cordillera. Ausentes palabras durante horas, desde que habían abandonado la guarida en la que compartieron el calor de la pasividad de sus cuerpos, aunque sus pensamientos hablaban con nitidez por ellos cada vez que se dedicaban fugaces miradas de complicidad. Ninguno de los dos parecía dispuesto a quebrar ese imperante silencio que los acompañaba en su montañosa travesía, puede que por incertidumbre o inseguridad, ya que una pensaba que no sería capaz de articular los términos que latían en su interior, y el otro desconfiaba de que ella pudiera desear algo distinto a lo que había venido a buscar a este utópico universo de esperanzas pasajeras.

Las horas prosiguieron su inexorable curso y ese mutismo exacerbado estaba empezando a desesperar al guerrero elfo, que siempre había sido locuaz y bullicioso, por lo que buscó alguna motivación para iniciar una conversación que no pareciera forzada para evitar que su protegida pensara que carecía de razones para hablar con ella y sólo lo hacía por mero hastío. En esencia, ambos sabían que había multitud de emociones que estaban aflorando y debían tratar, pero fue otro detalle el que propició que sus voces saludaran a las borrascosas cumbres:

- Tengo la sensación de que conoces el camino. –la voz del Guardián sonaba áspera, por la cantidad de tiempo que llevaba sin hablar.

- Yo también tengo esa impresión, aunque es la primera vez que visito estas tierras. –respondió ella sin girarse otra vez, distante e introspectiva– Es como si…

- Háblame con sinceridad, no has de temer nada de mí. –inquirió él, colmado por una curiosidad que jamás había experimentado.

- Podría considerarse una locura, porque sé que no he estado nunca aquí, pero es como si… –la voz de la Soñadora parecía perderse en un tenue tono que se fundía con la brisa– …hubiese imaginado este lugar antes de visitarlo.

- No es ninguna locura, Soñadora. Le otorgas sentido a tu identidad, pues tú eres la que busca soñar, pero del mismo modo la que siempre sueña. No es descabellado que hayas imaginado este sitio antes.

- No lo entiendes, Guardián. Siento como si hubiese creado todo esto, como si fuese mío de alguna manera. –la dama detuvo sus pasos, volviéndose hacia el elfo con gradual angustia en su mirada– No es sólo un sueño.

- Nunca es sólo un sueño. Y eso lo he aprendido de ti, de esa profunda imaginación que posees y que te permite realizar asombrosas maravillas y prodigiosas magias.

- Pero no es suficiente, nunca es suficiente –sus pasos se dirigieron al Guardián, hasta llegar a su altura para tomar sus manos con delicadeza– Por eso busco al unicornio, para que me pueda hacer olvidar viviendo en mis propios sueños, como si nada más que ellos existieran.

- Por eso te acompaño, ansío esos sueños. –apretó las manos de la elfa para escoltar sus palabras con la determinación de su espíritu.

- Sigues sin entender. Cuando encontremos al unicornio, no podrás venir conmigo, porque cada uno de nosotros tenemos nuestros propios sueños y él se encargará de llevarnos hasta ellos… Estamos destinados a la separación.

El resplandeciente ámbar de los ojos del Guardián se fue extinguiendo como si se le escapara el alma por la mirada, a medida que una punzada de vacuidad recorría todo su cuerpo, desde el punto más hondo de sus sentimientos hasta la punta de sus dedos, en un reguero de desaliento que lo abatió en una inefable melancolía. Sin embargo, él sabía que ella tenía razón y cuando recobró el brío, respiró profundamente, hablando con la franqueza que lo caracterizaba.

- Soy tu Guardián y lo que deseo es que tus sueños se hagan realidad. Ese es mi verdadero destino, lo que ocurra más tarde no importa mientras haya sido leal a mi cometido.

Tanta enmascarada evidencia provocó reacciones similares en la Soñadora, que pareció perder la compostura hasta caer al borde del desvanecimiento cuando asomaron las palabras destino y separación en su boca, pues era lo que le dictaba su mente, contradiciendo absolutamente a las lecciones que, desesperadamente, trataba de inculcarle su corazón. Pero era lo más conveniente dada la situación, ya que había que esclarecer cualquier tipo de duda antes de continuar con la búsqueda. A pesar de ello, sabía que, en el fondo, en las recónditas simas de su imaginación, donde residían sus auténticos anhelos, había un sentimiento que crecía y se expandía, inundando sus antiguas pretensiones para reemplazarlas por un sueño que era el que siempre había perseguido.

Sin embargo, las manos se desunieron, con severas dificultades y un desierto de desilusiones se precipitó en mitad de la montaña, en el que las arenas del tiempo los aislaba en separadas y remotas dunas. Y cuando la Soñadora parecía que dudaba, fue el Guardián quién continuó con el rumbo perseguido, sin conocer la dirección pero haciendo camino al andar. Ella le siguió en una apatía que no sentía desde hacía mucho tiempo, y que no esperaba hallar también en este universo de infinito ensueño. En realidad, sólo le veía a él, caminando imperturbable y decidido, hacia un lugar al que sabía que no quería llegar por lo que implicaba, pero seguía avanzando precisamente por ella. Ella era su motivo y no el unicornio, lo cual provocó que comenzara a replantearse muchas cosas. No obstante, la montaña no es un lugar en el que puedas detenerte a pensar nada…

Fue un error olvidar que se encontraban en un multiverso fantástico, con todo lo que ello implica, pues en la imaginación de su creador no sólo reside la ilusión y la magia, también hay lugar para la aventura, la intriga, el desconcierto, el peligro e incluso terror más elemental. La vida y la muerte, siempre presentes en nuestro psique, en una trascendental antítesis que gobierna nuestras existencias y que se personificó cuando menos lo esperaban. Al principio, todo fue repentino, violento, brutal, sobre todo para la Soñadora, que cuando quiso percatarse, ya estaba atravesada por un enorme y ponzoñoso aguijón, que se introducía con virulencia directamente en su estómago, procedente de una retráctil cola que rezumaba malicia. El potente veneno no tardó en surtir efecto, incluso antes de que el Guardián pudiera ponerse en guardia, dejando totalmente fuera de combate a la elfa, que cayó indolente al suelo.

Un atronador alarido de furia rompió la quietud del ambiente cuando el guerrero vio caer malherida a la génesis de sus profundos sentimientos, desenvainando su espada instintivamente mientras se parapetaba en la rodela de madera y metal que portaba atada a la espalda. La réplica a esto se la dio una criatura que se había deslizado cautelosa, aprovechando la barahúnda mental que sufrían sus víctimas. De anatomía leonada, su rostro parecía pertenecer a un ser humano, pero estaba dotada de pavorosas fauces y terrible cornamenta. Sobresalían de su lomo cuadrúpedo dos gigantescas alas membranosas, como si se tratara de una burla de murciélago, mientras que, para culminar con los retazos de horror, su mucilaginosa cola estaba rematada en amenazantes púas que culminaban en lo que asemejaba el aguijón de un escorpión. Debía haberlo previsto, no dejaba de repetirse el Guardián cuando se halló frente a la mantícora.

No era momento para lamentaciones, no estaba su vida en juego, sino la de la Soñadora. Quizá fue eso lo que orientó sus precisos y certeros movimientos entorno a la bestia, a la cual fintó iracundo pero con habilidad, lanzándole poderosas estocadas en sus puntos vitales, al tiempo que bloqueaba los ataques de la quimera con su escudo, impidiendo que sus espinas se clavaran en su carne y sus garras y colmillos desgarraran su piel. Con cada cuchillada de su espada, se alzaban los gritos de ira y maldición del Guardián, que confluían con los agonizantes chillidos de la mantícora, que fue despedazada lentamente hasta que su horripilante cabeza rodó colina abajo.

El combate no había durado mucho, había sido demasiado torrencial lo sucedido, pero en todos los sentidos. El elfo no se detuvo ni un nimio instante una vez hubo abatido al enemigo, a pesar de sentirse aturdido por los acontecimientos, como si se encontrara en una tétrica pesadilla, y tomó a la Soñadora entre sus brazos, posando con supina suavidad una de sus manos bajo sus cabellos para levantarla lentamente. La piel de ésta estaba mortecina, como si le hubiesen arrancando la vida desde el estómago, con esa letal inyección de veneno directa a su cuerpo. Los ojos del Guardián adoptaron una delirante desesperación cuando la dama no reaccionaba, por lo que empezó a agitarla con cierta vehemencia totalmente perdido en la agonía. Y cuando parecía que ella se había marchado, para jamás volver, terminó por abrir los ojos, flemáticamente, como si tuviera el peso del mundo en sus párpados.

- No me esperes, voy a morir. Busca al unicornio por mí… y persigue tus sueños –su melodiosa y dulce voz apenas era audible ya por el dolor que la torturaba desde el estómago.

Fue ese el momento en el que el Guardián, su Guardián, la abrazó como había deseado hacerlo la noche anterior y la levantó todavía entre sus brazos, para buscar un lugar seguro y resguardado para tratar la supurante herida que tenía en su precioso cuerpo. Ella respiraba entrecortadamente y seguía observando suplicante al elfo, dándole continuidad a las palabras que había pronunciado antes lapidariamente.

- No hay nada que hacer… déjame aquí y sigue tú el camino. Prométeme que seguirás buscando tus sueños sin mí.

Pero el Guardián llevaba demasiado tiempo dejando que su mente hablara y este, precisamente este instante, era el que reservaba para que hablara su corazón.

- Jamás te dejaré, aunque los sueños terminen por separarnos.

Estas fueron las últimas palabras que la Soñadora pudo escuchar conscientemente, antes de desfallecer constreñida por los dolores y el veneno, que surcaban su cuerpo en un mortal torbellino que la alejaba de sus sueños para abismarla al eterno sopor. Hasta que su valedor encontró una pequeña gruta entre dos desfiladeros, en la que dispuso un lecho improvisado con maleza y ramas para colocar sobre él a la elfa.

Y lo único que pudo hacer fue tomarla de la mano, esperar a su lado y susurrarle al oído mientras se debatía entre la vida y la muerte.

- Mi sueño eres tú.

viernes, 19 de febrero de 2010

En busca de los sueños - 2ª parte

Silencio fue lo que hubo tras esta afirmación, durante unos instantes que se tornaron interminables, en los que esa severa voz repicaba en los sorprendidos sentidos de la elfa, mientras la presa de unos fornidos brazos comprimía su esbelto cuerpo contra el frío metal. Trató de desembarazarse inútilmente, pues no sólo se hallaba sometida por la fuerza, también percibía una inexplicable sensación de sosiego que doblegaba su voluntad, como si deseara ser abrazada de esa manera y por esa persona. A pesar de esto, logró recuperar la lucidez cuando fue consciente de la situación en la que se encontraba y pudo articular palabras, contundentes y certeras:

- Sólo busco escapar. Y para ello necesito encontrar al unicornio, que me guiará hasta el mundo de los sueños, donde podré ser eternamente feliz.

- Encontrar al unicornio… –sopesó sus palabras hasta que volvió a reaccionar– ¿Y de quién buscas escapar? –la presa se estrechó ligeramente, como si hubiese sentido la repentina necesidad de evitar que se marchara al escuchar la respuesta.

- De mi existencia, de mi entorno, de mi vida… - el tono de la dama era lacónico, cargado de ecos plúmbeos que se alzaban en armonía con el rumor de la cascada.

Los brazos cedieron inmediatamente, como si con esas palabras hubiesen sido vencidos por una trágica evidencia, y esto fue aprovechado por la mujer, que se movió con felina celeridad hacia sus ropas, poniéndose la túnica apresuradamente para tomar el arco con firmeza, cargando una flecha con la que apuntó al individuo que la había sorprendido en su placidez nocturna. Sabía a quién contemplaría, pero no lo que provocaría esa visión, pues en cuanto se dispuso a disparar contra él, no sólo vio a ese elfo que observaba el horizonte boscoso desde una elevación, con una contundente determinación, ahora esa mirada estaba destinada hacia ella, incluso resplandecía iridiscente en la tiniebla, prendida por un sentimiento que no se atrevía a imaginar.

- Has de perdonarme. Supe que me mirabas desde el bosque y presentí que rastreabas mi presencia. Por lo tanto, te busqué, te encontré, aguardé y te sorprendí cuando menos pudieras esperarlo. –el avezado guerrero unió la palma de sus manos, inclinándose hacia delante a modo de sentida disculpa y prosiguió hablando, colmando el ambiente con su reposada entonación– Soy el Guardián de estas tierras, ese es mi sino. ¿Puedo saber qué deseas?

- Mi deseo es huir –dijo ella– Tú has hecho que me sienta atrapada. No quiero ningún mal para este lugar…sólo continuar con mi búsqueda sin perturbar ese destino tuyo –el desdén con el que pronunció estas frases incluso la estremeció a ella–.

- Lo comprendo –asintió él, permaneciendo dentro del lago, hasta los tobillos– más de lo que piensas. Si estoy aquí, es porque yo también he escapado de mi propia vida. Habito en la soledad del bosque, lo protejo de cualquier tipo de hostilidad que pueda exponerlo al peligro.

- ¿Y acaso yo he amenazado de alguna manera este bosque, Guardián? –preguntó ella con comedido sarcasmo.

- No, desde luego que no –negó suavemente y una sonrisa ilustró su fino rostro– No sabría explicar qué me ha ocurrido, pero desde el momento en el que te he contemplado desde el risco, has inspirado un sentimiento en mí que trasciende a mi comprensión. Has hecho que olvide mi cometido aquí y has despertado mi curiosidad, que llevaba incontables eras en letargo, Soñadora.

- Me ha ocurrido lo mismo –terminó por reconocer, apartando su mirada hasta sentirse extrañamente ruborizada al escuchar la manera de referirse a ella– En realidad sí te he buscado por la floresta, con un entusiasmo que tampoco puedo explicar, Guardián.

- En ese caso, no busquemos explicaciones…

El Guardián caminó hasta la Soñadora, recorriendo una distancia que al principio parecía ser más lejana de lo que realmente era, creando bucles en el agua con cada una de sus pisadas. La Soñadora dejó de enfilar su arco contra el Guardián, y se limitó a aguardar su llegada, sintiendo que una espera mucho más prolongada, incluso de años, estaba llegando a su fin. Se encontraron el uno frente al otro y todos los sonidos se apagaron, el mundo se había detenido para que los dioses disfrutaran de este esperado instante. Las mejillas de la elfa irradiaban un inocente fulgor escarlata, que se vio acentuado cuando él la tomo de la mano y se fue arrodillando lentamente, hasta clavar una de sus rodillas en el empapado suelo. Y sin dejar de mirarla a los ojos, las palabras manaron como esa catarata que se despeñaba en un inexorable torrente de agua hasta el lago, siguiendo el curso natural de las cosas.

- Seré el Guardián de tus sueños. No sé quién eres, pero no me importa, pues es como si te conociera desde tiempo inmemorial. –tras una efímera pausa, añadió– Si tu deseo es encontrar a ese unicornio, te ayudaré, pues eso será lo que me permita estar a tu lado.

Un súbito vacío ahogó la respiración de la hechicera, que no podía creer lo que estaba escuchando, sin embargo ansiaba esas palabras más que ninguna otra cosa en este mundo. Se mantuvo impávida, sabiendo qué contestar, pero demorando su respuesta, como si gozara al ver la creciente preocupación que se plasmaba en el rostro del elfo a medida que transcurrían los silenciosos segundos. Hizo acopio de atrevimiento hasta culminar con una sonrisa que preludió graciosamente esa réplica que se proyectó a través de sus apetecibles labios.

- Siempre has sido el Guardián de mis sueños. Tampoco te conozco, pero no lo necesito, pues es como si confiara en ti más que en mí misma. –le miró detenidamente a los ojos a pesar de su notable timidez– Ven conmigo, encontremos al unicornio, escapémonos de esta vida, pues por eso estamos aquí los dos.

Fueron estas palabras las que sellaron un vínculo que no era en absoluto eventual, pues en este mundo no había nadie más que ellos y sus sentimientos. Pero eso no lo sabían y se limitaron a retomar esa búsqueda que parecía haberlos reunido, pues ella perseguía esos sueños que la permitieran escapar y él necesitaba protegerla para que pudiera cumplir sus anhelos. Ambos desconocían dónde podría encontrarse ese legendario corcel de infinita magia, por lo que comenzaron por salir del bosque y dirigirse hacia el norte, en el que se alzaba amenazante un monumental horizonte montañoso, invadido por una neblinosa mortaja. Las temperaturas descendieron vertiginosamente a medida que ascendían por la escarpada cordillera, hasta que llegó la noche y se vieron impelidos a buscar un refugio para evitar perecer congelados. Las dotes de exploración de ella junto al sentido de la supervivencia de él obtuvieron sus resultados, cuando se toparon con una pequeña gruta en mitad de la pared rocosa, y allí decidieron pasar las horas

Una vez estuvieron dentro, el Guardián preparó un pequeño círculo con piedras, colocando en el centro yesca suficiente para alimentar una buena fogata, y cuando pretendía encenderla con el pedernal que guardaba en su cinto, la Soñadora colocó su mano sobre su pecho para que se detuviera, apaciguando su impulsivo ímpetu con una dulce sonrisa. El elfo se retiró inmediatamente, intrigado, dejando que se ocupara ella, que tan sólo tuvo que concentrarse un instante y pronunciar una sortílega letanía, para que de su mano se proyectara una tenue llama que hizo arder la leña instantáneamente.

- ¿Magia? –inquirió él, perplejo pero con un risueño gesto.

- Sueños –respondió la elfa con sus ojos clavados en la hoguera– En este mundo de fantasía, imaginar es poder, soñar es magia. No hay nada que no podamos hacer si utilizamos nuestra imaginación.

- ¿Por esa razón buscas al unicornio?

- Así es –afirmó ella, pero hizo una pausa, como si no se sintiera del todo convencida de lo que estaba diciendo, hasta que finalmente continuó– Para que me lleve a ese mágico lugar donde nunca dejaré de soñar.

La lumbre calentaba toda la caverna, ofreciéndoles el bienestar del que precisaban en la helada noche. Aún así, él la tomó entre sus brazos, ella se dejó arropar y se acopló en su cuerpo, tumbándose sobre su pecho para escuchar los enérgicos latidos de su corazón mientras desaparecía cualquier atisbo de frío que pudiera atenazarla. Ninguno de los dos se movió, simplemente se mantuvieron abrazados en silencio hasta que llegó un nuevo amanecer.

Y con el alba, reanudaron el camino, pero ellos ya sabían por quién ardían sus corazones.

sábado, 13 de febrero de 2010

En busca de los sueños - 1ª parte

En lo más profundo de la fantasía, más allá de la imaginación, se halla un mundo en el que la realidad y la ficción son amantes nocturnos. Y en este prodigioso multiverso de infinita creación, habitan toda clase de criaturas de leyenda, seres fabulosos y entes engendrados por ingeniosas utopías y el folklore mitológico. Este lugar, antaño visitado por exploradores de los sueños que incluso decidieron morar en él largo tiempo, ahora se encontraba suspendido en el espacio, inaccesible y remoto, manteniendo su esencia intacta, pero sin ningún tipo de vida ajena a su primordial génesis. No obstante, el demiurgo de esta creación decidió abrir las puertas de su universo, una vez más, tan sólo para que dos personas pudieran atravesar el umbral de magia y quimera que separaba su lugar de origen de este mundo único y maravilloso. Accedieron por entradas distintas, apareciendo en opuestos rincones de estas fantásticas tierras, envueltos por ese fascinante halo en el que se sumergían aquellos que adoptaban una identidad idealizada, requisito principal para recorrerlas, pues había que trascender de lo material si se deseaba vagar e interactuar dentro de ellas.


Una de estas personas era una mujer, que se personificó como una dama de oscura y larga caballera, que le caía como una ráfaga de negro viento por la espalda y los hombros, mientras su aterciopelada tez resplandecía evanescente cuando los haces del sol del amanecer se reflejaban contra ella. Su mirada, insondable y cautivadora, escudriñaba lo que le rodeaba con osadía, como si su entorno le resultara absolutamente familiar. Cuando empezó a caminar, sus perfectas formas se agitaron etéreamente, en gráciles movimientos que la vista humana no podría del todo asimilar. Se trataba de un espíritu libre, una elfa que avanzaba entre la frondosa espesura impelida por una necesidad. Pues el motivo de su aventura era encontrar a una criatura que la ayudaría a escapar de su propia existencia: un unicornio.


Como si los azares del destino estuvieran aliados para recibirla, en uno de los retorcidos ramajes que se enarbolaban hacia los luminosos cielos, había colgada una mochila que parecía dispuesta para ella. Trepó con facilidad por el tronco del árbol y la tomó entre sus brazos hasta regresar al suelo, descubriendo en su interior una sinuosa túnica inscrita con esotéricas runas, que se ciñó a su anatomía en cuanto se la puso, abrazándose mágicamente a su cuerpo. También había un cinturón de cuero, con el que se rodeó la cintura; unas botas de liviano aspecto, que no tardó en calzarse; un arco tallado en madera plateada y tensado para que tuviera una precisión sobrenatural; y un carcaj repleto de flechas, de afilada punta y níveas plumas.

En cuanto se pertrechó con este equipo, sintió un hormigueo por todo su cuerpo, partiendo desde su corazón hasta arribar a la punta de sus extremidades, siendo consciente de que era capaz de utilizarlo con una maestría que desconocía. Su inherente curiosidad, uno de los rasgos que mantenía en relación a su verdadera personalidad, la llevó a realizar una evidente comprobación. Así pues, deslizó una de sus manos hacia la espalda, dónde tenía atado el carcaj, tomando con suavidad una de las flechas por su penacho, mientras sostenía el arco firmemente. Y en apenas un parpadeo, situó el proyectil sobre la cuerda, cerró sus ojos y un susurro arcano resbaló entre sus labios, en el instante en el que la flecha salió disparada con una atroz violencia, imbuída por una refulgente aura que la rodeaba hasta que se clavó en el tronco de un árbol que estaba emplazado a unos metros de distancia.


No sólo disponía de habilidad para disparar un arco largo con rotundos resultados, sino que percibía como la magia latía dentro de ella, formando parte de su ser en un místico enlace que no precisaba de estudio para manifestarlo a voluntad, mediante conjuros y hechizos de toda índole. De esta manera, dotada por inmensas destrezas y competencias taumatúrgicas, se dispuso a iniciar la ansiada búsqueda del unicornio, en lo que intuía iba a ser una larga y peligrosa odisea por estos inhóspitos parajes. Se movió con facilidad por el bosque durante varias jornadas, con los sentidos aguzados, siempre alerta, por si en algún momento podía distinguir en el paisaje la efímera visión del animal que buscaba.


Sin embargo, tras unos días de infructuosos resultados, en los que no contempló nada que le llamara la atención, estando en el límite norte del bosque, vio en la lejanía una figura que se alzaba imponente sobre uno de los riscos que bordeaba el valle donde ella se hallaba. Parecía tratarse de un hombre, pero de aspecto estilizado, como si fuese un elfo, igual que ella. De indómitos cabellos que se agitaban mecidos por los gélidos vientos y penetrante mirada que subyugaba todo cuanto su visión abarcaba, estaba armado con una lustrosa cota de mallas y anillas, en la que se proyectaba el fulgor carmesí del atardecer, mientras se mantenía absorto de la presencia de la mujer que le observaba desde la hondonada. Al cabo de unos segundos, desapareció del peñasco con celeridad, sumiendo a su silenciosa vigía en una extraña incertidumbre: "Es la primera vez que lo veo, pero siento como si lo conociera desde siempre" pensó, al tiempo que olvidaba por unos momentos su búsqueda original, y se arrojaba al rastreo de este enigmático individuo.


La noche sepultó al cielo en su oscuro velo, pero el resplandor de las estrellas era suficiente para que la ávida hechicera no tuviese problemas en explorar la zona septentrional del boscaje buscando a aquel hombre, hasta llegar a la pared montañosa que determinaba su frontera y de la cual se precipitaba, con todo el vigor de la naturaleza, un torrente de agua que emanaba de las cumbres montañosas, conformando una cascada que saltaba desde un escarpado precipicio hasta el propio valle, originando de esta manera un hermoso y cristalino lago, en mitad de la frondosidad. La tentación fue irrefrenable, y cuando se hubo cerciorado de que nadie había en las inmediaciones, se desnudó lentamente y se sumergió en la laguna, bajo la ominosa bóveda estelar.
Perdió la noción del tiempo mientras se bañaba en las serenas aguas, con el implacable resonar de la catarata como única y virtuosa melodía en la oscuridad, que inundaba sus sentidos hasta extraviarse en las placenteras sensaciones que le propiciaba sentir como su húmedo cuerpo era recorrido por los dedos de la brisa nocturna y las caricias de las corrientes fluviales. Después de unas horas nadando, disfrutando de este plácido baño, se dirigió hacia la ribera para comenzar a salir del agua, caminando tranquila, con sus percepciones todavía encandiladas por los placeres. Por esta razón, cuando escuchó aquel repentino chasquido metálico fue demasiado tarde y, antes de que pudiera girarse, algo la aferraba por la espalda, oprimiéndola por los brazos para que no pudiera moverse. Y en la quietud de la noche, con la resonancia de la cascada todavía palpitando en sus oídos, un gélido susurro la despertó de su ensoñación:

- Si me estabas buscando… ya me has encontrado.

martes, 9 de febrero de 2010

Colores


Abro los ojos, y solo veo sombras, difuminadas formas de lo que es la realidad. Veo el bosque, los arboles, los ríos, las hojas que cubren el suelo, las flores, el musgo y las rocas; pero ya no son lo mismo, no son como los recuerdo. Veo vida, ardillas y pájaros en las ramas, pequeños insectos revoloteando buscando néctar, veo correr a los ciervos y saltar a los conejos. ¿Pero dónde están sus colores, se los ha llevado el invierno?

Y de pronto aparece un niño, y lleva entre las manos una cosa que guarda con recelo y con exquisita ternura, acariciándola con sus dedos. Y se acerca lentamente hasta donde yo estoy, un paso tras otro, mirándome fijamente, y distingo un azul claro, una mirada profunda, eterna, infinita; los ojos más dulces que jamás haya podido ver. Me sorprende, pues algo ha roto la escala de grises, y me quedo observándole atentamente, hasta que al final se para frente a mí. Y muy despacio separa sus manos, y de ellas sale una luz, una pequeña esfera de fantasía, que flota suspendida ante mi cara, salpicada de cientos de colores que se muestran de forma fugaz, uno tras otro en una danza incesante y vivaz.

Y de repente, de la resplandeciente bola de luz empiezan a saltar distintos rayos que impactan sobre todo lo que hay a mi alrededor, tintándolo de sus diferentes matices. Y de verde se tornaron las hojas de los arboles, y la corta hierba del suelo, y los tallos de las flores, y el musgo de las rocas. Y de marrón los troncos, y la tierra del suelo, y las hojas secas que caían lentamente mecidas por el viento, y también el pelaje de un alce y las alas de un pájaro. Y de amarillo, rojo, rosa, violeta y muchas más tonalidades se pintaron las flores, y las vistosas mariposas, y las plumas de muchas aves. De azul se tiñó el cielo, con sus pinceladas blancas y de repente todas aquellas sombras desaparecieron.


Pero yo me miré las manos, y todavía continuaban grises, y mi ropa… Todo había recuperado su color, el mundo que me rodeaba, pero yo no; algo quedaba en mi interior, y comprendí que no era el invierno, que había sido mi tristeza. Y alcé la vista otra vez, y me encontré con ese niño, y en su cara una sonrisa, y en sus ojos la misma profundidad. Me arrodillé para levantarme, aturdido, y en el preciso instante en el que me ponía en pie el pequeño abrió sus brazos y me rodeó con ellos, y sentí como sus pequeñas manos se apoyaban sobre mi espalda, y su cabeza en mi pecho, y el candor de su cuerpo, y el olor de su pelo. Nos quedamos así un buen rato, yo cerré los ojos para centrar mis sentidos en esa agradable sensación. Y al rato, cuando volví a abrirlos lo eché de menos. ¿Dónde estaban esos ojos azules, inmensos como el cielo, profundos como el océano?¿Dónde ese abrazo tierno?¿Dónde estaba ahora el agradable perfume de ese pequeño, su dulce sonrisa y todos esos colores que habían salpicado el bosque de los más espectaculares matices? Yo tengo la respuesta, no se los ha llevado el invierno, solo ha sido mi tristeza… Y de repente una lágrima se escapó de mis ojos, descendió lentamente por mi mejilla hasta precipitarse desde mi cara; extendí la mano para interceptar su caída, y al chocar contra mi palma pasó lo inesperado, mi piel volvió a recobrar su tono rosado que se apoderó rápidamente del resto de mi ser.

Finalmente lo comprendí, con esa lágrima desechaba la melancolía y noté en mi interior como florecía la alegría, y apartada la desazón y el temor, volvió a mi la vida. Un imaginario abrazo, un roce de nuestras manos, imaginar tus labios y mis labios, besándonos; y pensar que pronto se hará realidad y podremos ser felices juntos. El amor sincero como el de un niño, la pasión del mar rompiendo contra las rocas, el color de un bosque florido en primavera, todo eso quiero conseguir a tu lado.

viernes, 5 de febrero de 2010

Memoria

Los años no ofrecían clemencia para sus cuerpos, pero aún así disfrutaban de esos tiernos paseos matinales por la playa, aferrados de sus arrugadas manos con la misma intensidad y pasión que tenían en su juventud. Pasaban de los setenta años, pero el mar continuaba siendo, para esta pareja de eternos enamorados, como ese imperecedero espejo en el que se reverbera la límpida diafanidad de su amor. Cuatro pies descalzos sobre la fina arena mediterránea iban trazando un sendero por el linde de la costa, que se borraba tras el paso de una errabunda ola que profundizaba más de la cuenta en el litoral. Sin embargo, eso nunca deshacía lo andado, que había sido mucho, durante innumerables años compartidos.

El naciente sol de Levante centelleaba en el firmamento, provocando que el calor se intensificara cada minuto, por lo que pronto tendrían que retirarse a su pequeña y acogedora casa, de blanca fachada en su exterior y rústica madera en su interior, en la que vivían desde hacía décadas, a escasos metros del mar. Pero este era el momento para que Juan le dijera a su preciosa Lena, con la que compartía su vida desde hace más de medio siglo, la noticia que le habían dado días antes, en su última visita al médico. Se detuvo repentinamente, permitiendo que las aguas lamieran sutilmente sus pies, deteniéndola a ella por sus manos, para contemplarla inalterablemente con su pálida mirada y hablarle con su acostumbrada dulzura:

- Niña, tengo algo que decirte. –las palabras parecían estudiadas.

- Yo también te quiero. –ella respondió con la espontánea alegría de siempre.

- Y yo te seguiré queriendo a pesar de todo... –amargura fue lo que asomó en su tono.

- No me asustes… ¿qué ocurre, cariño? –esa alegría se tornó en incertidumbre.

- Mi memoria... debo haberla usado demasiado durante estos años, porque se escapa entre mis dedos… a pesar de mis fútiles intentos de agarrarla con las manos. –Juan era historiador, había transcurrido toda su vida estudiando los acontecimientos y devenires de la Humanidad.

- ¿Eso quiere decir que tienes…? –apretó las manos de su anciano marido con su voz repleta de congoja.

- No es necesario que la nombres y espero que mi enfermedad sea lo primero que olvide. –habló con firmeza, estrechando con complicidad las suaves manos de ella- Lo que jamás podré olvidar es cuánto te amo…

Él la miraba a los ojos mientras hablaba, ella mantuvo la mirada hasta que no pudo más y sintió como su alma se despezaba, comenzando a llorar desconsoladamente. Se fundieron en ese sentimental abrazo que habían compartido tantas veces en la ribera marítima, permitiendo que el mar fuera el testigo perpetuo de su vida, y en este caso de su profundo pesar. Sin embargo, Juan tomó con las fuerzas que todavía le restaban a Lena entre sus brazos, demostrándole que estaba con ella, pasara lo que pasara y, tras besar su rostro cariñosamente, le susurró al oído:

- Cuando mi memoria falle, será mi corazón el que te hable.

Sus labios se fundieron en un beso, que a pesar de la edad, seguía siendo intenso y apasionado, y regresaron a su casa. Una vez estuvieron allí, más tranquilos, él le habló de su enfermedad, que solía afectar a mucha gente de su edad, ella le escuchó, al principio preocupada, pero después comprensiva y totalmente dispuesta a estar a su lado, pasara lo que pasara: era el amor de su vida, jamás lo iba a dejar solo y desamparado. Y se conjuraron, después de mucho hablar, se prometieron que aprovecharían absolutamente todos los años que les quedaran para visitar todos los lugares que les quedaban por visitar, hacer todas las cosas que les restaban por hacer y compartir todos los sentimientos que tenían por compartir, tanto entre ellos como con sus hijos y nietos. La promesa se selló con una mirada henchida por la esperanza y un beso que portaba optimismo a pesar del funesto destino que les aguardaba. Obviamente, lo primero que se propusieron hacer fue viajar, cuánto antes, además. Después de eso, pensaban que tendrían tiempo para todo lo demás… aunque no era tiempo precisamente lo que les sobraba.

Se despidieron de su familia y sus amigos en una maravillosa fiesta que organizaron en su propia casa, en la que comieron y cenaron los deliciosos platos que Lena cocinaba y que Juan aderezaba, siempre ayudándola en todo lo que hiciera. Al día siguiente, ya estaban surcando los cielos, comenzando ese largo viaje que los llevaría por distintos rincones del mundo: la elegante y romántica Francia, donde se asentaron especialmente en las doradas calles parisinas; tradicional pero hermosa, Alemania era otro de sus destinos predilectos, desde Berlín hasta Munich; Praga y Viena, capitales del amor, también fueron espectadoras de excepción de esos sentimientos que se profesaban; Italia y Grecia, en todo su histórico esplendor, con Roma y Atenas como urbes ancestrales que el recuerdo no borraba; las Islas Británicas, el Báltico y Rusia, allí donde el frío era permanente, pero no suficiente para helar sus ardientes corazones; también visitaron América y Asia, desde Estados Unidos hasta las ruinas aztecas y mayas o la China Imperial, recorriendo la Gran Muralla hasta los confines de la mística India.

Eran lugares que habían visitado durante su vida o en los que nunca habían estado, pero eso no importaba, en todos ellos volvieron a disfrutar como antaño o gozaron por primera vez, aunque la memoria de Juan tenía claros síntomas de debilitarse, pero aún así el recuerdo seguía latiendo en lo más profundo de sus emociones. Su último destino, no podía ser otro, fue Egipto. Allí culminaron ese largo periplo, en la tierra de los faraones, más allá de las inmarcesibles dunas de la Historia, donde el olvido y el ostracismo no hacía mella, a pesar del paso de los milenios: remontaron el lago Nasser y el Nilo hasta las Cataratas Victoria, disfrutaron de la fascinación que implicaba contemplar las Grandes Pirámides, Karnak, el Templo de Luxor, Templo de Hatshepsut, el Valle de los Reyes, Abu Simbel y los Colosos de Memnón.

Y durante todo el viaje, Juan trataba de contarle a Lena la historia de cada lugar que visitaban, pues tenía amplios conocimientos del mundo y su historia, y ella le escuchaba, atenta y enamorada. Pero, a medida que fueron pasando los meses, progresivamente olvidaba más cosas, cuando al principio sólo eran descuidos que incluso podían parecer normales en su carácter despistado, se hicieron más evidentes una vez llegaron a Egipto. Pero ella, dedicada y sonriente, cuando la tristeza le inundaba a él ante sus incapacidades, le decía y le repetía:

- Recordaré todo esto para ti… y te hablaré de ello siempre. Todos los días.

Así fue como volvieron a su casa, su maravilloso hogar donde se sentían mejor que en ningún otro lugar, para proseguir con esa vida que estaba ornamentada con sueños, ilusiones y fantasías, en la que ellos dos habían sido sus protagonistas y lo seguirían siendo. Cumplieron todo cuánto se habían planteado y se entregaron por absoluto a su familia y a sus sentimientos, aunque la enfermedad de Juan había avanzado bastante a lo largo de los últimos años, siendo ya octogenarios, marchitándolo y sumiéndolo en el inquebrantable sino de su olvido. No obstante, él siempre encontraba las palabras, cada día, para dedicarle un te quiero a su amada Lena, pues era lo único que no podía permitirse olvidar. Primero, se lo decía con diáfanas palabras, postrado en su sillón en el salón, todavía sonriente y sereno; luego, esas palabras se enmudecieron para convertirse en imperceptibles y costosos susurros que surgían de su boca como una cálida brisa primaveral; tras esto, sólo quedaron balbuceos y miradas puntuales, en las que ella creía escuchar y ver, a través de sus ojos, todos esos sentimientos que se agolpaban en el corazón de él, pero que no era capaz de exteriorizar.

Y fue una mañana, en la que el sol de Levante se filtraba por el ventanal, ardiente y caluroso, mientras Juan permanecía inerte y pasivo en su sillón, y Lena le relataba, como le había prometido, su viaje a lo largo y ancho del Bajo Egipto, cuando él cerró sus ojos, apagándose lentamente como una pequeña llama que aún ardía en una antigua candela, pero que estaba expuesta a que la más nimia brisa la sofocara. Ella se incorporó con toda la rapidez que pudo a pesar de su edad, pero fue en vano. Se había sumergido en un largo sopor, más cercano a la muerte que a la vida, apenas aferrado a un minúsculo hilo existencial. Toda la familia se volvió a reunir en estos últimos momentos, en su hogar, pues no consideraron procedente ingresarlo en un hospital. Entonces, en este momento en el que la aflicción invadía a todos, su hija mayor le entregó a su madre un cuaderno, de cuidadas cubiertas y peso liviano:

- Mamá, he encontrado esto debajo del sillón… -fue lo que dijo su hija, tras abrazar a su madre con todas sus fuerzas.

Lena salió a la terraza, desde la que se podía observar el mar, ese mar que había sido suyo desde que se hubieron conocido y abrió con manos temblorosas el cuaderno: “A mi niña”, fue lo primero que pudo leer. Las posteriores páginas estaban escritas con todos los cuentos, relatos, poemas, conversaciones y vivencias que él había escrito para ella hasta que tuvo nociones para hacerlo. Y una vez llegó a la última página, se encontró con una frase mal garabateada, de endeble caligrafía y arduamente inteligible. Cuando la hubo leído, regresó a la habitación y buscó con la mirada a Juan, centrándose específicamente en sus manos. Y en sus dedos lo encontró, impregnándolos por completo, tinta azul sobre su ajada piel...

Y esa última frase afloró desde lo más profundo de su interior:


Cuando mi memoria falle, será mi corazón el que te hable.