Desde tiempos inmemoriales,
cuando la historia no era más que un impreciso
esbozo narrado por los victoriosos, hemos existido los Bardos:
narradores, cronistas y poetas; artistas, juglares y trovadores;
tejedores de sueños que recogían mitos y leyendas,
de las canciones ancestrales, de los evanescentes sortilegios,
del arrullo del tempestuoso mar o del canto de las ninfas del bosque,
para transmitirlos durante generaciones entre aquellos
que nos quisieran escuchar, sumidos en un embrujado deleite.

Y es ahora, en esta Era donde la magia se diluye
junto con la esperanza de las gentes,
cuando nuestro pulso ha de redactar con renovada pasión
y nuestra voz resonar más allá de los sueños
.

Toma asiento y escucha con atención.

Siempre habrá un cuento que narrar.

sábado, 25 de septiembre de 2010

Promesas


Os voy a contar una historia, algo que ocurrió en una aldea, un pequeño lugar lleno de encanto que se situaba al pie de unas montañas. Y por mitad de la aldea, entre blancas casas de adobe, transcurría un riachuelo de aguas cristalinas y en su cauce transparente se podían ver pececitos de colores nadando alegremente. Y en los alrededores, bastos campos y un gran terreno boscoso se extendía lleno de vida durante muchos quilómetros, con arboles enormes de hoja caduca que tiñen de dorado el suelo en otoño y de verde pintan la primavera.

Y a pesar del encanto del lugar, no todo era felicidad, pues en esta aldea vivía una muchacha tremendamente bella, con cabellos de oro y el cielo por ojos; pero cada día al atardecer se sentaba en la misma roca junto al río a llorar. Y es que ocurrió hace tiempo, que un niño le prometió la luna. Ellos eran grandes amigos desde muy pequeños, crecieron juntos, jugando a un montón de juegos, corrían persiguiéndose el uno al otro o jugaban al escondite. Pero de entre todos, su preferido era el de “La princesa y el caballero”, ella se subía a un árbol que con la imaginación se convertía en un torreón donde permanecía encerrada esperando a que un valeroso caballero viniera a rescatarla y a conquistar su corazón. Y así fue como un día, el niño le dijo “Si venís conmigo, princesa, os prometo la luna”, con un brillo en los ojos propio del más valeroso de los caballeros.

El cariño entre ellos crecía, y poco a poco surgió el amor, la promesa del astro más bello de la noche era algo que ella jamás habría imaginado, y que nunca podría olvidar. Desde aquel día algo había cambiado en su interior, pero no se atrevía a decírselo por miedo al rechazo, miedo a equivocarse y perder a su mejor amigo. Y cuando se quiso dar cuenta, ella ya no era tan niña, la edad de los juegos había pasado, y las obligaciones iban aumentando, y cada vez tenían menos tiempo para verse, pero cuando podían aprovechaban para escaparse montaña arriba, o se perdían durante un rato por el bosque. Pero lo que más les gustaba era tumbarse en la hierba por la noche, en silencio, contemplando las estrellas y la luna, luna con la que tanto soñaba la muchacha.

Pero un día el aciago destino le jugó una mala pasada, el joven sufrió un grave accidente mientras trabajaba arando el campo con su padre, el buey que tiraba del arado se revolvió de repente y corneó al muchacho en el costado, provocándole una grave herida que lo debatía entre la vida y la muerte. Ella se enteró al poco, y fue corriendo a visitarlo, para decirle que no se podía morir, que tenía que cumplir una promesa... pero ya era demasiado tarde. Cuando llegó ya había pasado a buscarle la parca y en el catre yacía el cuerpo sin vida del muchacho. La chica se acercó, llorando, se arrodillo al lado de él, y le susurró al oído.


“Me prometiste la luna; pero te la has llevado, me has dejado sola con un cielo estrellado y vacío. Me la ofreciste una vez, me lo dijeron tus ojos llenos de brillo, y estabas esperando a que yo la aceptara; ahora me doy cuenta, de que día a día, me lo recordabas con tu mirada.”

Y desde entonces, cada atardecer, cuando el sol se retira dejando paso a un cielo anaranjado que se resuelve lentamente en oscuridad, la luna aparece y con ella un recuerdo profundo. El recuerdo de una amistad que creció, y de una promesa que el miedo impidió que se cumpliera; destruyendo un juego de niños, evitando que en la noche se quedaran huérfanas las estrellas.