Desde tiempos inmemoriales,
cuando la historia no era más que un impreciso
esbozo narrado por los victoriosos, hemos existido los Bardos:
narradores, cronistas y poetas; artistas, juglares y trovadores;
tejedores de sueños que recogían mitos y leyendas,
de las canciones ancestrales, de los evanescentes sortilegios,
del arrullo del tempestuoso mar o del canto de las ninfas del bosque,
para transmitirlos durante generaciones entre aquellos
que nos quisieran escuchar, sumidos en un embrujado deleite.

Y es ahora, en esta Era donde la magia se diluye
junto con la esperanza de las gentes,
cuando nuestro pulso ha de redactar con renovada pasión
y nuestra voz resonar más allá de los sueños
.

Toma asiento y escucha con atención.

Siempre habrá un cuento que narrar.

lunes, 20 de febrero de 2012

Todo son cenizas (parte 5 final)


Desde entonces, no había vuelto a poner un pie sobre La Rosa Verde. Desde entonces, seguramente, no había pensado en el concepto de esperanza en ningún sentido, durante tantos, tantos años. Había logrado esquivar el escenario de su segunda derrota con la habilidad de un funambulista de los sentimientos, así como sin embargo había sido incapaz de olvidar el de la primera derrota. Quizás no lo había olvidado por asirse a los últimos gramos de humanidad de su alma, una causa inútil, el último superviviente de un naufragio, asido al mástil de proa, derribado por cada ola, casi ahogado pero intentando, inútilmente a sabiendas de que su fin se aproximaba, sobrevivir.

El final del tercer vaso de whisky le saludaba en su presente, en el momento decisivo, tan cerca de cumplirse el motivo por el cuál había vuelto a posarse sobre los pétalos de la rosa, viejos, casi marchitos, pero todavía vivos al fin y al cabo. La pregunta era, ¿seguían vivos para él?

Lucille estaba cerca de acabar su número. Lo ejecutaba a la perfección, pero también era verdad que no era demasiado diferente a pesar del tiempo transcurrido; era curioso contemplar los cambios en ella mientras realizaba cada movimiento, fotográficamente similar pero gastado y sin pasión. Entonces, sucedió. Ella, como era de esperar, bailaba ajena al mundo que le rodeaba. Inmersa en sus propias preocupaciones, hacía siglos que había aprendido a no fijarse en el público, no lo hacía cuando la audiencia era considerable y se la follaban con los ojos y tampoco lo hacía ahora que formaba parte del paisaje del bar casi sin más. Pero una mirada involuntaria, un reojo. Y le vio. Él justo la estaba mirando, en realidad, aún inmerso en sus propios recuerdos, no le había quitado el ojo de encima desde que comenzó su actuación.

Ese momento, fue el único momento de imprecisión, en una interpretación mecánicamente perfecta. Daba lo mismo, a nadie le importaba, pero Ricardo lo notó, así como notó los ojos de Lucía chocar con los suyos, rogando al tiempo que se detuviese, y si no era mucho esfuerzo, retrocediera lo más rápido posible para devolverles aquello que habían perdido.

Esa perspectiva casi rascó en la conciencia del hombre que permanecía escondido bajo su poderoso armazón. Casi. Para acallarlo definitivamente, se terminó de un trago el whisky que le quedaba.

Ella se rehizo y con la profesionalidad que caracterizó toda su permormance, acabó su danza, sin haber respondido a ningún sueño prohibido más que a los sueños que pervivían en el pasado de Ricardo, dándole la certeza de que allí pervivirían hasta evaporarse para siempre.

- ¡Un aplauso para Lucille!- casi maulló la sensual voz de megafonía. Los feligreses aplaudieron como si no les fuera ni les viniese. Ella se introdujo entre bastidores.

- Martín, ponme otra.

Una mulata llamada Belinda, salió bamboleándose a continuación. Diez años más joven, a pesar de su ímpetu, y de su juventud, nada tenía que hacer, ni con la Lucille actual, ni por supuesto, con la de antaño, que había tenido más sensualidad en el dedo meñique del pie izquierdo que esta mujer en toda su exhuberante figura. Pero de eso parecía sólo darse cuenta Ricardo, ya que el público empeó a babear de manera ostensible.

Ricardo contempló el vaso. Una mirada y faltaba un cuarto del contenido. Dos miradas más y el hielo casi sobresalía a dos escasos centímetros del final.

Y supo que ése no era el único final. Supo que la decisión que había estado buscando tomar desde que sacó la foto y la contempló, todavía dubitativo, en el coche, debía ser tomada de una vez.

Jugueteó con el vaso y el tintineo del hielo, como haciendo tiempo, porque realmente ya había tomado una decisión. Ya la había tomado hace un buen tiempo. Ese hombre escondido y sepultado bajo toneladas de fracaso, de alcohol, de sueños nunca vividos, de vidas nunca soñadas; se había permitido el lujo de crear un circo alrededor de la decisión, una venganza contra su conciencia, un juego sucio y triste.

Pero en balde. Porque ya se había decidido. Quizás desde el principio de la noche.

Acabó el vaso. Miró a Martín, y éste le devolvió la mirada. Se levantó. Fue más allá de la mulata. Entró a bastidores. Atravesó el pasillo. Llegó hasta la puerta. Lucille, en letras doradas, un anacronismo de gloria que no pertenecía a la época correcta. Abrió la puerta. Y se encontró con ella.

Apenas se había puesto una camisa por encima, su desnudez era todavía patente. Estaba metiéndose una raya, y al levantar la cabeza, vio su reflejo.

- Ricardo… Ricardo… no me puedo creer que seas tú.

Se dio la vuelta y fue lentamente hacia él. Se dio cuenta de lo puestísima que estaba, era admirable como, mientras estaba en el escenario, lo fingía a las mil maravillas. Toda una profesional.

- No… no me puedo creer que seas tú. Te vi antes y dudé… no era posible. Después de tanto tiempo, no podía ser. Pero sí. Por suerte sí. Estás aquí.
Sonrió, evocando belleza pasada, presente y futura, pudiendo esa sonrisa cambiarlo todo, a pesar de su estado de embriaguez, Lucía atravesó la piel de Lucille.

Le abrazó. Con casi más fuerza de la que parecía tener en su, a cachos, famélico cuerpo. Quizás, por un momento, anhelando la entrega que él hizo suya en el pasado, una entrega que no había vuelto a tener.

- Te he echado tanto de menos.- siguió diciendo ella.

Y él, se dejó llevar, le devolvió el abrazo, con la misma ternura de antaño, quizás más. El hombre del pasado, se hizo con las riendas del presente y asomó la cabeza entre la maraña de lodo y decepción que habitaba. Pero sólo fue para despedirse, de la mejor manera posible.

Abrazando a Lucía.

Ella notó el frío metálico en su piel desnuda. Se escuchó el chasquido, sordo, secó, un pellizco desgarrador golpeando sus entrañas que no comprendió.

Se separó de forma repentina y notó cómo la sangre empezaba a abrirse paso de su abdomen al exterior, un río incontenible, por más que intentara frenarlo con sus débiles manos.

Le miró, tan perpleja, tan humana, tan perfecta. Él sostenía la pistola con el silenciador perfectamente acoplado. Apuntó a la cabeza y volvió a disparar. Ella se estrelló contra el tocador como un fardo, como una muñeca rota y ensangrentada.

Ricardo vio las cenizas de su ramo de rosas verdes, salpicando toda la habitación. Las contempló unos instantes más, para cerciorarse de que se esparcían con el viento, para estar seguro de que podía marcharse para siempre.

Volvió a la barra con el mismo paso, con el mismo caminar tranquilo y sosegado. Miró a Martín de nuevo. Asintió. Dejó un fardo de billetes y dijo.

- Cierra el camerino. Pasarán a recoger el paquete dentro de un rato.

- Ha sido un placer volver a verte Ricardo. Espero que nos volvamos a ver en mejores circunstancias.

- No. No volveré a pisar este antro jamás.

- Lo sé.

Salió del local, y contempló por última vez el letrero, lo vio como lo que era en realidad, un barril vacío de licor, el envoltorio de un regalo viejo y sin encanto, el continente de un contenido que había perdido todo significado posible.

Sacó su teléfono móvil. Marcó el número.

- Ya está hecho.- dijo mientras se encendía un cigarro.

- No tenía duda de ti. Buen trabajo, muchacho.- podían pasar eones, pero la voz tenía el mismo deje, y la muletilla seguía intacta a pesar de que había pasado muchísimo tiempo desde que dejó de ser nada parecido a un muchacho.- Esa mujer llevaba años molestando, sin saber cuál era su lugar. Un par de palabras bonitas, y se creen que las vas a sacar del estercolero en el que ellas mismas se han metido.

- Toda la razón, señor Quiñones.- tan sólo respondió.

- Pásate mañana y recoge tus honorarios. Te los has ganado. Mis hombres irán luego por el club a recoger el cuerpo de la pobre chiquilla.

Colgó. Se volvió por última vez. Parpadeó, verde pero muerta, la esperanza de la rosa que jamás tuvo ese color.

Fue hacia el coche. Arrancó, e hizo el último viaje que sabía perfectamente que le tocaba hacer. En realidad, toda la noche había tenido un esquema claro para él, y lo estaba siguiendo a la perfección.

El laberinto del tiempo, de las decisiones, de los errores, de los aciertos, de toda una vida echada por el retrete, le llevó a esa fachada. Gris, pero albergando en realidad mucha más frescura que la mentira real que había visitado por última vez no hacía más de veinte minutos.

La encrucijada había terminado. Miró la fachada sabiéndolo, buscando la habitación del quinto piso, pensando qué habría cenado, qué había hecho durante todo el día. Cuáles serían sus inquietudes, si tendría problemas con las matemáticas, si habría conocido al primer amor.

Sabiendo de todas, todas, que nunca se acordaría de él, que nunca sabría en realidad quién era él. En ese momento, se dio cuenta de que, por fortuna, sería así.

Sacó la foto. La contempló. Con toda intensidad, como sabiendo que ése y sólo ése, era el último momento de lo que le quedaba de triste existencia, en el que se replantearía el hombre que podía haber sido, y asumía el que era con todas sus consecuencias. La miró tanto rato. Se encendió otro cigarrillo. El humo danzó alrededor de las dos figuras de la foto, una niebla mucho menos espera que la irreversible niebla del tiempo.

Acercó la cerilla todavía en ascuas al borde de la fotografía, y lentamente al principio, comenzó a arder.

El papel se consumía cada vez con más fuerza, así como las imágenes ahora sin vida que lo poblaban, se iban deshaciendo entre el fuego. Un hombre, mucho más joven, mucho más vivo, entero, sostenía en brazos a una niña, que ahora, en la ventana del quinto piso, estaba a salvo de las llamas, pero que ardía miserablemente por completo en su mente. Y la fecha, y la inscripción “Bea, mi regalo para el mundo” se consumían para siempre al mismo ritmo en su conciencia y en la realidad.

“Todo son cenizas” pensó al contemplar las cenizas reales e imaginarias, de pétalos de flores que prometían mentiras, de regalos a un mundo que después de zampárselos con gula, se los vomitó furioso y enfermo.

Bajó la ventanilla del coche. Tiró los restos de esa vida que jamás volvería a visitar. Arrancó mientras las cenizas de todas las rosas verdes del mundo terminaban de consumirse entre el asfalto. Y ya no llovía, pero hacía tanto frío…

1 comentario:

Axel dijo...

¡Y yaaaa está! Acabado, finiquitado, yeeees.

Acabo de releer las cinco partes, y hay alguna errata bastante gorda (creación de palabras inexistentes en el idioma castellano incluída).

En otra de estas lo corrijo.