Desde tiempos inmemoriales,
cuando la historia no era más que un impreciso
esbozo narrado por los victoriosos, hemos existido los Bardos:
narradores, cronistas y poetas; artistas, juglares y trovadores;
tejedores de sueños que recogían mitos y leyendas,
de las canciones ancestrales, de los evanescentes sortilegios,
del arrullo del tempestuoso mar o del canto de las ninfas del bosque,
para transmitirlos durante generaciones entre aquellos
que nos quisieran escuchar, sumidos en un embrujado deleite.

Y es ahora, en esta Era donde la magia se diluye
junto con la esperanza de las gentes,
cuando nuestro pulso ha de redactar con renovada pasión
y nuestra voz resonar más allá de los sueños
.

Toma asiento y escucha con atención.

Siempre habrá un cuento que narrar.

jueves, 30 de junio de 2011

La Rosa Verde: La esmeralda indómita (parte II)



Gustav Helder había más que oído hablar de Ben Salar, hasta el punto de que ya no le creía más una leyenda que una realidad, como sí sucedía con lo que creían tantos otros. Una leyenda que sin embargo temían. El hombre no tenía nacionalidad ni rostro conocido. Era una sombra desconocida pero reconocible, un nombre que evocaba todo tipo de sensaciones contradictorias. Salvador. Terrorista. Fantasma. Héroe.


Aparecía y desaparecía como una tormenta de verano, imprevisible y sin dejar indiferente a nadie.

Sólo un recuerdo. Un recuerdo que le perseguiría durante las décadas venideras. Helder se había cruzado una vez con él en el pasado, buscando algo que ambos querían.


Los hombres de Salar le redujeron cuando ya escapaba con su preciado trofeo: un huevo de marfil, imitación de huevo de avestruz tallado en ese material de enorme valor. Helder había estado siguiendo la pista del huevo durante meses en un minucioso trabajo, en una cuidado y medido cúmulo de actos que se vio truncado de golpe cuando los sicarios del héroe fantasma se cruzaron en su camino. Él hizo todo el trabajo y ellos se aprovecharon de sus pesquisas y de su esfiuerzo. Perdió la consciencia por el golpe de la culata del rifle de uno de ellos cuando casi había conseguido su objetivo.


Abrió los ojos aletargado. Apenas veía nada, todo era borroso, en parte a causa de las consecuencias del golpe, en parte por la parcial oscuridad real… en parte por algo más que no lograba discernir.


- ¿Gustav Helder?- dijo una voz al otro lado de la habitación. Era una voz poderosa, imbuída en la seguridad absoluta.- He oído hablar de usted. Mi nombre es Ben Salar.

Las palabras rebotaron en Helder. ¿Existía de verdad ese personaje? ¿Era cierta la leyenda?


- Y yo de usted… para ser un fantasma parece terroríficamente real. Espero que capte la ironía. Tiene veinticinco segundos para soltarme, o se arrepentirá cuando no pueda volver a ingerir alimentos sólidos en toda su vida.

- Veo que todo lo que había oído de usted era cierto, Helder. Es todo un valiente.

- Y yo veo, mi buen señor Salar que todo lo que había oído de usted es rotundamente falso, porque estoy ante el más cobarde de los rufianes.


La silueta apenas apreciable que permanecía impasible sentada en frente de él parecía no inmutarse ante sus bravuconadas.

- Porque si no fuera un cobarde, me desataría ahora mismo, y arreglaríamos esto entre hombre y espectro. Llevo toda mi vida deseando experimentar lo que debe ser la curiosa sensación de romper una nariz ectoplásmica.

- Nunca se calla. Piensa que su cháchara intimida a sus adversarios, que así los domina, que así su seguridad les amilana. Pero se equivoca, por lo menos esta vez. Porque yo no soy como nadie ni nada a lo que se haya enfrentado hasta ahora.


Gustav Helder era un hombre que había aprendido a no temer a nada. Y más en ese momento de su vida. Había salido victorioso de tantas situaciones complicadas, en principio por suerte, luego por experiencia y habilidad, que había aprendido a ver el fracaso y la muerte como algo lejano, casi imposible. Pero este hombre le inquietaba. Parecía incluso más seguro de lo que él había sido jamás. Como si tuviera cada movimiento controlado, preparado en su mente, todo dispuesto como en una partida de un juego cuyas reglas tan sólo conocía él.


No debía flaquear, debía mostrarse decidido e implacable. Pero titubeó.

- ¿Dónde estoy?- preguntó, echando por tierra toda su fachada.

- Está a salvo, Helder. No voy a hacerle daño. Si hubiera querido hacerle daño, no estaríamos teniendo esta conversación.


Se enfureción, hirvió de rabia al darse cuenta de que su fantasmagórico anfitrión había percibido ese

miedo incipiente.

- Bien, aquí me tiene. A su entera disposición. Indefenso como un corderito. Si no va a hacerme daño, ¿qué es lo que quiere de mí?

- Sólo su atención durante unos minutos. No muchos hombres obtienen el privilegio de una sincera explicación por mi parte, porque generalmente no lo merecen. Usted sí la merece, siéntase orgulloso.

- Se puede imaginar por que innombrable parte me paso sus privilegios y sus explicaciones.- se negaba a rendirse del todo, juntó toda su voluntad para permanecer frío y mantener su pose indiferente.

- Durante los años que llevo en la profesión, he seguido unas normas de manera invariable. Son esas normas lo que me han hecho ganarme un nombre y permanecer en la élite. Usted hizo todo lo posible por conseguir el huevo de marfil. Hizo todo el trabajo y yo se lo arrebaté de manera vil. No estoy orgulloso. Le pido disculpas.


- Ja. Se está burlando de mí. Lo que me faltaba. Seré curioso, ¿a dónde quiere llegar a parar?

- He seguido su carrera. Entre tantos expoliadores, snobs, adinerados, ricachones indignos, usted hace las cosas como deben hacerse. Ambos somos de la vieja escuela. En condiciones normales, no le habría arrebatado el huevo de la forma que lo hice. Me he visto obligado. Ese huevo no le pertenecía a usted, ni a mí, y fue su legítimo dueño el que me contrató para devolvérselo. Siento haberme aprovechado de su trabajo, pero no puedo estar haciendo mil cosas a la vez. Dejo que la gente lo crea, eso mantiene mi reputación. Pero a veces he de recurrir a pequeñas tretas como ésta. Dejar que otro haga el esfuerzo, y aprovecharme de ello. No estoy orgulloso, pero a veces, muy pocas veces, el fin justifica los medios.


- ¿Y bien? Además de dejar patente lo deleznable de sus métodos y lo escurridizo de su reputación, sigo sin comprender qué quiere decirme con todo esto.

- Quiero decirle, mi buen Gustav Helder, que no olvido la afrenta que le he hecho. No me olvido de usted. Igual que ahora le estoy perjudicando, en el futuro le ayudaré.

- Es la patraña más demencial que he oído nunca. Es usted un payaso. Pretende fingir que es honorable, pero no es más que un ladrón y un cobarde.

- Y pese a esas lindezas que me está dedicando, no cambiaré de opinión. No me olvide Helder. Porque yo no le olvidaré. Ni olvidaré que le debo una bien gorda. Cuándo más me necesite, cuando no tenga nada más en la vida a lo que aferrarse, volverá a saber de mí. De momento… hasta entonces.


Gustav Helder empezó a sentirse somnoliento. No comprendía porqué, pero le era imposible mantener los ojos abiertos. Hizo acopio de todas sus fuerzas de su inquebrantable voluntad, pero no lo conseguía. El sueño le dominaba como un niño jugando con arcilla, de manera sencilla e inevitable.

- Duerma, mi buen amigo. Nos volveremos a encontrar. Tarde o pronto, nos volveremos a encontrar.


Cuando Helder despertó, se encontraba en la habitación de un hotel, con todo su equipo intacto. Intentó buscar la pisa de Ben Salar durante meses, y le fue imposible. Resignado volvió a Londres y olvidó el huevo de marfil que tanto trabajo le había costado y le habían arrebatado en un abrir y cerrar de ojos; para centrarse en lo que siempre fue su verdadero sueño, la esquiva rosa verde.


Lo que nunca olvidó fue la promesa de su enigmático captor. Pese a lo que le dijo, captó verdad en sus palabras, arrepentimiento y una determinación de redención más allá de toda duda. Pero la ayuda jurada no llegó durante más de veinte años… no había llegado cuando Yashid cruzó su valioso jardín y le dijo que había vuelto a oír hablar de la Rosa Verde, y que era nada más y nada menos Ben Salar quién la había encontrado tras tantísimas infructuosas búsquedas de tantísima gente.


Durante sus años de retiro Helder siguió oyendo noticias acerca de Salar aunque su imagen y su leyenda se había difuminado durante los últimos años.

Incluso llegó a escuchar vagos rumores acerca de una muerte no demostrada y que personalmente no llegó a creer en ningún momento. De alguna manera la sombra de Ben Salar permanecía al acecho, con su promesa intacta pese a no haberse visto cumplida a lo largo de los años.


Ahora, Egipto se mostraba ante él, decrépito, más gastado cada día, mucho más marchito y vacío de vida de lo que lo notó durante su última visita. El Cairo era cada vez más gigantesco, lo notaba cuando volvía de año en año, pero ahora que llevaba tanto tiempo sin regresar, fue algo mucho más impactante. Cada vez que volvió siempre le invadió la sensación de pérdida de identidad y de desgaste de la ciudad y del país. También habiendo estado tanto tiempo ausente, la sensación fue mucho más profunda esta vez. En parte porque él también estaba tan gastado y carente de identidad como el casi irreconocible paisaje que se hallaba en frente de él.

- Tu hogar cada día es un lugar más triste.- le dijo a Yashid.

- Lo sé. Si Europa no existiera, si nos hubierais dejado tranquilos…

- No me vengas con demagogias, amigo. A mí no. Gente como tú que saca partido de los expoliadores y colonizadores europeos no tiene derecho a quejarse y lo sabes bien.

- Tenemos que sobrevivir, Gustav. No nos culpes por adaptarnos.

- Las ratas y las cucarachas también se adaptan y no por ello dejan de parecerme asquerosas.

- ¿Quién está haciendo demagogia ahora?- Yashid era mucho más inteligente de lo que parecía a primera vista. Efectivamente se había adaptado y adherido a la cultura europea como una lapa, como un parásito que succionaba todo lo útil sin importarle el cómo y el porqué. Había hecho todo tipo de trapicheos para sobrevivir. Gustav Helder ni siquiera estaba seguro de los años que tenía, cuando le conoció apenas era un crío pero físicamente no era muy diferente a cómo era en ese momento. Pequeño, encorvado, con poco pelo y menos dientes, mirada inquieta, media sonrisa instalada de manera perpetua en su rostro. Tenía un tic que ponía nervioso a casi todo el mundo que permanecía cerca de él más de cinco minutos, frotarse ambas manos de manera incesante y crujirse los dedos. Le había visto hacerlo incluso durmiendo.


Le encantaba discutir con él, años atrás ambos se habían embarcado en discusiones eternas, sin final ni necesidad alguna de tenerlo, pero ahora estaba tan cansado que las fuerzas hasta le fallaban para seguirle el juego. Yashid lo notó. Era imposible no notarlo, jadeaba tanto que parecía querer todo el ardiente aire de El Cairo para sí mismo.

- Ha sido un viaje duro, Gustav. Pero ya estamos aquí. Lo hemos conseguido.


Gustav Helder quiso mirarle y que su mirada le dijera sin ningún género de dudas que no sólo no estaba cansado, sino que estaba dispuesto para cualquier aventura posible que Dios tuviera a bien disponer. Pero ni de eso fue capaz. Sus ojos, dos sacos llenos de piedras, queriendo hundirlos en el abismo por el tremendo peso que sostenían, sólo albergaban el más profundo de los letargos, ni rastro de la chispa de la aventura que le fue tan familiar en los tiempos que Egipto no tenía secretos para él.


- Estoy en perfectas condiciones, Yashid, no me seas condescendiente.- viendo que la fuerza de su mirada no era suficiente para convencerle volvió a intentarlo con su elocuencia pese a que apenas era capaz de juntar suficientes palabras para que se transformasen en una frase coherente.

Yashid no quiso discutir, en parte porque sabía que en este caso su compañero no sería capaz de seguir la discusión, porque ni tenía razón ni fuerzas suficientes.


- Vayamos a la taberna de Nagla. Ahí podremos descansar y decidir cuál será nuestro siguiente paso.

- ¿La taberna de Nagla? Querrás decir la taberna del viejo Khaled.- acertó a responder a pesar del cansancio.

- Gustav, me preocupas. Te lo recordé durante el viaje, pero ya te lo había dicho hacía tiempo. Khaled murió hace cinco años. Ahora el negocio es de su hija.

- Pero sólo es una niña... casi una niña- los recuerdos asaltaron la mente de Helder. Recordó la chiquilla de dieciocho años, pizpireta, grácil, una fuente de frescura...


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