Desde tiempos inmemoriales,
cuando la historia no era más que un impreciso
esbozo narrado por los victoriosos, hemos existido los Bardos:
narradores, cronistas y poetas; artistas, juglares y trovadores;
tejedores de sueños que recogían mitos y leyendas,
de las canciones ancestrales, de los evanescentes sortilegios,
del arrullo del tempestuoso mar o del canto de las ninfas del bosque,
para transmitirlos durante generaciones entre aquellos
que nos quisieran escuchar, sumidos en un embrujado deleite.

Y es ahora, en esta Era donde la magia se diluye
junto con la esperanza de las gentes,
cuando nuestro pulso ha de redactar con renovada pasión
y nuestra voz resonar más allá de los sueños
.

Toma asiento y escucha con atención.

Siempre habrá un cuento que narrar.

domingo, 31 de enero de 2010

Odisea

Sentado en el malecón del puerto, las aguas restallaban contra el muro de cal y arena que evitaba que el Mediterráneo anegara la pequeña superficie de nuestra helénica villa. Sentía como pequeñas chispas marinas empapaban mi piel, mientras mi mirada devaneaba entre la encrespada marea en su horizonte y los diligentes esfuerzos de la dotación de mi barco, que cargaban los aparejos necesarios para un nuevo periplo mercante y aventurero. Sin embargo, mis ojos no contemplaban, pues me hallaba sumido en recuerdos que martilleaban insistentemente mi psique y las imágenes que se plasmaban en mi mente eran las de un pasado lo suficientemente lejano como para ser perdonado, lo insignificantemente reciente como para ser olvidado.

Meses he dedicado a la humilde labor de buscar la indulgencia de mi antigua tripulación, que más que marineros, son camaradas, medio hermanos de sal y sangre, con los que he compartido los momentos más trascendentales de mi vida. Pero fuí capaz de traicionarlos, en nuestra última odisea ultramarina, donde los abandoné en el instante en el que, probablemente, más necesitaban de su capitán. Su decepción fue mi perdición, pero en el momento en el que la perpetré, no podía pensar en otra cosa, estaba abstraído por una serie de percepciones sensoriales que nunca antes había experimentado. Mi espíritu inquieto y bohemio hizo que saltara por la borda, cautivado por lo que creía el canto de una ondina. Nadé frenéticamente hasta una pequeño istmo que se extendía hacia peninsulares confines montañosos. Y yo, anduve errante por esa escarpada meseta, buscando una sirena que sólo era quimera, y que me alejó de mi patria, de mi mar.

Agraviado en mi orgullo y abatido por mi egoísmo, regresé a mi portuaria ciudad, amante de las ardientes aguas, con la enardecida exigencia de pedir compasión, de rogar por el perdón a todos aquellos a los que había desamparado con mi fatídica egolatría. Siempre había pensado que un hombre debía hacer lo que su corazón le dictara, sin atender a razones o a juicios, pero no nos podemos desprender vanidosamente de nuestras responsabilidades, especialmente cuando más que un sentimiento sincero, es un apetito insaciable. No supe controlar unos instintos que habían permanecido aletargados durante todos los años de mi existencia, cuando sabía certeramente que ese sirénido canto no era más que un ilusorio reclamo para que me saciara fugazmente. Puede que, cegado por los anhelos y alentado por románticos impulsos, quisiera vivir en un lugar distinto al que había habitado, distanciado de las aguas, como una prueba que evidenciara que más que un aventurero, era un superviviente. Subsistí durante un tiempo, sí, pero al igual que el amor necesita de verdaderos sentimientos, yo necesitaba de esa colosal ventana azul, en la que sol y luna nacen, se reflejan y mueren, iluminados por los cielos de la mañana o las refulgentes estrellas nocturnas.

Ahora me hallaba ante una oportunidad de demostrarle a mis compañeros que mi equivocación no se repetiría, que volveremos a viajar juntos hacia desconocidos confines marinos y regresaremos a nuestra tierra cargados de metales preciosos y materias primas, pero también repletos de ilusiones, sueños y vivencias compartidas. Nuestra barcaza estaba dispuesta junto al astillero, con su cuadrado velamen bicolor flameante en el mástil maestro y orientado mediante una yerga al azar de los vientos. En la popa hicimos tallar una torneada cola de esturión, que nos facilitaba el aerodinámico equilibrio necesario en la quilla y, en la proa, siempre presente, un friso con la marmórea representación de la Musa del Mar, a la que ni Poseidón ni yo todavía habíamos puesto nombre. Las ánforas atestadas de víveres para nuestra supervivencia se fueron introduciendo en la bodega dispuesta, de pequeño tamaño, por el escaso calado de nuestro navío. Sólo restaba que yo cruzara la pasarela que unía el pavimiento del puerto con la madera de cubierta, para ascender hasta el puente de mando, donde el destino de tantas vidas estaba en las manos que gobernaban el timón, mis manos. Y esta vez no les defraudaría.

Se alzó mi voz en una divina plegaria hacia el Olimpo, fundiéndose con una suave brisa que arrullaba las velas, como si los dioses nos ofrecieran su bendición, y los asimétricos remos estallaron con fiereza, pero rítmicamente, contra las reposadas aguas del puerto, provocando que se levantara una enérgica marejada a medida que la nave se deslizaba, legando tras de sí una senda de estelas y espumas, que se trazaba como si fuera un camino directo hacia los límites de un apasionante trayecto. Como piloto, hado de la ventura, debía procurar que nuestra navegación fuera de cabotaje, lo cual implicaba que no podía permitir que nos alejáramos excesivamente de las costas, ya que nuestra embarcación tenía un casco calafateado con madera de pino y hebras de espiga, no podría soportar una travesía en alta mar. No obstante, usualmente fuímos atracando en la mayoría de puertos que encontrábamos, realizando trueques e intercambios de nuestros productos y manufacturas con la población autóctona, para así salir recíprocamente beneficiados, ya que no podíamos vivir tan sólo de la aventura, también éramos mercaderes. Precisamente, a lo largo de este viaje, apenas hubo descubrimiento o hazaña, nos dedicamos específicamente a labores comerciales con cada uno de los pueblos costeros de la franja mediterránea, desde la Contestania ibérica hasta el Egeo griego.

Y fue en el recorrido de vuelta, en los prolegómenos del epílogo marino, cuando la caprichosa Fortuna quiso que empezara mi verdadera aventura, en una de las poblaciones litorales que se encontraba a escasa distancia en millas, al sur de nuestra ciudad. Estaba arriando la vela laboriosamente con dos de mis gentiles compañeros, con la barcaza fondeada en el muelle, cuando entre el gentío que transitaba en su albedrío por el blanco empedrado de la ensenada, vislumbré a la mujer, vestida con una sencilla túnica de satén sobre su morena piel, que había esperado durante toda mi vida, caminando absorta de mi visión. Esta vez no era el canto de una sirena, ni una equívoco deseo, sino una tangible ilusión, una dama que sabía que me había enamorado incluso antes de haberla contemplado. No era una diosa, ni una ninfa, ni una ondina, ni ninguna criatura divina, era una mujer, pero no sólo una mujer: era la mía. Necesitaba decírselo, ansiaba preguntarle algo. De esta manera, solté cabos y amarras, me dispuse a correr hacia ella, y ya estaba en la pasarela cuando se giró y nuestras miradas se unieron en una celestial explosión de emociones. No hicieron falta palabras, ambos lo sabíamos, aunque una prudencial distancia nos separaba. Traté de invitarla a venir conmigo con un gesto, en la lejanía del puerto, pero algo tiró de ella y desapareció entre la muchedumbre, en el mismo instante en el que algo también me lastró a mí, consiguiendo que me contuviera para no marchar en su búsqueda: mis camaradas.

Volviéndome hacia el barco, los vi a todos, ajenos a lo que estaba sintiendo, preparando los pertrechos para regresar a nuestro hogar, confiando en que su capitán, su amigo, no volvería a decepcionarlos. Suspiré profundamente, cerré los ojos y me conjuré en un sutil silencio, hasta que me hallé otra vez entre la tripulación de aquel navío que, como mi vida, era mío. Retomamos la navegación, separándonos lentamente de ese lugar donde sabía que estaba mi sitio, junto a ella y para siempre. Posé mis manos sobre el timón y lo maniobré para poner rumbo a casa, con mi mirada aún perdida en los perlados adoquines de ese paseo marítimo que se distanciaba hasta convertirse en un imperceptible pero brillante punto en el horizonte. Cumplí mi promesa, retorné junto a ellos, pero me sentía totalmente descorazonado, otra vez. Fuí muy infeliz durante unos días, hasta que en mi corazón encontré la respuesta: el viaje de mi vida, no había hecho más que empezar. Había atendido a responsabilidades, cuidado del destino de mis amigos, pero ahora tenía que vivir mi propio destino.

Me embarqué en soledad, pero acompañado de mil y una esperanzas, hasta que llegué al pueblo del blanco pavimento, donde seguía deambulando un sinfín de seres humanos, entre los cuales yo sólo podría ver a uno de ellos. Pero no estaba, no pude localizar a esa muchacha a la que pensaba declarar mi absoluta adoración sin ser una diosa, a la que necesitaba preguntar con imperiosa curiosidad sin ser un oráculo, a la que quería amar con toda mi pasión sin ser una fantasía. Arribé hasta el andén embarcadero, amarrando bien las jarcias y caminé soñador hasta la cercana playa de áureo salitre y violáceas aguas. Allí me quedé, pues en el mar la había conocido y en el mar quería esperarla, erigiéndome como una estatua moldeada en cal y arena, cincelado por una pregunta que le repetí al mar hasta que encontrara una respuesta:

¿Cuál es tu nombre para poder bautizar como mi Musa del Mar?

No tuve que esperar mucho para saberlo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Un bonito nombre, que también es nombre de musas de aviadores.

Un relato que se lee muy rápido pero sin perder intensidad, al contrario.

Un saludo




John W.