Desde tiempos inmemoriales,
cuando la historia no era más que un impreciso
esbozo narrado por los victoriosos, hemos existido los Bardos:
narradores, cronistas y poetas; artistas, juglares y trovadores;
tejedores de sueños que recogían mitos y leyendas,
de las canciones ancestrales, de los evanescentes sortilegios,
del arrullo del tempestuoso mar o del canto de las ninfas del bosque,
para transmitirlos durante generaciones entre aquellos
que nos quisieran escuchar, sumidos en un embrujado deleite.

Y es ahora, en esta Era donde la magia se diluye
junto con la esperanza de las gentes,
cuando nuestro pulso ha de redactar con renovada pasión
y nuestra voz resonar más allá de los sueños
.

Toma asiento y escucha con atención.

Siempre habrá un cuento que narrar.

lunes, 17 de diciembre de 2018

Hombres que no saben aullar

Érase una vez un joven que no podía conciliar el sueño, porque durante las noches no hacía más que inventar historias. Pero un día su vida cambió, cuando conoció a una mujer, de la que no sólo se enamoró perdidamente, sino a la que también le contaba todas esas historias. Esto era un gran alivio para él. Sin embargo, ella era una Mujer Salvaje, y sólo tenía sentido cuando era libre y podía hacer su voluntad. Al principio, todas las noches, ambos yacían juntos, mientras él le contaba cuentos y ella se adormecía entre sus brazos. Pero entonces empezaron a aullar los lobos, y cuando eso ocurría, ella desaparecía y él se quedaba solo.

 El joven se sentía muy desdichado, porque temía que algún día la Mujer Salvaje no regresara a su lado cuando hacía caso a esos aullidos. Por eso, lo único que se le ocurrió fue inventar todavía más cuentos, más historias, para intentar retenerla, como si pudiera encerrarla entre palabras. Y esta no fue la solución. Trató de aprender a aullar, y no lo hacía mal. Tenía espíritu de lobo. Pero esa no esa su verdadera naturaleza. Y cuando se ama a alguien, no se debe luchar contra uno mismo. Él lo comprendió deprisa. Comenzó a aprender. No podía ser siempre él quien le contara esos cuentos, esas historias. Tenía que ser ella, la Mujer Salvaje, la que lo eligiera a él para contárselas o la que se marchara con los aullidos cuando deseara y con quien quisiera.

 Nadie supo que fue de estos dos enamorados, pero se dice que él aún sigue escribiendo historias para ella...


 ... aunque ella se marchó hace tiempo a correr libre con los lobos.

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