Desde tiempos inmemoriales,
cuando la historia no era más que un impreciso
esbozo narrado por los victoriosos, hemos existido los Bardos:
narradores, cronistas y poetas; artistas, juglares y trovadores;
tejedores de sueños que recogían mitos y leyendas,
de las canciones ancestrales, de los evanescentes sortilegios,
del arrullo del tempestuoso mar o del canto de las ninfas del bosque,
para transmitirlos durante generaciones entre aquellos
que nos quisieran escuchar, sumidos en un embrujado deleite.

Y es ahora, en esta Era donde la magia se diluye
junto con la esperanza de las gentes,
cuando nuestro pulso ha de redactar con renovada pasión
y nuestra voz resonar más allá de los sueños
.

Toma asiento y escucha con atención.

Siempre habrá un cuento que narrar.

jueves, 20 de diciembre de 2012

La noche más larga

Érase una vez en una pequeña aldea de pescadores que por aquel entonces ya se llamaba Calpe, tres hermanos, cada cual más codicioso y supersticioso, que se estaban preparando para el Solsticio de Invierno. Por todos era conocido que esa noche sería la más larga del año, pero sólo unos pocos sabían lo que verdaderamente ocurría. Se decía que durante esa noche, que desde tiempo inmemorial era llamada Yule, los muertos caminaban entre los vivos. Y contaba la leyenda que aquel que se encontrara con un espíritu podría pedirle cualquier deseo a cambio de un favor.

Y hete aquí que estos tres hermanos, codiciosos y supersticiosos, aguardaron a que cayera el anochecer, y emprendieron rumbo a un lugar conocido como Peñón de Ifach, un enorme monte que se alzaba junto a la aldea y desafiante contra el mar. Después de mucho esperar, cuando pensaban que nada iban a encontrar, saliendo desde detrás de unas ruinas, se asomó una figura envuelta por una bruma sombría, que se deslizaba sobre el pedregal. Al principio, los hermanos se mostraron temerosos, pero la avaricia les pudo y se acercaron silenciosos:

- ¿Eres tú quién sólo pasea en la noche más larga? - preguntó el mayor.
- Así es, soy yo. - respondió con su fría voz.
- ¿Nos concederás lo que te pidamos? - preguntó el mediano.
- Tan sólo a cambio de un favor. - respondió con su oscura mirada.
- ¿Qué podemos hacer por ti? - preguntó el pequeño.
- Tendréis que conseguir tres objetos para mí. - respondió con su mano enlutada.
- Y si los conseguimos, ¿nos darás lo que sea? - preguntaron los hermanos al unísono.
- Lo que sea que queráis. - respondió mientras se acercaba.
- Queremos que nunca más nos falte nada. - hablaron los tres a la vez.
- Y así será si antes del amanecer me traéis: la ceniza de un campo fértil, el corazón de una gaviota y el hueso de un niño. 

 En cuanto fueron dichas estas palabras, la lúgubre aparición se dio la vuelta y se marchó con el eco de su propia voz. Sin más dilación, los hermanos decidieron dividirse para poder cumplir con la tarea antes de que el amanecer asomara por encima de los mares. El pequeño buscaría la ceniza, el mediano se encargaría del corazón y el mayor desenterraría el hueso. Se despidieron con alegría y grandes expectativas, pues ninguno de ellos dudaba que conseguirían todo cuanto les habían encomendado. Pero era la noche más larga del año, y nunca se sabe lo que te puede deparar.

 El hermano más pequeño, cruel y mezquino, decidió que el método más sencillo para conseguir una ceniza era con fuego. Así que se acercó al campo más cercano, prendió un retal de tela y lo arrojó contra los cultivos, incendiándolos. Y cuando creía que pronto lo conseguiría, la brisa marina sopló con más fuerza, avivó el fuego, que terminó por alcanzarlo hasta quemarlo vivo reduciéndolo a él mismo a cenizas.

El hermano mediano, feroz y desalmado, recorrió los caminos del Peñón hasta llegar a la cumbre, en la que sabía que encontraría los nidos de las gaviotas. En esos nidos podría matar a una cría sin dificultad y arrancarle el corazón de su cuerpo con suma facilidad. Cuando se acercó a un polluelo para asestarle el golpe fatal, su madre y el resto de aves se lanzaron contra el agresor, picoteando y pinchando su cuerpo hasta que a él mismo le arrancaron el corazón.

 El hermano mayor, pérfido y miserable, se dirigió hacia el cementerio de la aldea, que no estaba muy lejos de allí. Se encaramó al muro, saltó la cancela de metal y empezó a pasear entre las tumbas, buscando la más propicia para profanar. No tardó mucho en encontrar una fosa común, en la que se arrojaban los cuerpos de los niños huérfanos. Sin escrúpulo ni aprensión, se inclinó para usurpar uno de los restos óseos. Pero cuando pensaba que lo tenía aferrado, perdió el equilibrio y cayó en la sepultura, muriendo en el acto y dejando él mismo allí sus propios huesos.

Y fue así como la figura envuelta por la sombría bruma, de fría voz, oscura mirada y mano enlutada, fue paseando por cada lugar en el que los hermanos habían caído, y antes de que el Yule terminara, les reveló quién era mientras se los llevaba para siempre:

- Soy la Muerte que os reclama. Y ya nunca os hará falta nada.

La noche más larga del año terminó, como todas las largas noches, para dar paso a un nuevo amanecer, pues no existe principio ni final, ni luz sin oscuridad.


¡FELIZ YULE!

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