Truenos, era lo único que su oído escuchaba mientras permanecía sentado en aquel viejo banco de madera, con el cuerpo levemente inclinado hacia delante, los codos sobre las rodillas y las manos abiertas cubriendo su rostro. Los truenos sonaban rítmicos, acompasados, impropios de la naturaleza previniendo de una fuerte tormenta. “Bien recibidos serían si fuesen truenos de verdad”, pensó, ya que sabía perfectamente que ese sonido no lo producía el cielo, sino centenares de personas eufóricas golpeando el suelo con fuertes pisotones al unísono que habían acudido al lugar a verle morir para su distracción. Dio un profundo suspiro y deslizó sus manos por la cara, hasta dejar que la tenue luz de la armería inundara sus ojos negros los cuales hacían juego con su cabello. Echó un vistazo rápido a la sala, a su izquierda había una forja, aún candente, el resto de la habitación estaba decorado con varios estafermos y alguna que otra panoplia con unas pocas armas y piezas de armadura. Con cada golpe que escuchaba podía ver como la llama de los candiles bailaban, haciendo que la sombra de su portentoso cuerpo pareciese inquieta. El estruendo era más violento a cada momento, como si más y más gente se animase a seguir la corriente a los alborotadores. Algunas de las espadas que estaban metidas verticalmente en cestas empezaban a vibrar y entrechocar entre ellas emitiendo un leve sonido
Fue entonces cuando los vítores dejaron de oírse, dejando un silencio absoluto para que las voces del pasado le resonaran en la cabeza. Muchas eran confusas, demasiadas vanas, pocas carecían de sentido, cuando has dedicado toda tu infancia a realizar todo tipo de trabajos denigrante, esclavizado y abusado en todas ellos, la gente te decía muchas cosas, pero pocas de cierta relevancia. “Muchacho, si hay algo que quieras de verdad solo tienes que agarrarlo y llevártelo”, quizá sea lo que mejor recuerde de sus días pasados, ya que ni recordaba su propio nombre, no recordaba si lo tuvo alguna vez, “chico”, “muchacho”, un silbido, un chasquido, un grito, un golpe, era lo único que se necesitaba para dirigirse a él. Nadie que lo reclamaba se interesaba en saber su nombre y mucho menos en ponerle uno, nunca le preguntaron que quería hacer o donde le gustaría ir, solo le decían lo que se esperaba de él. Y así cumplía.
Nunca se preocupaba por nada, ni siquiera en saber quienes fueron sus padres y porque permitieron que llevara ese estilo de vida. Habían comerciado con él en tantas ocasiones como trabajos había tenido, ya no recordaba cuando fue la primera vez ni a que edad, pero era consciente de que esta era su última tarea. Un esclavista de cierto renombre había pagado una buena suma de dinero por él solo para ser aplastado y golpeado hasta la muerte por un ogro, solo para diversión de la gente. Los recuerdos comenzaron a desvanecerse como el humo de una hoguera...
1 comentario:
Pero qué elipsis tan 'martinesca', ¿no? Prosigue pronto con tu narración, camarada de trova, o la avidez que has despertado en mí me carcomerá las entrañas durante la espera. Y ya sabes que soy un individuo que se mueve por impulsos y arrebatos.
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