Era un niño bañado en tristeza, pálido como el nácar, callado como el silencio. Sólo un niño, asustado del viento y la lluvia, de los avatares del destino, de la música de lo incierto. Se apagaban sus días en largos lamentos, pegajosos en su conciencia, como los imanes de una nevera.
Sólo decidió caminar. Nunca había decidido crecer, toda la vida se interponía ante él, desafiante, y era un desafío que no estaba dispuesto a acometer, temía tanto la derrota y el paso del tiempo. Decidir caminar fue lo más valiente que jamás hizo, acostumbrado a esconderse en un rincón, hacerse un ovillo y dejar de pensar.
Pero salió a caminar. Cogió sus cosas, las metió en un atillo y salió por la ventana de su habitación. La realidad le perseguía pero sus sueños fueron uno detrás de otro guardándole las espaldas. El mundo sería suyo por unos instantes, la noche le pertenecería, todo lo que le asustaba desaparecería para siempre.
Puso un pie sobre la calle y cumplió doce años. Todo era diferente, aunque sus pies pesaban era imposible dejar de andar.
La noche habló con él.
- ¿Qué es lo que buscas?- preguntó. Su voz era suave, se deslizaba entre la brisa como un precioso regalo que daba lástima abrir.
El niño no respondió, y siguió caminando.
No respondió porque realmente no sabía muy bien qué responder. Nunca lo había sabido. Sólo era un niño, el mundo había sido sencillo, ahora nadaba en un mar de cambios y de confusión. Se rascó la cabeza y procuró ignorar la dulce voz de la incertidumbre que poco a poco se iba apagando.
La ciudad desapareció, se hizo añicos en el horizonte, el mundo parecía hacerse llano y sencillo, pero nada más lejos de la realidad. De repente lo supo. Supo que estaba solo. Comprendió que siempre estaría solo. Que todo el camino tras de sí se difuminaba hasta hacerse invisible. Que perdía todo cuánto tenía. Que perdía todo cuánto tendría. Sólo las estrellas brillaban, siendo la única luz que se podía distinguir.
- ¿Qué es lo que buscas? ¿Es que no lo sabes?- la voz volvió, no la había olvidado del todo.
Él siguió sin responder. Aunque caminar era cada vez más difícil, un paso siguió a otro paso y consiguió olvidarse de que estaba caminando.
¿Qué buscaba? Hasta ese momento, no lo había sabido con exactitud. Había cumplido quince años mientras caminaba, y todo lo que había creído saber buscar durante los años que llevaba caminando, era sólo polvo, cenizas y decepción. Todo era tristeza. Nada tenía sentido, salvo caminar.
La noche permanecía inamovible, una losa eterna y oscura, sólo salpicada esporádicamente con la luz de alguna estrella. De vez en cuando tenía que alzar los brazos y comprobar que no la estaba sujetando él, cerciorarse de que podía relajarse y no temer que en cualquier momento cayera sobre él y sobre toda la existencia.
Tuvo que pararse y escalar, ya no bastaba con caminar en línea recta. Fue un esfuerzo aún mayor, pero se agarró a la roca y siguió escalando. Lentamente en realidad. De manera muy torpe. Pero logró volver a tener el control.
Subió a lo alto de la montaña más alta. El camino ya no existía como tal, sólo era un intrincado laberinto de picos y de rocas. Dio un paso en falso. Se precipitó hacia el abismo.
Mientras caía los segundos se alargaban e intentaban sujetarle, pero ni el tiempo le podía salvar. Entonces la vio brillar.
- ¿Qué es lo que buscas?- no era la noche quién hablaba.
El niño vio su estrella. Quizás la había visto siempre. Quizás no era la primera vez que la veía. Pero la vio por primera vez.
- ¿Qué es lo que buscas?
- ¡Te busco a ti!
- No, eso no es cierto. Eso es lo que crees, pero no es cierto. Buscas una excusa para seguir soñando, algo que te haga brillar como brillo yo.
El niño no estuvo seguro de si la estrella mentía o decía la verdad. Pero era tan hermosa. Ya había olvidado la edad que tenía, volvía a ser un niño. Deseó con tantas fuerzas agarrarla y ser feliz para siempre que la estrella no pudo evitar sentir su amor. Bajó desde el cielo sin darse cuenta, y besó su mejilla. Ambos se abrazaron. Cayeron lentamente, como dos motas de algodón, revoloteando entre el viento, sin prisa, con la eternidad dibujada delante de ellos.
Ambos estaban juntos ahora. Dos niños, una estrella y un soñador. Tendidos sobre el césped, fino, fresco, vivo. Mirando el cielo. La luz se arremolinaba de manera dulce, creando fantasía, llorando magia y viento luminoso. Vio toda su vida. La vio a ella. La amaba. Siempre la amaría. El mundo sería tan especial con ella a su lado. Valía la pena dejar de soñar, porque el sueño era tan grande como cualquier realidad imaginada.
Ella era real, era parte de una fantasía real. Él agarró su mano con fuerza, como temiendo que se escapara.
Lo que debía ser una eternidad, no fue más que unos instantes. Unos instantes que empezaban a escurrirse entre sus dedos, como miel y barro.
- No te merezco, estrella.- dijo apenado. Volvía a ser un chico de diecisiete años.
- ¿Por qué dices eso?- ella se dio cuenta. Su rostro se entristeció como si el invierno devorara la primavera.
- No, yo no soy nada. No sé luchar, nunca he sabido.- no quería pero poco a poco soltaba su mano.
Vio su rostro, y fue la última vez en mucho tiempo en que ambos se miraron y se sintieron tal y como querían ser.
… y fue ella la que le soltó. Ni siquiera se dio cuenta de cómo había pasado, pero ya no sujetaba su mano. La noche volvía a ser fría, punzante, real. Miró hacia todos los lados. Lloró lágrimas saladas, juró saber lo que buscaba, juró querer ser feliz.
Pero ni siquiera se creyó a sí mismo. En ese momento de certeza y desconfianza, el cielo tembló y las estrellas, muertas y sin brillo, comenzaron a caer a su alrededor. Furioso, empezó a recogerlas y lanzarlas al mar. Su mundo se apagaba.
Pero no se apagó del todo. No supo con certeza cuanto tiempo permaneció lanzando estrellas marchitas al mar. Pero hubo una que no se apagaba. Chisporroteaba esperanza.
El chico se quedó mirando la estrella. Era su estrella, siempre lo había sido. No era suya del todo, pero siempre le guiaría.
- ¿Estás ahí, verdad?- preguntó él. - ¿Eres tú?
No contestó en principio, se contentaba con no apagarse.
- Sé que eres tú.- dicho esto, sintiendo la calidez de la luz en su espalda, el niño comenzó a caminar. El mar se abrió ante él, ante la seguridad de que su estrella todavía brillaba aunque no fuera por él.
El camino nunca dejó de ser duro. Quizás lo fuera cada vez más en realidad. Sus pasos nunca fueron seguros del todo con el transcurso de los años. Pero esa estrella, esa estrella que una vez creyó suya, siguió brillando. Cada vez con más fuerza
Ni toda su inseguridad y tristeza acabaron con su brillo, de tal manera que poco a poco fueron desapareciendo. De tal manera que el chico comprendió que esa estrella le había ayudado a caminar. Siempre. En todo momento. Incluso antes de agarrar su mano.
Se sintió vivo y eterno. Completo.
Llegó un momento en el que se impulsó, apilado sobre todo lo que una vez temió, sabiendo que sus temores y pesares le habían llevado hasta ese momento. Se impulsó, y saltó con tanta fuerza que surcó el cielo y llegó hasta su estrella.
Y logró abrazarla con tanta fuerza que se sintió luminoso y perfecto por unos momentos. Logró no sólo recordar lo que había amado a su estrella. Logró descubrir de todas, todas, que siempre la amaría. Que desde que la perdió, la amaba aún más. Que no le importaba si no la volvía a abrazar, porque siempre, siempre, siempre, siempre, siempre, había brillado. Y siempre brillaría.
Volvieron a mirarse y se sintieron tal y como eran. Como sólo ellos podían sentirse el uno al otro.
Y el chico siguió su camino, accidentado pero seguro, porque fue definitivamente consciente, de que tan sólo tenía que mirar al cielo, en cualquier momento, en cualquier lugar, y su estrella, aunque lejos, seguiría brillando, preciosa, eterna, inmortal.
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