Desde tiempos inmemoriales,
cuando la historia no era más que un impreciso
esbozo narrado por los victoriosos, hemos existido los Bardos:
narradores, cronistas y poetas; artistas, juglares y trovadores;
tejedores de sueños que recogían mitos y leyendas,
de las canciones ancestrales, de los evanescentes sortilegios,
del arrullo del tempestuoso mar o del canto de las ninfas del bosque,
para transmitirlos durante generaciones entre aquellos
que nos quisieran escuchar, sumidos en un embrujado deleite.

Y es ahora, en esta Era donde la magia se diluye
junto con la esperanza de las gentes,
cuando nuestro pulso ha de redactar con renovada pasión
y nuestra voz resonar más allá de los sueños
.

Toma asiento y escucha con atención.

Siempre habrá un cuento que narrar.

jueves, 23 de junio de 2011

Alba Heruin

Largo tiempo llevaba esperando para perpetrar su venganza contra aquellos que habían provocado su destierro de la civilización humana, convirtiéndolo en un excéntrico anacoreta que debía vivir apartado de todo y de todos, por sus ancestrales tradiciones que, otrora, habían sido medicina, fe y cultura para las gentes que aún creían en el conocimiento de los celtas. Pero ese tiempo de feérica esperanza se había esfumado como las nieblas que se extienden como una incontenible bruma por el litoral marino tras los tempestuosos amaneceres.

Había sido un druida durante toda su vida, como lo había sido su padre, y a su vez su abuelo, y el resto de su linaje desde tiempos pretéritos, erigiéndose como figuras predominantes de su sociedad, custodios de la sabiduría y veladores de la magia, que existía pero no debía ser revelada, por los peligros que entraña su uso por la perfidia humana. Otorgaban consuelo para los atormentados, alivio para los enfermos y saber para los profanos, pues no existe fuerza mayor que una mente despierta que tiene inquietudes por saciar.

Pero el caprichoso devenir le había alcanzado, y los que antaño creían en su palabra, ahora lo consideraban un anciano demente, reliquia de un mundo olvidado. Las criaturas de leyenda que recorrían el mundo habían sido sustituídas por un Cristo Blanco, al que se devoraba en cuerpo y sangre, en un ritual que no alcanzaba a comprender y que se había entremezclado en sincrética blasfemia con los ritos celtas. Las prácticas de sanación no eran más que mera superchería, una pantomima que en nada podía competir con el moderno saber al que todos llaman Ciencia. Y las antiguas fábulas y poemas que habían moldeado la Historia de los pueblos, no eran aceptadas por los nuevos estudiosos, que sólo pueden creer en lo que leen y en lo que ven.

Razones suficientes para que en este Solsticio de Verano, en esta Alba Heruin, con el beneplácito de la Diosa y el Pueblo de Danu que también habían sido olvidados, se convenciera para recurrir a sus primigenias artes y castigar al ser humano, quien se había sumido en un eterno sopor sin sueños, engañado por su propia apatía. De esta manera, en su obligado retiro a las abruptas ensenadas que dormían sobre las aguas, comenzó a reunir los materiales necesarios para la merecida represalia: cinco velas de negra obsidiana, pues oscura sería su magia; un texto sagrado cristiano, un tomo de medicina y un ejemplar enciclopédico para representar esa pretendida nueva sabiduría; y un fragmento de pergamino curtido, en el que escribiría su sentencia.

La noche se abatió sobre las escarpadas costas, filtrándose hasta los recovecos de su cueva, efímera en su ciclo, por lo que debía actuar con presteza si quería culminar con su propósito antes de que amaneciera. Deseaba sumir al ser humano en la oscuridad y el olvido, lugar donde ya se encontraba aunque no lo supiera, por haber rechazado las ancestrales tradiciones. Dispuso un círculo de piedras rúnicas, conformando una espiral trazada con pigmentos vegetales, en cuyo centro había amontonado leña suficiente para que la pira de fuego ascendiera hasta ser vista por los habitantes de los pueblos más cercanos. En los vértices colocó las velas de obsidiana, que prendió con solemne habilidad, guardándose una, que sería la que emplearía para prender la madera.

En su fulgurante cénit de plata, Cerridwen y Arianrhod, la luna y las estrellas, se habían manifestado como testigos de su ritual en los cielos, de las que esperaba obtener el favor para que la venganza se consumara, mientras arrojaba el velamen sobre la madera seca, encendiéndose ésta con espantosa virulencia. Era una buena señal, pues ello sólo podía significar que las criaturas que habitaban más allá del velo de los sentidos, hadas, duendes, ninfas, elfos y otros seres feéricos, contribuían para que el fuego se avivara más deprisa. Por ello, tras entonar las propicias palabras consagradas a Dagda, supremo dios de su maltrecha fe, arrojó a las llamas los escritos sagrados, científicos e históricos que había traído consigo. El fuego clamó en el silencio de la noche, ocasionando un aterrador estallido que elevó las llamas, tiñendo de carmesí a la luna y las estrellas. Sólo quedaba redactar sentencia en el pergamino, por lo que no quiso demorarse más.

Pero el fuego era incontrolable y sus llamas crepitaban en una salvaje danza que no cesaba de crecer, hasta que una de sus lenguas se precipitó hacia los andrajosos hábitos del viejo druida, que ajeno a ello, seguía escribiendo sus funestas palabras. No tuvo que esperar mucho para sentir un insoportable ardor que ascendía desde sus piernas hasta su torso, envolviéndolo en un abrasador crespón que terminó por reducirlo a cenizas entre punzantes alaridos de dolor, pero también de desesperada comprensión. Porque en esos angustiosos instantes en los que su cuerpo se fundía con el fuego, su mente supo la verdad: todo cambia, pero nada se pierde.

Y así fue como el anciano druida se sumió en la oscuridad y el olvido...

No hay comentarios: