Vacío.
No quedaba nada ni nadie por rescatar, ni tan siquiera esas gotas de sudor -o quizá fuera la derramada simiente de un irresponsable- que empapaban las sábanas de una habitación que no era la mía, en un hostal en el que nunca había estado, bajo el creciente remordimiento de una desnudez olvidada, con el hedor del sexo impreso en mi piel y tras una noche que me afanaba por recordar. Mala idea, anunciaban los haces de luz matinales que se infiltraban burlones por la destartalada persiana. Había una inconsolable sequedad en mi boca, como si esos litros de alcohol que había ingerido horas antes hubieran desertizado mis papilas, una irrefrenable náusea germinaba desde mi estómago, la visión titubeaba vertiginosa deseando que las imágenes que me rodeaban fueran otras, y mi cuerpo se negaba a reaccionar ante esa situación aturdidora. Pero ahí estaba, solo, en mitad de un recuerdo que comenzaba a regresar a mi memoria.
Tenía que ser una noche como otra cualquiera, de un fin de semana que estaba deseando que llegara desde el segundo después de que terminara el anterior. El ansiado encuentro con esos rostros con los que tantas complicidades había compartido y en los que podía confiar para deambular por la cuerda floja de la pérdida del control no se hizo esperar. Amigos, los llaman algunos, pero para mí son algo mucho más trascendental: alguien en quien confiar cuando ni en ti mismo confías. Confabulamos tan deprisa con el alcohol que casi parecía uno de esos patéticos polvos que se improvisan en el baño de un pub, feroces y atragantados. Las risas estallaban estruendosas con mayor frecuencia a cada instante, a pesar de que las palabras menguaran en lucidez de un modo equidistante. Pero el único derrotado tenía que ser el rubor, con el permiso de nuestro hígado.
Todo era tal y como debía ser, pero no como quería que fuera. Así solía ocurrir, a medida que pasaban las horas, los sentidos se turbaban en favor del deseo y el 'after' de turno abría sus puertas para darnos la bienvenida a su particular jardín de las delicias. Porque era deseo, ardiente e incontenible, una irracional emoción que me vencía y que sólo se podía colmar en la búsqueda de los efímeros placeres. No había lugar para sutilezas ni elegancias, para bellas palabras y delicados halagos, sólo cabía el ansia por hundir las humedades de mi cuerpo en la ambrosía de una mujer. No, de cualquier mujer. Y si podía ser en plural, no sería mi voluntad la que se doblegara por evitarlo. Y son ellos, nosotros, tú, yo, los que abren juego, extinguidos por bafles que braman las mejores canciones que has escuchado en tu vida, aunque realmente las pudieras considerar una cantante y sonante mierda.
Pero -llegó la anhelada adversativa- cuando llegaba inevitable el no va más de la tirada de ruleta y la fallida fortuna de un pusilánime jugador volvía a torcerse, se abismaron dos miradas. Una de ellas, la mía; mientras que la otra, la del objeto de mi afán. La mirada preludia, la sonrisa acontece y ese renglón invisible que nos separaba no tardó en esfumarse. Ella enarboló mi pasión, y ni tan siquiera tuvo que chasquear sus dedos, pues esos ojos de bruja me subyugaron de inmediato. Quería ser palabras, pero yo sólo veía formas, sus formas, y eran perfectas, al menos en ese lugar y en ese tiempo. No importaba lo que pudiera decir, mucho menos cuando mi beso cayó en el umbral de sus labios y mis manos interpretaban una osada melodía en su cuerpo. Sentí como el calor implosionaba y las llamas me consumían por dentro cuando encontré la correspondencia a mi arrebato en una lengua que se hilvanaba con la mía y ahogaba los sordos gemidos de nuestras gargantas. Me elevé hacia los edenes del deleite.
Desunimos lo anudado, en mi boca latía la miel del deseo. Quise saber su nombre, aunque no pronuncié palabras, pues mi mente, desamparada, no podía hacer más que desvestirla con la mirada. Fue su cálida mano la que acarició la mía, como si de la espuma de una ola que muere en la orilla se tratara, hasta estrecharla para sellar el vínculo que garantizaba la saciedad de mi placer. Escuché, distantes, los cantos de sirena. Tiró de mí, o yo de ella, mientras nos rodeaba una vorágine de luces de neón, rostros distorsionados y ruidos atronadores, abriéndonos paso entre una maraña de formas informes hasta alcanzar la pálida luz de una luna blanca. Y no, no fue su tibio fulgor plateado o una senda de estrellas la que me llevó a continuar ascendiendo, sino las únicas palabras que recuerdo que ella desarticuló y que calaron en mis oídos hasta sumergirlos en las mareas del descontrol:
- Quiero que me folles.
¿Era lo que quería escuchar? Martilleó mi mente. Pasos trastabillados, torpes caricias y besos apresurados, callejeros y desgarbados. Nada más que eso hasta llegar a un hostal, una escalera, una puerta y una cama. Esta cama. Y el sexo, patético y despiadado, con alguien que no conoces y que no está cuando has despertado. Ni tan siquiera sabía su nombre y hubiera sido lo único que habría querido recordar.
Porque ayer se llamó placer, pero hoy tan sólo era vacío.
2 comentarios:
He estado echándole un vistazo a tu blog y me ha impresionado mucho.
Esta entrada en concreto me ha gustado mucho, pues has expresado una noche de sábado cualquiera con una sensibilidad única.
Te invito a pasar por mis blogs:
http://vrycolaca.blogspot.com
http://rinconrevuelto.blogspot.com
Ah, por cierto! Te sigo.
Saludos.
Me complace que la lectura de mi escritura te haya suscitado ese reacción, y con más razón, si la asimilas con la nocturna cotidianidad de un fin de semana de jarana y desazón. Aunque en ocasiones me preocupa que el exceso de sensibilidad me termine por provocar, precisamente, la insensibilidad hacia emociones que no me gusta degustar.
Acepto de buen grado la invitación, y la agradezco, siempre es un placer disfrutar de inspiradora literatura.
¡Nos leemos, aquí, allá o allende las letras!
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