Desde tiempos inmemoriales,
cuando la historia no era más que un impreciso
esbozo narrado por los victoriosos, hemos existido los Bardos:
narradores, cronistas y poetas; artistas, juglares y trovadores;
tejedores de sueños que recogían mitos y leyendas,
de las canciones ancestrales, de los evanescentes sortilegios,
del arrullo del tempestuoso mar o del canto de las ninfas del bosque,
para transmitirlos durante generaciones entre aquellos
que nos quisieran escuchar, sumidos en un embrujado deleite.

Y es ahora, en esta Era donde la magia se diluye
junto con la esperanza de las gentes,
cuando nuestro pulso ha de redactar con renovada pasión
y nuestra voz resonar más allá de los sueños
.

Toma asiento y escucha con atención.

Siempre habrá un cuento que narrar.

martes, 5 de julio de 2011

La Senda del Bardo: La Rosa Verde: La esmeralda indómita (parte IV)




Era otoño, no hacía demasiado calor para ser El Cairo, pero eso sí era demasiado calor para él en ese momento. Postergado en su cama, apenas fue capaz de moverse durante mucho tiempo. Al principio ni siquiera consiguió dormir. Estaba tan agotado que le resultaba imposible. Cada vez que se concienciaba de que debía hacerlo, algún dolor producto de ese agotamiento le sobrevenía, y le impedía dormir.


Finalmente, ni siquiera eso detuvo los yunques que se apilaban sobre sus párpados, que fueron hundiéndose hasta después de horas de fallidas intentonas, lograron sumirle en un profundo pero poco placentero sueño.

Como no podía ser de otra manera, se soñó en una sucesión de pesadillas, en las que envejecía en el transcurrir de escasos segundos, de joven apuesto y decidido, a ruina decrépita en un abrir y cerrar de ojos.


Despertó angustiado con la certeza de que esa pesadilla, era respuesta certera de la realidad. Porque así había sido. Había parpadeado, y su vida se había esfumado. No le había dado tiempo a intentar agarrarla, aunque bien sabía que ni siquiera lo habría intentado.


No estaba muy seguro de la hora que sería. Sólo había querido descansar un par de horas, pero cuando llegaron a la taberna, apenas eran las cinco de la tarde y ya era noche cerrada. Yashid no había dado señales de vida, sus cosas estaban exactamente en el mismo sitio y en la misma disposición que cuando se marchó de la habitación.


Decidió bajar a la barra y pedirse algo de beber. Desde hacía unos años el alcohol era su mejor sedante. Por desgracia para él, hizo un cálculo bastante desafortunado de la cantidad que necesitaría, y acabó todas sus reservas y el pequeño alijo que reunió en el sur de Francia apenas el primer día de viaje por el mediterráneo. Eso hizo que ese primer día fuera el mejor de todos los que duró su viaje, pero los dos siguientes fueron indiscutiblemente los peores motivados por la tremenda resaca, acrecentada por el vaivén de las olas que el barcucho en el que viajaban no podían dominar.


No era un alcohólico ni un perpetuo borracho, pero sí había momentos en los que le era más necesario que la propia sangre que, a trancas y barrancas, recorría sus venas.

Cuando llegó a la barra, supo que volvería a cruzarse con Nagla. Meditó un plan para evitarla en la medida de lo posible, dándose cuenta rápidamente que si ella era la única persona encargada, sería poco menos que inútil. Decidió que sólo pediría la bebida, la bebería lo más rápido que pudiera y volvería rápidamente a la habitación a esperar a que Yashid volviera con información de alguno de sus contactos para realizar el próximo movimiento, encontrar a Ben Salar, y por consiguiente, la anhelada esmeralda. Total, la mujer le había ignorado por completo en el encuentro de la tarde, no tenía porque ser diferente en ese momento.


Cuando bajó, la taberna estaba mucho más vacía que por el día, apenas había cinco o seis feligreses compartiendo una cachimba, y un par más en la barra bebiendo zebib. En la época en la que era el viejo Khaled quién regentaba la taberna era un lugar eminentemente nocturno, parecía que las cosas eran diferentes ahora. De tugurio infernal, aunque acogible para calaña como Helder, dónde abundaban los trapicheos y el ambiente era sórdido y oscuro; a respetable negocio. ¿Cómo lo había conseguido Nagla?


Justo cuando él bajaba las escaleras, la puerta del establecimiento se abrió. Entraron tres hombres, elegantemente vestidos, de porte distinguido y altivo. Helder aprendió a juzgar y evaluar la peligrosidad de cualquier hombre, con tan sólo una mirada. Entendía los gestos y movimientos a la perfección, miradas sutiles, acitudes sospechosas. A pesar de sus años de inactividad, no había perdido su habilidad. Esos tres hombres eran hombre peligrosos, profesionales al servicio de un patrón. Atentos, pendientes de su entorno y de su alrededor, evaluando como él evaluaba también cualquier posible eventualidad. En ese momento, aunque no supo porqué, sí supo que Nagla estaba en aprietos. Decidió esperar a ver qué es lo que querían.


Su egipcio estaba algo oxidado, pero les entendió más o menos a la perfección.

- Señorita Nagla. Le dijimos que esto sucedería, le dijimos que volvería a tener noticias nuestras.- dijo el que parecía tomar la iniciativa de entre los tres. De hecho los otros dos le flanqueaban, como protegiendo sus costados y espalda. Era un hombre alargado, calvo, con el mentón prominente y la nariz tan afilada que parecía que pudiera clavarla en el suelo sin demasiados esfuerzos. Su rostro estaba curtido, y aunque llevaba unos anteojos ahumados, cosa pretenciosa ya que era noche cerrada, se percibían sus ojos inquietos tras la casi negrura.


Nagla había demostrado ser una mujer fuerte en las pocas horas que Helder la había visto haciéndose cargo de su establecimiento, e intentó mantener esa fachada ante esos hombres. Su esfuerzo era digno, pero se podía palpar su miedo.

- Ahrman… aprecio mucho la protección de vuestro señor… sabéis que no habría podido prosperar como lo he hecho sin su ayuda… pero no puedo pagaros más. Os pido que os marchéis, cuando comience noviembre volveré a pagaros el tributo gustosa, como así acordamos.


- Es difícil, mi preciosa anfitriona. Lo que tú pides cuesta dinero.

- Yo no pido nada. Es tu jefe quién lo pide.- el tono de amabilidad de la primera frase se fue disipando poco a poco con esa fría sentencia.- Me supe valer por mi cuenta sin él. Y sabría volver a hacerlo.

- Eres una mujer, intrépida, sin duda. Pero éste no es tu lugar. Has de conocer familia y engendrar hijos. Déjanos el negocio a verdaderos profesionales. Te pagaremos bien, será una buen ayuda para que a tu marido le cueste menos mantenerte.


- Éste era el negocio de mi padre. Él luchó contra viento y marea para sacarlo de la nada, para ganarse un

nombre y mantenerlo. Demonios, lo mismo que he hecho yo desde su muerte. ¿Quiénes… quién se cree que es vuestro patrón para arrebatármelo por unas míseras rupias? Su ambición me pone enferma.

Uno de los otros dos hombres agarró a Nagla y con pasmosa facilidad la levantó por encima de la barra para lanzarla al suelo, justo al lado de dónde ellos estaban sentados. Era menudo y simiesco, con brazos y piernas desproporcionádamente grandes.


Benjhen se lanzó sobre ellos, pero Ahrman le estaba esperando, desenvainó su cimitarra y golpeó en el muslo del joven, para luego esquivar su embestida con elegancia. El chorro de sangre que salió disparado desde la pierna se asemejó con un surtidor de agua roja y espesa.

- Una cicatriz, Nagla. Una cicatriz por cada día que nos hagas esperar. Tendrás tantas cicatrices al final que toda tu belleza quedará desperdiciada. Que ni siquiera marido podrás encontrar.


- Tendríais que dejarla irreconocible para que perdiera ápice de su belleza. La he conocido durante muchas etapas de su vida, la he visto crecer, y madurar, y desplegar sus pétalos como la flor perfecta que es ahora. ¿Qué tipo de caballero sería yo si permitiera que hicierais algo semejante?- las palabras que hubieran surgido veinte años atrás, surgieron de la misma manera en ese preciso instante, con las fuerzas y las energías intactas y su corazón palpitando juventud. Gustav Helder se acercó lentamente, con todo el tiempo del mundo hacia dónde estaban ellos.- Por favor, permitan a la señorita incorporarse. Ya han demostrado que ustedes sí que no son caballeros, salven el poquísimo honor que les queda, háganse ese favor, y luego márchense.


- ¿Y tú, viejo cansado eres quién nos lo va a impedir?- jugueteaba con su cimitarra a modo de amenaza.

Gustav sacó un cigarro puro lentamente. Los tres hombres hicieron aspamientos, pero él hizo ademán de calmarles.

- Vamos, vamos, es sólo un cigarro, una de las causas por las cuales estoy, efectivamente cansado; mi anciandad viene precedida por otros irremediables motivos. Pero aún tan fatigado y dolorido por los estragos de la edad como estoy, puedo despacharos a los tres sin despeinarme el poco pelo que me queda.- mientras seguía andando hacia ellos, puso el puro en su boca, y sacó un paquete de cerillas, chasquiendo el fósforo y encendiendo una de ellas.- Aún podemos solucionar esto hablando.- deslizó la mano por la barra y alcanzó una botella.- Es cierto que es el zebib lo más famoso de este establecimiento, pero mi favorita siempre fue la absenta. ¿Son lo suficientemente hombres para beberla conmigo, y discutir el problema de manera civilizada?


- Esto no te incumbe, te aconsejo que te marches de una vez. Tu destino será peor que el de la chica.- dijo el de más a la derecha de los tres matones, mostrando también algo de iniciativa. Avanzaron hacia él dejando a Nagla tumbada en el suelo detrás.


- Eso me temo, porque bajé con la intención de que mi destino fuese ingerir el contenido de esta botella y no desperdiciarlo… ¡así!.- dejó caer la cerilla que todavía no se había consumido en el interior de la botella que estaba más o menos a la mitad de su capacidad para después lanzarla contra los tres hombres, fue una suerte que se hubieran alejado de Nagla, no sólo porque su plan podía ponerla en peligro también, sino porque dudaba de poder llegar tan lejos en su lanzamiento. La botella impactó en el hombre de la cimitarra, y al romperse un pequeño infierno se desató en una deflagración que les pilló absolutamente desprevenidos. Helder sabía que la absenta que allí se destilaba era una de las de mayor graduación que existían, una bomba ígnea si se agitaba y combinaba con fuego.


Uno de los dos hombres que flanqueaban al líder fue el peor parado, la llama saltó de manera aleatoria y desgraciada contra su rostro, cegándole y arrebatándole años de vida y juventud. Helder aprovechó la confusión y el dolor de los otros dos para correr y cargar contra ellos con toda la fiereza que pudo aglutinar. Una ventaja de su actual estado era que había aumentado mucho de peso, por lo que el placaje que realizó fue pesado y doloroso para ambos, cuando tanto él como su rival cayeron al suelo no tardó en arrepentirse de lo impetuoso de su acción, obviamente no estaba para esos trotes.


El otro hombre, aunque aturdido sacó un revólver, Helder se dio cuenta y estrelló un codazo contra su mandíbula. El arma voló sin rumbo para estrellarse en el suelo, cerca de dónde el fuego rebelde de la absenta pretendía ser libre y empezaba a consumir el suelo de madera.

Nagla se dio cuenta y saltó detrás de la barra, buscando un cubo o un barreño para llernarlos de agua, si no acababa rápidamente con el conato de incendio, sería demasiado tarde, sobre todo si llegaba hasta donde se encontraban todas las botellas.


Helder hundió su puño con toda el poder que aún atesoraba en el brazo derecho, en demostraciones espontáneas de fuerza bruta todavía se parecía al joven implacable que fue; en el rostro del hombre de la cimitarra. Sus gafas se quebrantaron, clavándole cristales por toda la cara, y también entre sus propios nudillos. No tenía tiempo que perder, se levantó a duras penas para buscar la pistola entre el círculo de llamas que se iba avivando, pero el hombre que la dejó caer tras el golpe le estaba esperando y se abalanzó sobre él. Todo lo que todavía conservaba de fuerza física, lo había perdido de resistencia y agilidad, por lo que no pudo hacer nada por evitar el envite frontal de su adversario que le estampó la cabeza contra uno de los taburetes, que se hizo pedazos. Gustav intentó entonces hacerse con una de las patas para usarla como arma contundente, pero aunque la idea se dibujó diáfana y precisa en su mente, sus brazos no fueron tan rápidos en ejecutarla, y no le dio tiempo a hacerlo antes de que fuera su rival quién lo hiciera y lanzara un golpe con el alargado leño contra la sien del explorador que notó la sangre caliente brotando en una hilera imparable sobre todo su mentón.


Atontado, se percató en un triste momento de que su plan, era el plan de otro hombre, de un joven competente y capaz, preparado para ese tipo de contingencias. No el de el viejo fracasado que era. Ahora el fuego se propagaba, él estaba absorto y vencido, y en su derrota había condenado a la pobre Nagla. No sólo no la había salvado sino que posiblemente iba a destruír aquello por lo que ella llevaba años luchando.


Soltó el madero, pero recogió la cimitarra de su líder que se encontraba justo al lado al no estar muy seguro de dónde había caído su arma original, y se la acercó a Helder.

- Esto no es lo que buscaba, pero es lo que ha conseguido con su intromisión. Reducir este lugar a cenizas. Mi patrón se las arreglará para reconstruírlo.

- De eso nada, rufián.- Nagla recogió el revólver del suelo, al mismo tiempo que lanzaba un cubo de agua contra el fuego, mitigando parcialmente su azote, pero sin extinguirlo del todo.


- ¿De verdad que no, preciosa?- acercó la cimitarra al cuello de Helder, llegando a clavar ligerísimamente la punta. Ni siquiera lo notó, atenazado por el dolor del golpe del lacayo.-Si haces un movimiento en falso, le atravieso el gaznate a tu héroe y salvador.

- No me importa lo más mínimo lo que hagas con ese desconocido, es un temerario que a punto ha estado de destruír mi taberna. Tanto me da lo que hagas con él, pero aún así te aconsejo que te levantes y te lleves

a tus dos payasos contigo.


- En la primera bravuconada que soltó, él si dijo conocerte. Además, tu boca dice una cosa, amiga mía, pero tus ojos dicen todo lo contrario.

Aún a pesar del río de sangre que teñía de rojo su horizonte, Helder acertó a ver la mirada de Nagla, dubitativa. Supo que no estaba dispuesta a sacrificarle, y supo que esa debilidad les condenaría a ambos.


El estallido vino de detrás y dibujó muerte y sorpresa en la cara del hombre, que absorto, dejó caer la cimitarra.

En la puerta, el arma de Yashid escupía humo y venganza.


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