Me desperté de repente, exaltado en una habitación oscura, no veía nada, todo a mi alrededor estaba en la más absoluta penumbra. Palpé con mis manos nerviosas en busca de cualquier cosa que pudiese darme una pista de donde me encontraba, y no noté más que el húmedo suelo de piedra y el catre sobre el que estaba tendido, simplemente un montón de paja con una áspera manta que la cubría. Intenté acomodar la vista, forzar mis ojos a ver, pero tan solo la negrura me esperaba. Que tremendo desasosiego el salir de un largo sueño sin ningún recuerdo de lo que había pasado anteriormente y encontrarme en este lugar.
Cuando logré armarme del valor y las fuerzas suficientes comencé a gatear por la sala, tocando los muros y el suelo, en busca de algo que me diera alguna pista de donde estaba. Empezaba a pensar en una celda, me habían encerrado por algún motivo, ¿Habría cometido acaso alguna atrocidad? ¿Por qué se me privaba incluso de la luz? No, no quería pensar en eso, yo no soy persona de mal, sería incapaz de hacerle daño a nadie, pero quizá, es posible que por venganza, por desesperación… Algo había hecho, de eso no me cabía duda, si no, ¿Por qué me sometían a esta tortura? Y pensando en mi posible crimen, me quedé dormido.
Y de repente me incorporé de un salto, sudando, atemorizado. Había sido una pesadilla horrible, un sueño dantesco y macabro, o al menos eso es lo que me obligaba a pensar. Pero la realidad era otra, seguía en la más absoluta oscuridad, en la más desalentadora de las penumbras. Llevaba poco tiempo en esa cárcel del horror, o mucho, quien sabe, ya había perdido la noción del transcurrir de los minutos, las horas o quizá los días. Me encontraba febril, sediento y hambriento, la debilidad se apoderaba de mi. Moví las manos buscando un lugar donde apoyarme para ponerme en pie y mis dedos chocaron contra algo, algún tipo de cuenco con algo de comida, y a su lado un vaso metálico y ajado, con agua. Después de comer de aquellas repugnantes gachas y beber con ansia el poco líquido que me habían proporcionado intenté levantarme. Las piernas me fallaban, las encontraba entumecidas y quebradizas, como finas ramas secas, anduve palpando las paredes por toda la sala, sin ver hacia donde me dirigía, sintiendo que cada vez era más pequeño aquel cubículo. Pronto empezó a faltarme el aire, la sensación de calor y de asfixia era apabullante, y la cabeza empezaba a darme vueltas, hasta que finalmente no pude mantenerme en pie y caí, caí y me quede inconsciente.
Pasadas las horas, o quizá al día siguiente abrí de nuevo los ojos, un tremendo dolor de cabeza me acompañaba, notaba el palpitar del corazón en el interior de mi cráneo, como un yunque al que golpea incesantemente un martillo. Aturdido busqué en vano con la mirada, pero no conseguí apreciar nada que no me hubiese sido descubierto ya, solo me acompañaba la más profunda negrura. Estaba claro, había cometido un acto atroz, la mayor de las fechorías, habría asesinado a alguien, quizá a un niño indefenso y es muy probable que después hubiese violado a su madre y también matado a su padre. O quizá era algo incluso peor… pero ¿qué puede ser peor que eso? Oh, dios mío, me había convertido en una persona despreciable, un despojo social, un ser desalmado, ya nada podrá librarme de mi castigo. En ese momento, me volví y extendí la mano en busca de el vaso, tenía la garganta reseca y dolorida, la sensación de sed era indescriptible. Y cuál fue mi sorpresa al tocar la pared, apenas estirando el brazo, aquello me horrorizó, las paredes se estaban acercando, estaba convencido, fui a buscar la otra pared, al otro extremo, con miedo, no quería que aquella teoría fuese cierta, no quería morir aplastado, poco a poco en una sala oscura. Y de repente empecé a gritar, a golpear las paredes, a llorar muerto de pánico a pedir clemencia, hasta que me quedé sin voz, y comprendí que no tenía ninguna posibilidad; así que me acurruqué en un rincón para dejarme morir y me quedé dormido.
Esperaba no volver a despertar, esperaba morir mientras dormía, no tener que sufrir más, pero el destino se deleitaba en su crueldad para conmigo y volví a recobrar la conciencia. Pero esta vez algo era distinto, algo había cambiado; al abrir los ojos me di cuenta de que cierta claridad se estaba colando en mi prisión. Intenté acomodar los ojos a la luz, y finalmente conseguí vislumbrar un pequeño punto blanco en la lejanía por el que se colaba un rayo del sol. Me levanté apoyándome en las paredes, que me dejaban el espacio justo para caminar recto, apenas quedaba distancia entre mis hombros y los muros que me enclaustraban. Las piernas débiles y temblorosas difícilmente conseguían aguantar mi peso, el dolor que recorría mis articulaciones era como agujas que alguien retorcía en el interior de mi cuerpo, disfrutando y regodeándose en mi sufrimiento. La cabeza me daba vueltas, y no podía parar de pensar en mi crimen, no podía dejar de preguntarme cual había sido mi pecado, la imperdonable falta que me había conducido a tan terrible tortura. Pero mi determinación era llegar hasta esa luz, así que comencé a caminar por aquel estrecho e interminable pasillo en dirección a una luz, que probablemente solo fuera un pequeño agujero en la pared, una falsa esperanza para seguir atormentándome.
Según me iba acercando, el aire era más fresco, una ligera brisa recorría la galería refrescando mis sentidos, haciendo que mi pelo se moviera al son de una canción que hacía mucho tiempo que no escuchaba. Volvía a sentirme vivo, la consternación dejaba paso a una creciente esperanza, el desánimo se convertía en fuerzas de flaqueza que me conducían hacia esa luz, hacia ese creciente agujero que me sacaría de aquel pozo de sombras. Los ojos empezaban a escocerme de tanta claridad, pero ahora no podía parar, la salida estaba ante mí, se me había concedido el perdón, el aire fresco me llenaba los pulmones y el ardiente astro calentaba mi piel, aquella sensación de libertad era maravillosa, de repente había conseguido olvidar todas las penurias que había pasado durante estos días. Y al fin llegué al final del túnel, y pude contemplar lo que me aguardaba, el sol, el aire fresco y un insondable abismo bajo mis pies, una abertura al vacío infinito. Pasé de la más absoluta reclusión a la total libertad, de una celda oscura y tremendamente reducida que se cernía sobre mí, a un espacio abierto al cielo infinito donde no existían ni límites ni paredes. Y entonces, solo en ese momento en el cual pasé de un extremo a otro comprendí lo que sucedía realmente.
Dicen, que el hombre sabio es aquel que aprende a vivir siendo consecuente con sus actos, que todo el mundo tiene la posibilidad de elegir, de conducir su destino y de decidir como quiere que sea su muerte. Pues bien, yo no lograba comprender eso, pensaba que estábamos predestinados a desenvolvernos de una manera determinada, que no éramos capaces de redirigir nuestro propio sino. Pero ahora conseguía discernir entre ambos extremos, entre la luz y la oscuridad, entre la esperanza y el desanimo, entre la opresión y la libertad. Y puesto que ya entendía mi situación solo me quedaba tomar una decisión. Podría haber sobrevivido en la penumbra, en aquella pequeña celda, sufriendo, malviviendo, cayendo poco a poco en la locura, escapando de vez en cuando hacia la luz y la libertad, para tomar aire, compadecerme y continuar subsistiendo de forma penosa. Pero no, preferí la otra opción, preferí volar libre, preferí sentir el viento en mi cara golpeándome con fuerza durante unos instantes, preferí el ardiente sol bañando mi piel desnuda, preferí la libertad que me ofrecía un cielo infinito, preferí sentirme vivo y lanzarme al vacío, preferí sentirme vivo y derramar una lagrima por abandonar este precioso mundo, preferí sentirme vivo y lamentarme por no descubrir antes este pequeño secreto, este pequeño detalle que nos puede revelar el camino de la felicidad, este pequeño truco para tomar el control y ser conscientes de cómo queremos que se desarrolle nuestro camino durante la larga, maravillosa y placentera aventura que es la vida.
Desde tiempos inmemoriales,
cuando la historia no era más que un impreciso
esbozo narrado por los victoriosos, hemos existido los Bardos:
narradores, cronistas y poetas; artistas, juglares y trovadores;
tejedores de sueños que recogían mitos y leyendas,
de las canciones ancestrales, de los evanescentes sortilegios,
del arrullo del tempestuoso mar o del canto de las ninfas del bosque,
para transmitirlos durante generaciones entre aquellos
que nos quisieran escuchar, sumidos en un embrujado deleite.
Y es ahora, en esta Era donde la magia se diluye
junto con la esperanza de las gentes,
cuando nuestro pulso ha de redactar con renovada pasión
y nuestra voz resonar más allá de los sueños.
Toma asiento y escucha con atención.
Siempre habrá un cuento que narrar.
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