
El naciente sol de Levante centelleaba en el firmamento, provocando que el calor se intensificara cada minuto, por lo que pronto tendrían que retirarse a su pequeña y acogedora casa, de blanca fachada en su exterior y rústica madera en su interior, en la que vivían desde hacía décadas, a escasos metros del mar. Pero este era el momento para que Juan le dijera a su preciosa Lena, con la que compartía su vida desde hace más de medio siglo, la noticia que le habían dado días antes, en su última visita al médico. Se detuvo repentinamente, permitiendo que las aguas lamieran sutilmente sus pies, deteniéndola a ella por sus manos, para contemplarla inalterablemente con su pálida mirada y hablarle con su acostumbrada dulzura:
- Niña, tengo algo que decirte. –las palabras parecían estudiadas.
- Yo también te quiero. –ella respondió con la espontánea alegría de siempre.
- Y yo te seguiré queriendo a pesar de todo... –amargura fue lo que asomó en su tono.
- No me asustes… ¿qué ocurre, cariño? –esa alegría se tornó en incertidumbre.
- Mi memoria... debo haberla usado demasiado durante estos años, porque se escapa entre mis dedos… a pesar de mis fútiles intentos de agarrarla con las manos. –Juan era historiador, había transcurrido toda su vida estudiando los acontecimientos y devenires de la Humanidad.
- ¿Eso quiere decir que tienes…? –apretó las manos de su anciano marido con su voz repleta de congoja.
- No es necesario que la nombres y espero que mi enfermedad sea lo primero que olvide. –habló con firmeza, estrechando con complicidad las suaves manos de ella- Lo que jamás podré olvidar es cuánto te amo…
Él la miraba a los ojos mientras hablaba, ella mantuvo la mirada hasta que no pudo más y sintió como su alma se despezaba, comenzando a llorar desconsoladamente. Se fundieron en ese sentimental abrazo que habían compartido tantas veces en la ribera marítima, permitiendo que el mar fuera el testigo perpetuo de su vida, y en este caso de su profundo pesar. Sin embargo, Juan tomó con las fuerzas que todavía le restaban a Lena entre sus brazos, demostrándole que estaba con ella, pasara lo que pasara y, tras besar su rostro cariñosamente, le susurró al oído:
- Cuando mi memoria falle, será mi corazón el que te hable.

Se despidieron de su familia y sus amigos en una maravillosa fiesta que organizaron en su propia casa, en la que comieron y cenaron los deliciosos platos que Lena cocinaba y que Juan aderezaba, siempre ayudándola en todo lo que hiciera. Al día siguiente, ya estaban surcando los cielos, comenzando ese largo viaje que los llevaría por distintos rincones del mundo: la elegante y romántica Francia, donde se asentaron especialmente en las doradas calles parisinas; tradicional pero hermosa, Alemania era otro de sus destinos predilectos, desde Berlín hasta Munich; Praga y Viena, capitales del amor, también fueron espectadoras de excepción de esos sentimientos que se profesaban; Italia y Grecia, en todo su histórico esplendor, con Roma y Atenas como urbes ancestrales que el recuerdo no borraba; las Islas Británicas, el Báltico y Rusia, allí donde el frío era permanente, pero no suficiente para helar sus ardientes corazones; también visitaron América y Asia, desde Estados Unidos hasta las ruinas aztecas y mayas o la China Imperial, recorriendo la Gran Muralla hasta los confines de la mística India.
Y durante todo el viaje, Juan trataba de contarle a Lena la historia de cada lugar que visitaban, pues tenía amplios conocimientos del mundo y su historia, y ella le escuchaba, atenta y enamorada. Pero, a medida que fueron pasando los meses, progresivamente olvidaba más cosas, cuando al principio sólo eran descuidos que incluso podían parecer normales en su carácter despistado, se hicieron más evidentes una vez llegaron a Egipto. Pero ella, dedicada y sonriente, cuando la tristeza le inundaba a él ante sus incapacidades, le decía y le repetía:
- Recordaré todo esto para ti… y te hablaré de ello siempre. Todos los días.
Así fue como volvieron a su casa, su maravilloso hogar donde se sentían mejor que en ningún otro lugar, para proseguir con esa vida que estaba ornamentada con sueños, ilusiones y fantasías, en la que ellos dos habían sido sus protagonistas y lo seguirían siendo. Cumplieron todo cuánto se habían planteado y se entregaron por absoluto a su familia y a sus sentimientos, aunque la enfermedad de Juan había avanzado bastante a lo largo de los últimos años, siendo ya octogenarios, marchitándolo y sumiéndolo en el inquebrantable sino de su olvido. No obstante, él siempre encontraba las palabras, cada día, para dedicarle un te quiero a su amada Lena, pues era lo único que no podía permitirse olvidar. Primero, se lo decía con diáfanas palabras, postrado en su sillón en el salón, todavía sonriente y sereno; luego, esas palabras se enmudecieron para convertirse en imperceptibles y costosos susurros que surgían de su boca como una cálida brisa primaveral; tras esto, sólo quedaron balbuceos y miradas puntuales, en las que ella creía escuchar y ver, a través de sus ojos, todos esos sentimientos que se agolpaban en el corazón de él, pero que no era capaz de exteriorizar.

- Mamá, he encontrado esto debajo del sillón… -fue lo que dijo su hija, tras abrazar a su madre con todas sus fuerzas.
Lena salió a la terraza, desde la que se podía observar el mar, ese mar que había sido suyo desde que se hubieron conocido y abrió con manos temblorosas el cuaderno: “A mi niña”, fue lo primero que pudo leer. Las posteriores páginas estaban escritas con todos los cuentos, relatos, poemas, conversaciones y vivencias que él había escrito para ella hasta que tuvo nociones para hacerlo. Y una vez llegó a la última página, se encontró con una frase mal garabateada, de endeble caligrafía y arduamente inteligible. Cuando la hubo leído, regresó a la habitación y buscó con la mirada a Juan, centrándose específicamente en sus manos. Y en sus dedos lo encontró, impregnándolos por completo, tinta azul sobre su ajada piel...
Y esa última frase afloró desde lo más profundo de su interior:
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