Año 2018. 23 de diciembre. 4:45 de la madrugada.
Era otra noche cualquiera de insomnio. Hacía unas horas que había leído un mantra: “Quien mira hacia afuera sueña; quien mira hacia adentro despierta”. No necesitaba más razones para volver a intentar dormirse. Así que encendió la lámpara de su escritorio y empezó a escribirle a esa mortecina luz que alumbraba, y que paradójicamente se parecía a la inspiración que sentía. No estaba del todo iluminado, pero no lo necesitaba para brillar dentro de su propia habitación. Nadie más le vería. Abrió el portátil, como aquel que abre el arcón de un tesoro y se lo encuentra vacío, y empezó a escribir.
Era uno de esos hombres de letras que escribía para esconder sus lágrimas cuando estaba triste o su sonrisa estúpida cuando sus escritos le enamoraban más que a sus lectores. Era una de esas personas que necesitaba ponerle nombre a las cosas, antes de las cosas le terminaran poniendo nombre a él mismo. Se han dado casos de escritores que han sido encerrados por sus propias palabras, y nunca jamás pudieron salir de ellas. No iba a permitir que eso le ocurriera. Pero tenía miedo. Temía quedarse sin sueños, sólo en palabras, ya que pasaba demasiado tiempo despierto, mirando hacia adentro. Y por si fuera poco, no estaba solo. Había una Ella.
Era una de esas mujeres de palabra a la que un escritor podía encadenarse como si no hubiera nada digno de escribirse más allá de lo que ella significaba. Era una de esas personas que sólo tenía que sonreír para hacer mejores los poemas. Los que aún no existían pero existirían, aunque supiera que no iban a ser siempre los suyos. Pero no era un buen lugar para encerrarse. No lo era, porque ella sólo tenía sentido cuando se escapaba. Y a Ella la encontraba cuando miraba de soslayo hacia adentro, pero tenía la mirada puesta lejos, mucho más lejos que en el afuera. Viajaba. Ella estaba despierta, y aun así soñaba.
“Entonces ya sé lo que soy yo”, escribí.
Soy un intronauta. Camino mirando al cielo, pero sin dar un paso, y ya no recuerdo lo que es el horizonte. Viajo hacia adentro de mí mismo. Voy de día en día, como de estación en estación, en el tren de mi cuerpo, asomado a las calles y a las plazas, a los gestos y a los rostros, siempre iguales y siempre diferentes. Si te escribo, viajo. Si te imagino, viajo. Si tú viajas, viajo. ¿Pero viajo de verdad? Todo viaje es un viaje hacia uno mismo, vayas a donde vayas, estés donde estés. Pero para viajar hay que ir, hay que estar. Viajar es tener tu propio mantra: “Quien mira hacia adentro sueña, con poder mirar hacia afuera y despertar.”
Viajar es no tener cadenas.
Nunca pensé que las tuviera, hasta este año 2018, un 23 de diciembre, a las 4.45 de la madrugada.
Guarda tú estas cadenas rotas.
Desde tiempos inmemoriales,
cuando la historia no era más que un impreciso
esbozo narrado por los victoriosos, hemos existido los Bardos:
narradores, cronistas y poetas; artistas, juglares y trovadores;
tejedores de sueños que recogían mitos y leyendas,
de las canciones ancestrales, de los evanescentes sortilegios,
del arrullo del tempestuoso mar o del canto de las ninfas del bosque,
para transmitirlos durante generaciones entre aquellos
que nos quisieran escuchar, sumidos en un embrujado deleite.
Y es ahora, en esta Era donde la magia se diluye
junto con la esperanza de las gentes,
cuando nuestro pulso ha de redactar con renovada pasión
y nuestra voz resonar más allá de los sueños.
Toma asiento y escucha con atención.
Siempre habrá un cuento que narrar.
1 comentario:
"Si alguna vez la vida te maltrata, acuérdate de mí. No puede cansarse de soñar, quién no se cansa de leerte, de viajar con tus historias, de despertar por los aullidos incesantes que piden más aventuras que compartir contigo. Aunque tú no lo sepas, volver a encontrarte siempre ha sido más bonito que lanzarse a volar para poder seguir inspirándote cuentos infinitos".
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