El joven se sentía muy desdichado, porque temía que algún día la Mujer Salvaje no regresara a su lado cuando hacía caso a esos aullidos. Por eso, lo único que se le ocurrió fue inventar todavía más cuentos, más historias, para intentar retenerla, como si pudiera encerrarla entre palabras. Y esta no fue la solución. Trató de aprender a aullar, y no lo hacía mal. Tenía espíritu de lobo. Pero esa no esa su verdadera naturaleza. Y cuando se ama a alguien, no se debe luchar contra uno mismo. Él lo comprendió deprisa. Comenzó a aprender. No podía ser siempre él quien le contara esos cuentos, esas historias. Tenía que ser ella, la Mujer Salvaje, la que lo eligiera a él para contárselas o la que se marchara con los aullidos cuando deseara y con quien quisiera.
Nadie supo que fue de estos dos enamorados, pero se dice que él aún sigue escribiendo historias para ella...
... aunque ella se marchó hace tiempo a correr libre con los lobos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario