Hay algunas historias que no saben que lo son hasta que son contadas.
Esta es una de ellas.
No obstante, a veces, hay quien le presta atención a ese puntito. Suele tratarse de personas audaces, curiosas, que no se dejan llevar por los sentidos y sí por los sentimientos. Pero cuando intentan discernir la dirección, sus ojos son abrasados por la radiancia del sol del atardecer. Sólo existe una manera de poder alcanzar con la vista ese haz de diminita luminosidad que parece no importarle a casi nadie. Sólo un descendiente de marineros conoce esta manera, pues es la que antaño se usaba para orientarse en el mar. Hay que cerrar lentamente los ojos mientras se le susurra al viento: "Bajo los párpados para no morir con el sol."
Y entonces ocurre. Con los ojos completamente cerrados, sumido en la oscuridad, lo único que se atisba en esa negrura es el pequeño puntito. Indeleble y latente. Pero no es un puntito. Claro que no. Se trata de un fuego espléndido. Una hoguera que brilla desde la remota distancia. Su luminosidad es maravillosa y se extiende hacia todas direcciones. Su calor es reconfortante y envuelve como un hechizo a quien lo abraza.
Para la mayoría todo esto no es más que otro cuento de viejos marineros que no tienen donde
caerse muertos, borrachos de aguardiente y salitre. Pero algunos nativos de estas tierras más supersticios hablan de esto con respeto. Dicen que quien ve esta hoguera arder no debe ir, porque no se vuelve a mirar al sol con los mismos ojos. Otros, que quien emprende el camino para encontrarla corre el riesgo de no regresar jamás a su hogar.
Pero yo, que cuento esta historia, conozco la verdad. Y tienen razón. Toda la maldita razón. Quien la ve de verdad no mira al sol igual. Y quien la encuentra no vuelve a su hogar nunca más.
Por eso, si tú la ves alguna vez, no dudes en ir a buscarla. Aunque te lleve casi la mitad de tu vida encontrarla.
Porque ella es tu historia, y se merece todos los cuentos.
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