Y hete aquí que estos tres hermanos, codiciosos y supersticiosos, aguardaron a que cayera el anochecer, y emprendieron rumbo a un lugar conocido como Peñón de Ifach, un enorme monte que se alzaba junto a la aldea y desafiante contra el mar. Después de mucho esperar, cuando pensaban que nada iban a encontrar, saliendo desde detrás de unas ruinas, se asomó una figura envuelta por una bruma sombría, que se deslizaba sobre el pedregal. Al principio, los hermanos se mostraron temerosos, pero la avaricia les pudo y se acercaron silenciosos:

- Así es, soy yo. - respondió con su fría voz.
- ¿Nos concederás lo que te pidamos? - preguntó el mediano.
- Tan sólo a cambio de un favor. - respondió con su oscura mirada.
- ¿Qué podemos hacer por ti? - preguntó el pequeño.
- Tendréis que conseguir tres objetos para mí. - respondió con su mano enlutada.
- Y si los conseguimos, ¿nos darás lo que sea? - preguntaron los hermanos al unísono.
- Lo que sea que queráis. - respondió mientras se acercaba.
- Queremos que nunca más nos falte nada. - hablaron los tres a la vez.
- Y así será si antes del amanecer me traéis: la ceniza de un campo fértil, el corazón de una gaviota y el hueso de un niño.
En cuanto fueron dichas estas palabras, la lúgubre aparición se dio la vuelta y se marchó con el eco de su propia voz. Sin más dilación, los hermanos decidieron dividirse para poder cumplir con la tarea antes de que el amanecer asomara por encima de los mares. El pequeño buscaría la ceniza, el mediano se encargaría del corazón y el mayor desenterraría el hueso. Se despidieron con alegría y grandes expectativas, pues ninguno de ellos dudaba que conseguirían todo cuanto les habían encomendado. Pero era la noche más larga del año, y nunca se sabe lo que te puede deparar.
El hermano mediano, feroz y desalmado, recorrió los caminos del Peñón hasta llegar a la cumbre, en la que sabía que encontraría los nidos de las gaviotas. En esos nidos podría matar a una cría sin dificultad y arrancarle el corazón de su cuerpo con suma facilidad. Cuando se acercó a un polluelo para asestarle el golpe fatal, su madre y el resto de aves se lanzaron contra el agresor, picoteando y pinchando su cuerpo hasta que a él mismo le arrancaron el corazón.

Y fue así como la figura envuelta por la sombría bruma, de fría voz, oscura mirada y mano enlutada, fue paseando por cada lugar en el que los hermanos habían caído, y antes de que el Yule terminara, les reveló quién era mientras se los llevaba para siempre:
- Soy la Muerte que os reclama. Y ya nunca os hará falta nada.
La noche más larga del año terminó, como todas las largas noches, para dar paso a un nuevo amanecer, pues no existe principio ni final, ni luz sin oscuridad.
¡FELIZ YULE!
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