Érase una vez una joven inquieta a la que le encantaba caminar. No podía parar quieta, siempre estaba de aquí para allá. Pero siempre tenía que recorrer un difícil camino en comparación a los demás. Le costaba llegar el doble a su destino, y eso frecuentemente la hacía entristecer. Sin embargo, con las primeras luces del amanecer, seguía hacia adelante, sin miedo a hacerse daño o caer.
Entonces llegó un grave problema. Y es que, al ser tan arduos los caminos, su calzado se rompía y sus calcetines, ¡oh, pobres calcetines!, terminaban llenos de agujeros. Se hacía polvo los pies. Pero ésta era su vida, no conocía otra mejor. Hasta que llegó un buen día, en el que se le planteó una solución.
Un apuesto caballero, a lomos de un blanco corcel, se acercó hasta ella al verla cojear y le ofreció su ayuda mientras la intentaba cortejar:
- Ven conmigo, sube a mi caballo, y ya no tendrás que caminar más. Yo te llevaré a cualquier lugar, y tus pies no volverán a sufrir.
La muchacha se montó en el caballo y se dejó llevar. Al principio, era todo maravilloso, ¡menuda comodidad! Pero, poco a poco, comenzó a sentir que no era lo que quería. Sus pies no sufrían las inclemencias de los caminos, pero por los agujeros del calcetín, le entraba un frío difícil de soportar. Así que antes de un amanecer, decidió bajarse del caballo y seguir a pie, hasta otro buen día, en el que se le planteo otra oportunidad.
Un gentil mercader, montado en un lujoso carromato, se dirigió hasta ella al verla tiritar y le ofreció su ayuda mientras la intentaba fascinar:
- Toma mi mano, sube en mi carromato y no volverás a pasar frío jamás. A donde quiera que desees caminar, pondremos rumbo sin que tus pies lo tengan que lamentar. Yo tocaré mi laúd para ti y tú me escucharás. No necesitarás hacer nada más.
La muchacha subió en el carromato y se sentó sobre un confortable cojín, mientras no tenía que hacer nada más que escuchar melodías de juglar y ver el paisaje desde la diligencia pasar. Empezó siendo muy hermoso y agradable, ¡vaya diferencia!
Pero, poco a poco, comenzó a sentir que no era lo que quería. Sus pies no sufrían las inclemencias de los caminos, pero se sentía atrapada y asfixiada, siempre estaba encerrada. Así que antes de un amanecer, decidió salir del carromato y seguir a pie.
Caminaba y caminaba, y hacía lo que le daba la gana. Y le seguían doliendo mucho los pies, pero no le importaba, porque ésta era su vida, y quería otra distinta. Hasta que llegó un día, ni bueno ni malo, en el que observó que a no mucha distancia, también en su camino, había un joven que lo recorría a pie. Caminaba lento, pero sin vacilar, disfrutando de cuanto le rodeaba, sin mirar ni demasiado hacia adelante, ni nunca hacia atrás.
Fue entonces cuando la joven se le acercó y empezaron a hablar sin más. Horas y horas de conversación, hasta que él, que la veía cojear y temblar, se decidió y le preguntó. Ella le contó su historia, la del apuesto caballero, del gentil mercader y muchas otras cosas que ahora no son menester. Días y días de caminar, hasta que ella, que le veía caminar y escuchar, se decidió y se lo contó.
- Sé que siempre tengo que recorrer un difícil camino en comparación a los demás, sé que me cuesta llegar el doble a mi destino; pero es mi vida y no quiero otra distinta.
Y esto fue lo que le respondió:
- Así es lo que quieres, y así es como te quiero yo. Por eso lo único que haré es caminar a tu lado y cuando se te rompa un calcetín...
... siempre traeré otro para ti.
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