Apenas habían transcurrido un par de horas desde la comida y ya la noche se extendía con su fascinante velo por la ciudad, adueñándose de cada callejuela, deslizándose hacia las grietas más recónditas de los vetustos edificios que conformaban el caótico entramado del Barrio Antiguo. Pero una miríada de luces encendía el ambiente, pendiendo anaranjadas de arcaicos faroles que ahora funcionaban con electricidad, y decorando las fachadas en una caleidoscópica catarata, que anunciaba que habíamos entrado en la semana de Navidad. Era el vigésimo día de diciembre, y podría decir que la plenitud de la Natividad era una jubilosa constante en lugares y en rostros, sobre todo en el de los niños que me iba cruzando a medida que avanzaba hacia la biblioteca, mi destino en esta gélida tarde, todavía autumnal.
Deambular entre las restauradas reliquias de lo que, en tiempos pretéritos, fue mi antigua ciudadela, siempre me resultaba un delicioso placer del que no me quería privar, por ello acudía con diligencia al viejo edificio que se encontraba más allá de las ruinas de la muralla cuando quería consultar un libro o gozar de una novela, en lugar de recurrir a los modernos archivos, digitalizados y ergonómicos, cercanos a mi hogar. No es que fuera un lugar precisamente bello, puesto que era un inmueble erigido hacía apenas un par de décadas, en el que se percibía una escasa funcionalidad; sin embargo, lo que verdaderamente resultaba entusiasmante era atravesar esa laberíntica red de calles medievales. Sentir como si, en esencia, regresara a una época de pasiones y leyendas, a cada paso y en cada latido. El ambiente era tan evocador que sólo tendría que cerrar los ojos para embriagarme de esa romántica impresión de que había retrocedido eras hasta alcanzar un instante perdido en el tiempo.
Cuando hube llegado a la biblioteca me percaté de que su iluminación, del mismo modo que en las calles, era resplandeciente, en un modo cegador, pues asimismo alguien había decidido ornamentar el sitio como si de un Árbol de Navidad se tratara. Tanto mejor, nunca estaba de más la luz cuando se quería consultar una obra literaria. Así pues, me dirigí al área de estantes de 'Historia y Geografía', en busca de la signatura que correspondiera al manual historiográfico sobre celtas y escandinavos que ansiaba encontrar, pues debía realizar un monográfico sobre la influencia de dichas culturas en mi territorio. Me consideraba un apasionado, casi un erudito, de la cultura celta y los pueblos prerromanos dentro de la Península Ibérica, por lo que tenía la certeza de que no necesitaba demasiada información. Aunque en el saber nunca hay excedente.
Acompañé mi mirada con mi índice, viajando entre los diversos tomos que hallaba, hasta que di con el que buscaba sin mucho problema. Pero cuando me dispuse a asirlo para llevarlo hasta una de las mesas de estudio, una insólita sensación de desasosiego invadió mi mente, turbándola, como si acabara de sufrir un súbito colapso que me mantuvo obnubilado durante un par de segundos. Me recuperé y, al enfocar nuevamente mi visión, me cercioré de que junto al manual que estaba cogiendo, reposaba un extraño libro cuyo lomo, agrietado y enmohecido, tenía un aspecto desolador. La curiosidad articuló mi mano, como si de una sortílega titiritera se tratara, hasta tomar ese otro ejemplar, que el tacto de sus cubiertas se asemejaba al cuero, y que como título figuraba una única palabra, hilvanada con hermosos y atrayentes caracteres que latían en un insondable obsidiana sobre la raída portada: «Yule».
'El tiempo de Yule' era una celebración pagana que se correspondía a la mitología celta y nórdica, una ancestral tradición que se conmemoraba durante el Solsticio de Invierno, por la cual se preparaba un opulento banquete, se embellecían los hogares con luces, muérdagos y guirnaldas y se cantaban canciones alrededor de una fogata, mientras transitaba la noche, la más larga del año, dando lugar a un brillante amanecer. De esta inmemorial costumbre se había llegado, a través del sincretismo, hasta nuestra actual Navidad. Esto era lo único que conocía sobre esta fecha, pero sabía que algunas personas, especialmente aquellas vinculadas a enigmáticos esoterismos, le otorgaban otra trascendental interpretación. Por supuesto, mi dictamen al respecto era de absoluto escepticismo, no le otorgaba validez alguna a antiguas supercherías que habían rescatado algunas personas, en la actualidad, para lograr notoriedad, atención o enmascarar sus carencias académicas en un ridículo artificio para cautivar a ignorantes redomados y crédulas niñas que juegan a ser brujas.
Aún así, con mi voluntad sojuzgada por un insano merodeo, me vi sentado, en completa y desamparante soledad, en una de las mesas de estudio cercanas a las estanterías, con este inescrutable libro ante mí y la sensación de que estaba a punto de perpetrar la profanación de un saber prohibido, por mi obcecación acerca de que lo que iba a descubrir me parecería, fuera de toda duda, una ridiculez. No me importaba, yo seguía sonriendo con un abyecto deleite, como aquel que permite que un iletrado hable sólo por el placer que le supondrá reprenderlo y corregirlo. Deslicé las yemas de mis dedos bajo las cubiertas, y percibí un inverosímil peso en la tapa de portada, que al principio reproché al lamentable estado de la obra, que pensaba había quedado solapada, en sus páginas, por un pegajoso deterioro. No obstante, esa no era la razón. Por lo que percutí hasta casi hacer palanca y el libro se abrió delante de mis ojos, en un pavoroso estruendo que provocó un desagradable eco por los corredores de la sala. Sala que, acababa de comprobar, estaba silenciosa, oscura y vacía.
Como empezó a sentirse mi impía alma.
1 comentario:
¡Ya era hora de que volvieras! El blog necesitaba una actualización de este tipo más que mis típicas divagaciones.
Seguiré atento a la segunda parte. ¡Gracias por volver!
(no quería borrar el primer comentario que he puesto, sólo editarlo pero parece que no se puede).
Publicar un comentario