Érase una vez una laguna, no tan pequeña como un charco ni tan grande como un estanque, en el que vivía una colonia de ranitas. Croando y saltando, pasaban noche y día. Pero ocurrió que dos de ellas, saltando entre cañas y nenúfares, acabaron cayendo a un profundo agujero.
El resto de las ranas, alarmadas, se reunieron alrededor del agujero, y cuando vieron lo profundo que era, le dijeron a las dos ranas que estaban en el fondo, entre gritos y aspavientos, que toda esperanza perdieran, pues jamás lograrían salir. ¡Que se debían dar por muertas!.
Pero las dos ranas no hicieron caso alguno a estas palabras y continuaron intentando saltar con todas sus fuerzas para lograr salir del profundo agujero. Mientras tanto, desde arriba las otras también insistían en que sus esfuerzos serían en vano.
Finalmente, una de las ranas les prestó atención y en el desánimo cayó. Se tendió en el suelo, se puso a croar amargamente y de pena se murió. Pero la otra rana continuó dando saltos, sin hacer caso de los gritos y las señas de la multitud de ranas, que querían que dejara de sufrir y, simplemente, se dispusiera a morir. ¡No tenía sentido seguir luchando!.
Y sin embargo la ranita saltó, y saltó, cada vez más fuerte, cada vez más alto, hasta que tras un gran esfuerzo, logró salir del profundo agujero. ¡Qué proeza la de este anfibio!.
Cuando salió, el resto de ranas se le acercó y muy sorprendidos le dijeron:
- Nos alegra mucho que hayas logrado salir, a pesar de que gritáramos que te dejaras morir.
Fue entonces cuando la rana les explicó que era sorda, y que pensó que lo que hacían desde arriba, entre señas, era animarla a esforzarse más y más para que saliera del agujero.
- Siempre es preferible un aspaviento a una palabra de desaliento.
Así pues, tened mucho cuidado no sólo con lo decís, ¡sino con lo que escucháis!, y digan lo que os digan, jamás os rindáis.
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