Recordó la chiquilla de dieciocho años, pizpireta, grácil, una fuente de frescura. Curiosa, inquieta, la vio cada una de las veces que fue a Egipto en el pasado. La taberna de Khaled era un buen sitio para descansar, el viejo era un hombre que había sabido moverse muy bien entre los colonizadores europeos, con amigos poderosos, pragmático y decidido. Además allí se destilaba el mejor zebib de todo El Cairo, y eso era mucho decir considerando el enorme tamaño de la ciudad y la popularidad de la anisada bebida.
La conoció como una niña de ocho años, vio su cambio y su entrada en la pubertad, su incipiente y dulce belleza adolescente y el preludio de su madurez cuando alcanzó la mayoría de edad. Gustav Helder siempre tuvo sus devaneos con mujeres de toda índole, mujeriego es una palabra que a penas alcanzó a describirle en determinadas épocas de su vida, pero siempre siguió sus reglas, y nunca intentó nada con nadie menor de veinte años, y eso que hubo jeques que le ofrecieron probar su harén de virgenes quinceañeras, reyes de tribus que le ofrerecieron sus preciosas hijas princesas para su uso y disfrute personal, pero siempre se mantuvo fiel a sus principios. Siempre… menos esa vez. Esa única vez. Fue la última vez que Helder estuvo en Egipto. La última vez hasta ese momento que persiguió el sueño de su Rosa Verde.
Recordaba cómo regresó a la taberna del viejo Khaled, exhausto y deprimido, todas sus averiguaciones habían sido en falso, por enésima vez la rosa estaba lejos de su alcance. Sus sueños se disipaban, su esperanza era lejana, tanto como lejana era la esmeralda que ya empezaba a dejar de tener sentido seguir buscando.
La chiquilla se coló por su ventana. Lo había hecho otras veces en los años anteriores, Helder le contaba las historias de sus aventuras. Siempre la vio como una niña, una dulce e inocente niña, inofensiva. Todo cambió esa noche.
La vio, derrotado y borracho, introducirse entre los escombros de su mundo, grácilmente, trepando y esquivando cada puntiagudo resquicio de los añicos que había a su alrededor.
- ¿Señor Helder?
La brisa de su voz dispersó esos añicos, dejando limpio todo lo que le rodeaba. La miró. Ya no era una niña. Había florecido de manera intensa y repentina y él ni se había dado cuenta. Gustav Helder no era un estúpido, y supo perfectamente lo que sintió, e incluso lo que iba a suceder esa noche. Supo que en el estado en el que se encontraba le iba a resultar iposible rechazarla, porque olía con el suave aroma que uniría los pedazos rotos de sus sueños y podría hacer que todo volviera a merecer la pena, aunque sólo fuera, indiscutiblemente, por una noche. Tuvo la absoluta certeza de que estaba a punto de quebrantar una de sus más sagradas reglas.
- ¿Qué quieres pequeña? No es la mejor de las noches para que hablemos. Cualquier historia que te cuente hoy será triste, bañada en fracaso y decepción.
- No me haga esto, señor Helder.- las palabras se balanceaban con sinuoso contoneo, buscaban el resorte que hiciera que el hombre cayera presa de su necesidad de escapar de su desoladora realidad.- Llevaba dos años esperando a que volviera. Cada día. Cada noche. Pensando en usted. Ya no soy su “pequeña”. Ya no soy una niña. Míreme. Ya no lo soy. No quiero que me cuente un cuento esta noche. Ya no es eso lo que quiero.
- ¿Y qué es lo que quieres que haga?- preguntó, aunque sus ojos que iban directos hacia él casi atravesándole, y sus manos que caminaban por el colchón hasta que ya habían llegado a su cuerpo y estaban posándose sobre él con la tranquilidad y la certeza de que todo era natural y perfecto; ya le respondían sin necesidad de palabra alguna.
El hombre cerró los ojos sabiendo que los labios se encontrarían y que no tenía fuerzas para evitarlo. Así fue, y aún esperándolo y sabiendo que ocurriría en cualquier momento, quién sabe cómo, le cogió por sorpresa. Porque en ese beso reunió todo lo que necesitaba y mucho más, arrebatador, preciso, tierno. Se juntó a ella y la abrazó, y el mundo se recompuso por arte de magia, en el instante más feliz que había vivido en tantísimo tiempo, quizás no tanto y fue su derrota y malestar que magnificó el momento sólo por lo auténtico, instantáneo y sencillo que realmente era. Pero mientras su mundo iba recuperando su forma, vio la Rosa Verde deshojarse, perdiendo láminas de esperanza, pétalos que nunca tocaría, y en ese momento, mientras la niña que se convertía en mujer a golpe de ternura a sus ojos le abrazaba, no le importó en absoluto.
Despertó solo en la cama, era octubre y el clima era agradable. Se sorprendió, nunca esperó amanecer solo. Solía ser al revés, cuando para desfogarse y curar las tristes heridas del fracaso, se dejaba llevar con cualquier mujer, era él quién las abandonaba en mitad de la noche. No fue en ese momento. La niña le había abandonado, la muchacha que había revindicado su condición de mujer, que le había buscado en mitad de la noche; había obtenido lo que quería y se había marchado.
Por un instante loco, pensó en seguir dejándose llevar, buscarla. Efectivamente, ya no era una niña. Era mayor de edad, interesante a su modo, arcilla que moldear en sus manos. podría enseñarle tantas cosas. Podría sentar la cabeza, olvidar la rosa y todo ese mundo loco que le atrapaba año tras año… a su lado. Pero no lo hizo. No totalmente. Poco después su vida de aventurero acabaría, casi destruyéndole en el proceso. Pero nunca sentaría la cabeza. Y menos con ella.
- Sé que te marcharás. Sé que quizás no vuelvas nunca.- su voz volvió a cogerle desprevenido. Estaba sentada en el alféizar de la ventana. Tapaba su desnudez con una fina sábana que revoloteaba junto a su pelo a causa de la brisa de otoño. Ya no le hablaba de usted.
- Pensaba que te habías ido.- dijo él sin poder apartar su mirada de ella. Era hipnótica, tan joven… un regalo en un susurro. Sólo tenía que esforzarse un poco y escuchar la súplica. Pero Helder sabía perfectamente que no lo haría.- Es lo que querría.- continuó ella meciendo tristeza a cada palabra.- Querría haberme marchado. Junté todas mis fuerzas en mitad de la noche. Lo intenté. Pero no lo he conseguido. Y serás tú quién te marches.
- Sí. Así es. Esta misma tarde.
- Llévame contigo.- se acercó a él, el sentimiento era tan real, tan certero, que quiso cogerlo y hacerlo suyo, rendirse a esta nueva oportunidad, que el azar, juguetón, le ofrecía, como una manzana envenenada.
- Sólo eres una niña, mi preciosa Nagla. Allá dónde voy, tú no tienes cabida. Lo que ha sucedido… lo que sucedió anoche, es algo que nunca debió suceder. Y lo sabes.- le dolió en el alma esa mentira, porque en el fondo, dónde realmente importaba, no se arrepentía de nada.
- No te atrevas a decirme eso… no lo hagas… ¿por qué lo haces?- su rostro era severo, pero una lágrima se atrevió de manera lenta y sinuosa a descender desde su ojo izquierdo, en lento zigzag por su pómulo.
- Lo hago porque es lo que tengo que hacer. Porque tienes una vida que vivir aquí, y porque te consumirás a mi lado desperdiciando tu juventud, y habrá un momento en el que estarás tan arrepentida de tu decisión que habrías preferido morir a tomarla.- eso lo dijo totalmente en serio, de eso sí que estaba seguro.
- Pero tú no puedes tomar esa decisión por mí. Es mi decisión, no la tuya.
- Puedo y lo haré. Tú no estás capacitada. Yo sí. Es irrevocable. Así es y así será.- sin mirarla, casi convencido de que nunca volvería a verla, cruzó la habitación, cogió su maleta, y se marchó.
Ella se quedó sola, más marchita de lo que él estaba cuando le encontró absorto y destrozado la noche anterior. Terminaría haciéndole aún más daño. De eso también estuvo seguro casi todo el tiempo. Sólo era una cría, no merecía a un payaso como él en su vida. Nunca le contó a nadie, ni siquiera a Yashid lo que sucedió aquella noche. Quedaría para siempre en su conciencia, como el error o acierto más agridulce, el caramelo amargo que permanecería con su sinsabor año tras año endulzando y amargándole según soplaba el viento.
La vieja taberna de Khaled estaba mucho menos vieja, resultaba casi paradójico, el paso del tiempo que había devastado la ciudad y el alma de Helder no había supuesto ningún problema sin embargo para ese lugar, todo lo contrario, era un lugar moderno y acogedor.
- Nagla ha hecho un buen trabajo, Gustav, te sorprenderá. Infinitamente mejor que el tugurio que regentaba su padre. Creo que hasta un viejo despojo como tú podrá descansar tranquilamente.- inmediatamente después de decir estas palabras, Yashid se sintió culpable, porque efectivamente, estaba en frente de un viejo despojo que apenas se podía mover. Le encantaba bromear y criticar a su amigo, pero en ese punto hasta a él mismo le pareció un comentario hiriente y ofensivo.
La respuesta de Helder, que era muy susceptible y más con los temas de su condición física y de su edad, no se hizo esperar:
- No necesito que me recuerdes la calaña en la que me he convertido. Lo compruebo cada vez que intento respirar, cada vez que veo mi reflejo.
- No pretendía ofenderte, de verdad Gustav…
- Ya es tarde para decir qué pretendías y qué no. Entremos.- no quiso ni pararse a pensar en Nagla y en todo el tiempo que había pasado.
De hecho, pensó que quizás por primera vez en mucho tiempo tendría suerte y que la mujer no estaría en ese momento, que aunque la posada fuera suya no tenía que estar las veinticuatro horas del día allí, que quizás tendría una vida lejos de ese lugar y no tendría que enfrentarse a su imagen tantos años después.
El destino, para variar, sería esquivo con él. Porque fue lo primero que vio. Detrás de la barra, una mujer hecha y derecha, evolución precisa y perfecta de aquella muchacha que ni siquiera quiso mirar a los ojos mientras abandonaba.
Hizo un rápido cálculo, cuando se marchó aquella vez para jamás regresar, la chica había cumplido los dieciocho. Diez años después, estarba en la flor de la vida, la mejor edad para cualquier cosa, mezcla de los últimos retazos de la rebelde juventud, el ímpetu, la frescura, valentía y tiempo para acometer cualquier tipo de viscitud, el sazón de retazos de madurez. Se lamentó, ojalá pudiera él volver a tener treinta años. Ojalá tuviera la oportunidad de malgastarlos buscando una y otra vez un sueño imposible. Porque estaba seguro de que eso es lo que haría.
La actividad en la taberna era frenética. Recordaba este lugar, y siempre estaba lleno, pero ahora estaba totalmente abarrotado. Aunque los feligreses eran diferentes, parecía un lugar más respetable de lo que fue antaño. Casi le costaba respirar con el humo de las cachimbas, y la vista también se veía perjudicada, pero eso no fue impedimento para que ella también le viera. De repente, sin más. Quizás fue por el cansancio, quizás fue por la humareda, pero por un momento le pareció ver la mirada de esa casi niña, todavía buscándole, todavía intentando llegar desesperadamente hacia él y rescatarse mutuamente. Sólo fue un momento. Lo que vio después no inspiraba precisamente eso. No inspiraba nada.
Cuando ambos estaban en la barra, transcurrieron cinco minutos hasta que se dirigió a ellos.
- Yashid, no puedo decir que sea una alegría verte. Siempre que apareces, traes problemas.
- Oh, pero son el tipo de problemas que le encantaban a tu padre.- dijo guiñando un ojo. Era una mezcla entre patético y desagradable, él lo sabía y no le importaba en absoluto.
- Yo no soy mi padre, pequeña sabandija. Quiero que eso te quede claro. Por los viejos tiempos, por el aprecio que extrañamente te tenía, os daré una habitación. Espero que hagáis el trapicheo que queráis hacer lo más rápido posible y así os pierda de vista, a poder ser para siempre.
- ¿Alguien te ha dicho lo encantadora que estás cuando te enfadas?
- ¿Alguien te ha dicho que aún podrías tener menos dientes? Sigue por ese camino y lo comprobarás.- Helder estaba impresionado. La chica había desaparecido bajo una coraza impenetrable, fruto de luchar día tras día por mantener el orden en su establecimiento. A saber la cantidad de babosos, borrachos, mendigos y facinerosos con los que había tenido que tratar a lo largo de los años. Su padre siempre la protegía, pero había tenido que aprender a las malas lo que tenía que hacer para sobrevivir y prosperar en un sórdido ambiente como ése.
Pero lo que más le impresionó, es que ni siquiera le miró. Después de la mirada inicial, desvanecida toda esperanza nostálgica, ni siquiera le miraba. Mejor. No debía entretenerse con más fantasmas del pasado, y Nagla era uno bien grande. Le sorprendió descubrir que había una parte de ese viejo cansado que sí quería enfrentarse a ese fantasma hasta las posibles últimas consecuencias de ese enfrentamiento.
- Basta ya de juegos. Danos una habitación, Nagla.- dijo él al fin. No soportaba estar un minuto más entre la multitud, apenas podía respirar, sólo quería tumbarse, cerrar los ojos, quizás intentar dormir.
- Benjhen.- un chiquillo egipcio se acercó a ellos.- Llévales a la habitación siete. Espero que esté limpia y preparada, hasta los puercos merecen algo de dignidad.
- Gracias, eso es todo lo que queremos, revolcarnos en nuestra dignidad.- se sintió tentado de emprender un duelo dialéctico con ella, seguramente si no estuviera tan cansado no habría dudado un instante en hacerlo.
Estaba claro que pedir dos habitaciones con la cantidad de clientes era imposible, aceptaron la habitación individual de buena gana.
- Habría apostado diamantes contra cacahuetes a que la chica no te ha olvidado, y habría estado en lo cierto, Gustav. Esa manera de mirarte…
- ¿De qué estás hablando, Yashid?
- No sé lo qué pasó entre vosotros si es que llegó a pasar algo. Siempre he creído que sí. Pero lo que sí seguro es que esa niña estaba totalmente colgada de ti. No entiendo qué les dabas.
- No sabes de qué estás hablando, y si quizás lo sabes, prefiero que finjas que no lo sabes y no hablemos de ello. No es eso lo que me preocupa ahora, amigo mío. Siempre supe que Nagla estaba aquí. Podriá haber venido a buscarla un millón de veces. Pero no. Si he vuelto, no es por ella. Descansaré unas horas, bien sabes que lo necesito. Luego nos pondremos en marcha.
- De acuerdo, Gustav. Voy a darme una vuelta por el barrio. Haré unas averiguaciones. Pero ten una cosa clara. Esta vez sí. Esta vez la encontraremos.
- Eso espero, Yashid.- respondió sin creerse una palabra.