Hace unos años que falleció mi abuelo, y es algo que yo todavía no he superado. Estuve rogándole a Dios por su vida mientras escuchaba sus agónicos lamentos y su último aliento trastabillaba entre sus labios, sabiendo que su hora había llegado, que su existencia expiraba, pero teniendo la suficiente entereza para dedicarme unas palabras, mientras tomaba mi mano y la apretaba con tenue intensidad entre sus temblorosos dedos:
- Sólo pierde la esperanza aquel que ve el fin más allá de toda duda.
Esta sentencia me ha acompañado durante todo este tiempo, no he dejado de tenerla en cuenta, aunque puede que no la entendiera cómo realmente quiso él que así fuera. Lo que sí es cierto es que, desde su muerte, perdí toda esperanza en lo que respecta a Dios y a la fe. Era la primera vez que imploraba de esta manera tan desesperada y sentida, para evitar que me arrebataran a mi querido abuelo de mi lado; pero fue totalmente inútil, sentí que nadie había para escuchar mis plegarias y terminé renegando de toda creencia religiosa. Me prometí que jamás volvería a profesar la fe ni a rendirle tributo a Dios, implicando esto que nunca entraría en una iglesia o cualquier otro edificio de carácter religioso.
Así fue como transcurrieron los años en mi pequeña ciudad, bañada por cálidas aguas, enclavada en una hermosa bahía bajo un luminoso cielo que se inclinaba durante la alborada para besar suavemente a ese brillante mar de encrespado oleaje. Un mar que gozaba de contemplar siempre que tenía la oportunidad, caminando hasta la playa, de arena dorada y fina, en la que me sentaba y dejaba que las horas pasaran mientras el devenir del mundo no se detenía. El horizonte reclamaba mi mirada y yo lo abrazaba con mis ojos justo en esa línea en la que los azules se convertían en un único tono majestuoso, donde nadie pensaba que estuviera observando salvo yo. Pero estaba equivocado.
Fue una tarde de otoño, en la que el firmamento parecía arder en una pira de intenso carmesí, cuando dejé vagar mi vista hacia el oscuro peñón que se levantaba desde uno de los extremos de la bahía, recortando el edén inaccesible con su sombría silueta, escarpada y monumental, donde las olas golpeaban en un perpetuo y arrebolado rugido. Allí la vi por primera vez. Esa visión que estremeció mi corazón y que provocó que no continuara escudriñando los mares: era una joven mujer, aproximadamente de mi edad, vestida con un suntuoso vestido blanco que se arremolinaba sobre su cuerpo por las caricias del viento, dejando que sus ensortijados cabellos ondearan en la cima del promontorio como si se tratara de un fuego azabache que contrastaba con su bruna tez y su ilimitada mirada.
Quedé absolutamente prendado por esta ilusión moldeada como mujer, que coronaba en espléndida etereidad la cala en la que me hallaba contemplativo. En determinado momento, comenzó a caminar y tuve que frotarme los ojos porque no daba crédito a lo que creía ver: era como si en cada paso que diera, levitara sin tocar el suelo, dejándose empujar por la brisa marina hacia un destino incierto. Ahora la playa me parecía remota y distante, totalmente ajena a lo que había significado para mí hasta ese momento, porque ella estando cerca estaba lejos, como si perteneciera a un mundo que no fuera el mío. Defintivamente, debía ser un fantasma. Pero el fantasma más hermoso que nunca antes había visto. La seguí con la mirada hasta que la noche se cernió inesperada sobre mí y la perdí completamente, cuando parecía remontar el empedrado camino que conducía hasta la iglesia.
Todas las tardes, a esa misma hora, regresaba a la playa para volver a encontrarme con esta aparición vespertina, que siempre localizaba, sin excepción, admirando el inmarcesible mar desde el peñón, hasta que el disco solar se sumergía en las aguas, dando paso a una noche de desaliento y olvido, porque siempre que llegaba, ella desaparecía, como si fuera una quimera que sólo pudiera vivir a la luz del día. Remontaba su volátil deambular hasta que llegaba a las estrechas y empinadas calles de piedra de la ciudad, donde creía contemplar que ascendía hacia la morada gótica construída para ese Dios que yo despreciaba.
Y esto se repitió durante innumerables días, en los que simplemente me limitaba a mirarla desde el confín de la bahía, sin intención de saciar la voraz curiosidad que reconcomía mi alma y mi corazón, pues yo pensaba que no era más que una aparición, pero en el fondo de mi interior ansiaba que fuera real, y así poder tocarla, sentirla, hablarla e, incluso, ¿por qué no?, abrazar su pequeño y frágil cuerpo entre mis anhelantes brazos.
Sin embargo, ocurrió aquello que ensombrecía mi espíritu cuando pensaba que ese momento pudiera llegar algún día y esto fue que, una de las tardes, ella no apareció, no encontré su esbelta figura en lo alto de ese peñón que ya marcaba la altura de mi felicidad. Su ausencia me sumió en una profunda desesperanza y me generó un atroz miedo que tuvo su reflejo al día siguiente, y en los sucesivos días, en los que tampoco acudió a visitar al mar y, por ende, yo no pude visitarla a ella, aunque sólo fuera con la mirada. Me arrepentía lánguidamente de no haberme atrevido nunca a encaminarme envalentonado hacia ella y comprobar si de verdad existía o era una abstracta manufactura de mi afanosa imaginación.
A pesar de ello, no me quise dar por vencido y seguí acudiendo todas los días, en ese preciso lapso temporal en el que el atardecer y el anochecer jugaban al despiste, con la esperanza intacta de que pudiera volver a verla. La incerteza me embargaba por completo, ya que pensaba que no volvería a contemplarla jamás, pero yo ya estaba aferrado a esa ideal de tener su imagen otra vez conmigo y puede que algo más, si es que podía trascender ese velo entre lo sobrenatural y lo real, una mortaja que probablemente me había creado yo mismo para enmascarar mi inseguridad y mi timidez. Proseguí aguardando hasta que la perseverancia dio su resultado, aunque no como yo auguraba, puesto que la volví a ver, pero no en la playa desde la que la había conocido, sino mientras yo regresaba a mi hogar y ella caminaba apresurada por las angostas callejuelas de la ciudad, como si el mismísimo Mefistófeles la persiguiera para anegarla en un melancólico abismo de dolor.
Esta vez disipé cualquier tipo de duda que pudiera nublar mi determinación y me dispuse a seguirla, para comprobar que era más que un fantasmal visión, que era una maravillosa realidad. Mantuve respecto a ella una prudencial distancia, acechando en la ominosa tiniebla, comportándome como si yo fuera ese espectro que deseaba que no fuera ella hasta que vi como entraba en la iglesia que se emplazaba en una zona de la ciudad que parecía alzarse en una especie de cerro. Me quedé paralizado en el monumental pórtico de granito del templo cristiano, de apuntada arquitectura gótica, encumbrado por un pináculo oscuro en cuyo extremo había una cruz latina que parecía también observar el mar. Respiré hondamente, cerré mis ojos y, mientras negaba con el rostro, posé mis manos en las puertas de frío metal hasta que cedieron, procurando de esta manera entrar en este sacro lugar, desoyendo todas las maldiciones que había proferido contra Dios y la fe desde hacía tantos años.
Una vez estuve dentro, quedé perplejo al admirar la vastedad de esta iglesia, en la que había tres grandes pasillos colmados por pequeñas salas bajas y repletos de pequeñas columnas que sostenían las bóvedas de crucería, de aspecto delicado, pero suficientemente compactas para no temer en momento alguno que ese cielo de piedra fuera a caer sobre mí. Había intrincadas escaleras que surgían hacia tribunas superiores desde el deambulatorio interior, decoradas con escenas bíblicas, criaturas feéricas, demonios terribles y flores gigantescas hilvandas entre sí por arcos labrados en la roca, que apuntalaban las vidrieras y el descomunal rosetón que se vislumbraba en la fachada.
No obstante, mis ojos no se despegaron del altar, pues en la base de las escaleras que llevaban al ábside la encontré a ella, arrodillada en genuflexión, con sus manos unidas entre sí y su inmaculado rostro encendido por un desesperado fervor que me resultaba familiar. Sentí como si mi corazón se encogiera dentro de mi pecho cuando creí verme a mí en esa misma situación en la que se encontraba ella, pero hace unos años. Y decidí esperarla, como había hecho hasta entonces desde que dejó de visitar al mar por las tardes, pero también como pensaba que había hecho desde siempre, pues ya no se trataba de sólo de una visión, sino de algo mucho más profundo... algo que hasta incluso parecía que me había devuelto un sentimiento perdido, olvidado y despreciado.
Se giró, con el rostro compungido y un pequeño sendero de lágrimas que se precipitaba desde sus preciosos ojos marrones, surcando la fina piel de su mejilla, hasta que me vio en mitad del pasillo, dibujando una inocente sonrisa y decorando su rostro con el más dulce de los rubores. Me reconoció, pues también se había fijado en mí mientras pasaba las tardes en el peñón y me contó su historia, que era tan similar a la mía como si se tratara de un simétrico reflejo, con la diferencia de que ella no perdió la esperanza cuando también su abuelo falleció a pesar de sus ruegos, cada tarde al mar, para que eso no ocurriera y su posterior visita a la iglesia para rezarle a Dios por su recuperación. Y yo le conté mi historia, la que me había hecho perder esa esperanza hacía años, pero también todo cuando creí ver en ella cuando la contemplé desde la playa, pero especialmente, todo cuanto veía en ella en ese momento.
Y se lo dije, con palabras que antes me habían sido pronunciadas pero que, hasta este momento, no supe reconocer su verdadero significado:
5 comentarios:
Detrás de este fantástico relato hay una cuestión muy importante, creo que la más importante. Es imposible saberlo todo, precisamente por eso hay que tener fe... O no.
A lo largo de nuestra vida nos encontraremos con muestras y pruebas que nos abocarán a creer y todo lo contrario, muestras y pruebas que ahuyentarán de nuestra alma toda creencia. ¿Qué hacer? Creo que está claro, allá cada cual.
John W.
Imponente relato... me atrajo de principio a fin. Maravilloso!!
En lo personal, creo que habiendo perdido vidas tan cercana a mí como al corazón de mi alma he aprendido que la fe no es esperar que alguien haga un milagro a fin de un egoismo sino que los años siguientes no sean tan duros y poder encontrar en la aceptación el valor de los recuerdos y la importancia de decir todo en cada momento.
No he tenido despedidas ni últimas palabras, y aunque la aceptación no alivia el extrañar y el llanto... vivo para que vivan y ser mi huella sobre sus huellas.
Un beso grande...
Querido Maldoror: el milagro de la fe es la fe misma. La fe antecede y sucede a la esperanza, por eso, para quienes la conservan, es realmente el último recurso en una caja de Pandora donde se han agotado todas las esperanzas. Sobrecogedor, magnífico, bellamente ejecutado relato que me ha llevado de la mano de la fascinación y el interés genuino de principio a fin. Es tu regalo divino. Es tu reafirmación en la fe de la palabra y la esperanza que esta fe profesada nos trae a nosotros como lectores y participantes de esa parte de tu mundo interior que es tu asombrosa capacidad intelectual y artística para hacernos vivir y reflexionar simultáneamente. Me entrego a ti con ciega fe en cada lectura. Abrazos para ti y para mi Musa que te ama.
Me gustaría agradeceros, en primera instancia, a los tres, que hayáis empleado parte de vuestro inestimable tiempo, no sólo en leer mi relato, sino también en transmitirme las sensaciones que os ha inspirado lo que habéis leído. Gracias, de corazón.
Por otra parte, en lo que se refiere a mi concepto de fe, he de decir que está íntimamente ligado a mis afanes por vivir, pues, haciéndome eco de mi camarada Tolstoi, la fe es la fuerza de la vida. Y es ahora, precisamente, cuando siento que esa vida me inflama de fe, de esperanza, de convicción, de amor.
Esta es una de las razones por las cuales me "atrevo" a perpetrar la literatura con mis cuentos, relatos o ínfulas, porque tengo fe en mi mismo, porque alguien me ha dotado de esa fe al otorgarme algo que creía haber perdido antes de sentirlo.
La fe puede que sea relativa, al arbitrio de las circunstancias y las vivencias, Polidori, estoy de acuerdo contigo.
La fe no es un medio, es un fin, son todos los fines, y uno de ellos es el consuelo, como bien has opinado, Eris.
La fe envuelve a la esperanza, está a su alrededor, pero también está dentro de ésta, forma parte de su esencia, la fundamenta. Es necesaria, no sólo para creer, también para vivir, para sentir, para amar. Y Pedro, tus palabras de fidelidad a mi lectura, además de colmarme de regocijo, me alientan a seguir creyendo que la obra de mi imaginación merece ser compartida con el resto del mundo.
Mi fe es muy joven, tan sólo un bebé de poco más de tres meses, que nació tras un longevo período de sombra, incerteza, desesperanza, de Nada. Pero sé que esta fe, mi fe, se prolongará durante toda mi existencia, porque no sólo me hace creer, también me hace vivir. Y ahora más que nunca, me aferro a la vida.
Un placer contar con vuestras palabras
Yo nunca perdí la fe, siempre te estuve esperando, desde chiquita.
Te quiero. Besitos.
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