Os voy a contar un breve cuento, algo que le sucedió a una familia corriente, una familia que había tenido un hijo, un niñito muy especial. El pequeño, que se llamaba Alex, había crecido sano y fuerte, pero ahora tenía 11 años y se encontraba en la habitación de un hospital, solo y mirando por la ventana, con los ojos perdidos en un cielo azul que anunciaba un día despejado y soleado.
Alex era un niño muy peculiar, desde muy temprana edad había desarrollado un gusto exclusivo por todo aquello que tuviera algo que ver con el arte, parecía poseer una sensibilidad sobrehumana para captar las sutilezas de la vida. Podía, por ejemplo, estar pintando un cuadro de un paisaje realista con acuarelas mientras escuchaba música clásica. O simplemente quedarse agachado en el jardín observando cómo las hormigas se dedicaban armoniosamente a salir en busca de comida para sustentar el hormiguero. O quizá, tumbarse en la hierba fresca, contemplando el cielo, mirando las formas que dibujaban las nubes mientras oía cantar a los jilgueros. Era capaz de todo eso, y muchas más cosas, podía tocar una preciosa melodía de Chopin en el piano de cola de su madre; o ayudar a su padre a arreglar el jardín, regando, podando y plantando toda una variedad de flores y plantas de los más vivos colores; y disfrutaba con todo ello.
Pero el tiempo transcurría y los padres de Alex, que al principio estaban encantados con todas esas actividades, comenzaron a preocuparse en cierto modo, pues parecía que el pequeño tenía problemas de adaptación en el colegio, siempre estaba solo en los recreos, era extraño ver que no se juntaba con los demás niños, que disfrutaba de su soledad. Así pues, con toda su buena fe, sus padres le apuntaron a actividades extraescolares en las que tuviera que relacionarse con la gente, probaron con distintos deportes y clases para conseguir que el niño hiciese amigos, para que disfrutara de compañeros de juegos, pero no lograban que Alex se adaptara, y el pobre niño cada vez se sentía más triste.
Poco a poco el desconsuelo y la preocupación de esos padres hizo la relación con su hijo más tensa, ellos pensaban que algo malo le pasaba, que no era normal su comportamiento, llegaron incluso a plantearse llevarlo al psicólogo, le preguntaban constantemente sobre el motivo de su conducta, le preguntaban si le ocurría algo, le preguntaban por qué no quería relacionarse con los otros niños. Y no comprendían la situación, no podían entender lo que estaba sucediendo, y cada vez era peor.
Una semana después de que Alex cumpliera 11 años y sus padres le organizaran una fiesta en casa con todos sus compañeros del colegio, ocurrió algo inesperado. Al levantarse ese día el pequeño parecía haber perdido la voz. Sus padres le hablaban y él les contestaba articulando las palabras, moviendo los labios y la boca, pero sin emitir ningún sonido. Al principio no se preocuparon demasiado y pensaron que se trataba de un juego, pensaban que les estaba tomando el pelo, pero progresivamente fueron aumentando las voces de alarma, pues pasaban las horas lentamente, sin que el niño emitiera más sonido que el silencio. Así pues, optaron por llevarle al médico, para averiguar cuál era el motivo de este repentino enmudecimiento.
Y de este modo es como Alex acabó en el hospital, tras una semana después de perder la voz. Le habían hecho todo tipo de pruebas, y los médicos no encontraban ninguna explicación patológica que hubiese llevado al pequeño a ese estado. Incluso pensaban que todo era cosa suya, que había decidido dejar de hablar de repente, así que lo intentaron con psicólogos, psiquiatras y todo tipo de cosas, pero nadie era capaz de hacer que volviera a emitir ni una sola palabra. Y así pasaban los días, con pruebas y más pruebas para intentar dar con una explicación lógica a lo que le sucedía.
Una soleada mañana, entró en la habitación de Alex una joven enfermera, que había acabado la carrera ese mismo año y vio al niño sentado frente a la ventana, mirando fijamente por ella y como abstraído. Celia, que así se llamaba la muchacha se acerco a él y le dijo:
–Hola, soy Celia, y voy a ser tu enfermera mientras estés en este hospital. -Pero Alex ni se molestó en mirarla. Continuaba con la vista fija en la ventana. La chica se quedó observando al niño durante unos segundos. Y volvió a dirigirse a él.
–Hola, Alex. –hizo una pequeña pausa–-. ¿Entiendes lo que te digo? ¿Puedes oírme? –El niño giró la cabeza levemente hasta cruzar la vista con la enfermera, pero fue solo momentáneo, enseguida volvió a mirar por la ventana. Celia se giró y salió de la habitación, con un gesto de frustración en el rostro.
Los días pasaban, y cada intento de entablar comunicación era un nuevo fracaso, la chica, que jamás se había encontrado en un caso como este, no sabía que hacer. Ella estaba convencida de que Alex podía hablar perfectamente y de que entendía todo lo que le decían, pero por algún motivo se negaba a hablar. Celia lo intentó por todos los medios, se leyó la historia de su paciente, habló con sus padres para que le contaran como era antes de que le ocurriera esto, se informó sobre lo que podía pasarle, era amable con él, intentaba ofrecerle todo aquello que pudiera interesarle, pero algo se le pasaba por alto. Hasta que un día se le ocurrió una idea, porque a ella siempre le habían dicho que intentara ponerse en la piel de los pacientes, que intentara comprenderles, que intentara empatizar con ellos y sobre todo, que les escuchara. Así pues, se dirigió a ver a su paciente sin voz, al misterioso niño silencioso, dispuesta a conseguir una respuesta por su parte.
Cuando entró en la habitación esta se encontraba fría, tenía las ventanas abiertas, y esa mañana había llovido, por lo que entraba una brisa gélida. Alex estaba apoyado sobre el alféizar de la ventana con sus codos, y su cabeza reposaba entre sus manos; su mirada se encontraba baja, pero no tenía un gesto triste, simplemente observaba un pequeño charco que se había formado frente a la ventana de su habitación. Celia se acercó hasta la ventana y se puso al lado del niño, adoptando la misma posición, y buscando aquello en lo que el pequeño había fijado su atención. Pasó así unos segundos, contemplando el paisaje, los arboles, las nubes, y todo aquello que se podía ver desde allí; hasta que finalmente centro su vista en el charco y se quedó a la expectativa. El charco reflejaba perfectamente las ramas de un árbol cercano, y entre ellas se podía contemplar las nubes, el cielo abriéndose para dejar paso al sol después de la tormenta. Y de repente, desde una hoja del árbol que se encontraba justo encima de ese charco cayo una gota de agua, una pequeña gota que se había formado a partir de gotitas más pequeñas aun. Y esa gota, provocó un chapoteo, y a continuación unas hondas, e hizo que aquella imagen que estaban viendo se convirtiera, por un segundo en algo mágico, una distorsión de un reflejo de la más cruda realidad.
Y fue justo en aquel momento cuando Celia miró al niño, y Alex miró a la enfermera; y en el rostro de ambos apareció una sonrisa. Y la muchacha supo que lo había conseguido dijo:
–Alex, ahora ya te entiendo, ya sé porque no hablabas. Y es que es una tontería hablar para aquel que no quiere escuchar, es difícil comunicarse con aquel que no te comprende o no te quiere comprender. –Celia agarró la mano de su paciente y continuó–. Ahora sé cómo ves tú el mundo que te rodea, sé que disfrutas con cada una de las pequeñas cosas que te ofrece, pero debes comprender una cosa. No todo el mundo tiene la misma capacidad que tú para disfrutar de esos pequeños momentos, y eso tienes que entenderlo.
Alex se quedo mirando a la única persona que había compartido por unos instantes lo mismo que él, la única persona que sabía exactamente como se sentía ahora, que había disfrutado con una gota de agua cayendo sobre un charco, que le había entendido y escuchado; y solo tuvo una cosa que decir, y esa palabra fue “Gracias”.
1 comentario:
me encanta la enfermera celia!!
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