Una larga enfermedad la arrebató de mi lado, que ya sufría cuando la conocí durante un crepuscular atardecer de otoño, mientras yo interpretaba absorto en mi melodía una pieza, el Segundo Movimiento en Do Menor de Bach, en uno de los tantos conciertos que tenía apalabrados por aquel entonces. La música fluía de mis manos canalizada a través del arco que acariciaba sutilmente las cuerdas, con mi rostro reposando en la mentonera, abandonado a la magia de la armonía. Hasta que la vi a ella, entre el público, contemplando fascinada con su profunda mirada, embargada por mi música como nadie antes lo había demostrado.
Supe en ese instante que mi vida cobraba su verdadero sentido, que todas las composiciones que tocaba con mi violín habían sido y serían para ella. Mi arte le pertenecía, igual que mi corazón. Por eso no me demoré y la busqué afanosamente cuando hubo terminado el concierto. No tuve que indagar mucho, pues ella también me buscaba. Nos encontramos entre bastidores y nos amamos desde el primer momento. Sobraron las palabras, pero quisimos compartirlas porque eran nuestros corazones los que hablaban.
Tenía la voz más hermosa que había escuchado jamás, como si se tratara de la reencarnación de la musa Aedea que se manfiestaba ante mí con su aterciopelado timbre y me transportaba a lugares que ni siquiera en sueños hubiera podido idealizar. Ella cantante soprano y yo clásico violinista, fuimos inseparables tanto en el amor como en el arte y juntos recorrimos el mundo interpretando obras de todos los compositores, embelleciéndolas no sólo con nuestras dotes artísticas, sino con nuestros sentimientos que impregnaban cada una de nuestras actuaciones.
Pasaron los años y nuestra música se deslizó por todos los rincones del planeta, formando un célebre dueto que era reclamado en cualquier lugar donde se supiera valorar nuestra maestría, fundamentada en ese amor que a cada instante crecía. Pero a medida que pasaba el tiempo, ella iba languideciendo, cada vez más deprisa, hasta que llegó el momento en el que ni siquiera podía salir de casa. Y yo me quedé con ella, no me separé ni un ápice de su lado y seguí tocando día y noche, aunque de su voz sólo quedara un inaudible hilo que apenas se percibía. Seguía siendo la voz más bonita de todo el universo, la que me insuflaba vida y mantenía palpitante mi coazón. Por eso no dejó de cantar... hasta que finalmente expiró.
El dolor se apoderó de mí mientras veía como se extinguía entre mis brazos, tras entonar una última canción en la que me declaraba su inmortal amor y su deseo porque continuara siendo feliz a pesar de su ausencia. Pero yo sólo la quería a ella, no podía concebir lo que había ocurrido y me sumí en una punzante desesperación, abandonando mi violín, mi música y, sin percatarme, abandonándola a ella por haber dejado de hacer lo que tanto nos había apasionado a ambos. En su sepelio me pidieron que tocara, pero ni siquiera tuve fuerzas para esbozar una palabra y sólo me limitaba a observar como una pesada lápida de mármol blanco era colocada sobre su perpetua tumba, en la que habían grabado la figura de una ninfa cantándole a la luna.
Fue entonces, meses o años después, no lo sé, perdí la noción del tiempo atenazado por la pena, cuando reaccioné, me di cuenta de lo que había hecho. Desesperado, desenterré el maletín donde guardé mi violín con intención de sepultarlo como habían hecho con mi amor y me dirigí deprisa al cementerio. Debía tocar para ella, al menos una última vez, aunque no estuviera conmigo, a pesar de que mi alma estuviera marchita y mi corazón hubiese dejado de sentir desde hacía mucho tiempo. Llegué frente a su inmaculado sepulcro, reflejándome en esa marmórea losa que visitaba y cuidaba a diario, como un alma en pena que se arrastra sin otra aspiración que lamentarse eternamente.
Y toqué, toqué como no lo había hecho en toda mi vida. Dejé que mi barbilla reposara en la mentonera, cerré los ojos y mi brazo comenzó a oscilar frenéticamente en un trance musical, haciendo que vibraran todas las cuerdas hasta que mi virtuosa melodía volvió a inundarlo todo, en un maremagnum armonioso que volvía a darle sentido a todo cuanto existía. Pero algo ocurrió, mientras yo seguía interpretando con devoción. Un imperceptible murmullo se empezó a elevar a medida que yo repicaba sobre mi violín, como si tratara de unirse a mi música desde un lugar más allá de las formas. Cuando lo escuché, continué tocando en un trascendental arrebato hasta que se escuchaba claramente: era ella, mi amor, que con su precioso canto me decía que todavía estaba allí, que me podía escuchar.
Desde ese instante hasta hoy, he visitado diariamente el cementerio, armado con mi violín, para tocar para mi amada y recibir como respuesta su dulce cantar. No ha habido un día que haya faltado a nuestro encuentro con la música y, por ende, con el amor. Ese amor que trasciende a la vida y a la muerte, ese amor eterno que prevalece a pesar de que los corazones dejen de latir.
Ahora, por fin, ha llegado mi momento. Es mi última visita al cementerio, pero no mi última canción. Vuelvo a tocar para ella una pieza muy especial, el Segundo Movimiento en Do Menor de Bach. Por supuesto, mis cuerdas son acompañadas por su majestuosa voz, alzándose al unísono hacia los cielos para que todos los corazones enamorados que conozcan mi historia puedan escucharnos. Una y otra vez, como si se tratara de un himno al amor verdadero.
Terminamos la interpretación. Siento que mi vida se escapa, se esfuma en la última nota.
Nuestro público vuelve a aplaudirnos. Mi respiración se entrecorta, se pierde en la atmósfera.
Guardo mi violín en su maletín y lo dejo a un lado. Comienzo a perder el sentido, las fuerzas me abandonan.
Me tiendo sobre su tumba y cierro mis ojos lentamente, con una dulce sonrisa dibujada en mi rostro. Y en un último esfuerzo, ahogo los rastros de mi vida en un culminante susurro:
1 comentario:
Me alegro enormemente de haberme topado con tu blog a través de Pasión Oscura.
Me ha hecho pensar este relato en el amor verdadero. Creo que lo has plasmado extraordinariamente.
Te sigo con tu permiso.
John W.
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