
Meses he dedicado a la humilde labor de buscar la indulgencia de mi antigua tripulación, que más que marineros, son camaradas, medio hermanos de sal y sangre, con los que he compartido los momentos más trascendentales de mi vida. Pero fuí capaz de traicionarlos, en nuestra última odisea ultramarina, donde los abandoné en el instante en el que, probablemente, más necesitaban de su capitán. Su decepción fue mi perdición, pero en el momento en el que la perpetré, no podía pensar en otra cosa, estaba abstraído por una serie de percepciones sensoriales que nunca antes había experimentado. Mi espíritu inquieto y bohemio hizo que saltara por la borda, cautivado por lo que creía el canto de una ondina. Nadé frenéticamente hasta una pequeño istmo que se extendía hacia peninsulares confines montañosos. Y yo, anduve errante por esa escarpada meseta, buscando una sirena que sólo era quimera, y que me alejó de mi patria, de mi mar.

Ahora me hallaba ante una oportunidad de demostrarle a mis compañeros que mi equivocación no se repetiría, que volveremos a viajar juntos hacia desconocidos confines marinos y regresaremos a nuestra tierra cargados de metales preciosos y materias primas, pero también repletos de ilusiones, sueños y vivencias compartidas. Nuestra barcaza estaba dispuesta junto al astillero, con su cuadrado velamen bicolor flameante en el mástil maestro y orientado mediante una yerga al azar de los vientos. En la popa hicimos tallar una torneada cola de esturión, que nos facilitaba el aerodinámico equilibrio necesario en la quilla y, en la proa, siempre presente, un friso con la marmórea representación de la Musa del Mar, a la que ni Poseidón ni yo todavía habíamos puesto nombre. Las ánforas atestadas de víveres para nuestra supervivencia se fueron introduciendo en la bodega dispuesta, de pequeño tamaño, por el escaso calado de nuestro navío. Sólo restaba que yo cruzara la pasarela que unía el pavimiento del puerto con la madera de cubierta, para ascender hasta el puente de mando, donde el destino de tantas vidas estaba en las manos que gobernaban el timón, mis manos. Y esta vez no les defraudaría.
Y fue en el recorrido de vuelta, en los prolegómenos del epílogo marino, cuando la caprichosa Fortuna quiso que empezara mi verdadera aventura, en una de las poblaciones litorales que se encontraba a escasa distancia en millas, al sur de nuestra ciudad. Estaba arriando la vela laboriosamente con dos de mis gentiles compañeros, con la barcaza fondeada en el muelle, cuando entre el gentío que transitaba en su albedrío por el blanco empedrado de la ensenada, vislumbré a la mujer, vestida con una sencilla túnica de satén sobre su morena piel, que había esperado durante toda mi vida, caminando absorta de mi visión. Esta vez no era el canto de una sirena, ni una equívoco deseo, sino una tangible ilusión, una dama que sabía que me había enamorado incluso antes de haberla contemplado. No era una diosa, ni una ninfa, ni una ondina, ni ninguna criatura divina, era una mujer, pero no sólo una mujer: era la mía. Necesitaba decírselo, ansiaba preguntarle algo. De esta manera, solté cabos y amarras, me dispuse a correr hacia ella, y ya estaba en la pasarela cuando se giró y nuestras miradas se unieron en una celestial explosión de emociones. No hicieron falta palabras, ambos lo sabíamos, aunque una prudencial distancia nos separaba. Traté de invitarla a venir conmigo con un gesto, en la lejanía del puerto, pero algo tiró de ella y desapareció entre la muchedumbre, en el mismo instante en el que algo también me lastró a mí, consiguiendo que me contuviera para no marchar en su búsqueda: mis camaradas.

Me embarqué en soledad, pero acompañado de mil y una esperanzas, hasta que llegué al pueblo del blanco pavimento, donde seguía deambulando un sinfín de seres humanos, entre los cuales yo sólo podría ver a uno de ellos. Pero no estaba, no pude localizar a esa muchacha a la que pensaba declarar mi absoluta adoración sin ser una diosa, a la que necesitaba preguntar con imperiosa curiosidad sin ser un oráculo, a la que quería amar con toda mi pasión sin ser una fantasía. Arribé hasta el andén embarcadero, amarrando bien las jarcias y caminé soñador hasta la cercana playa de áureo salitre y violáceas aguas. Allí me quedé, pues en el mar la había conocido y en el mar quería esperarla, erigiéndome como una estatua moldeada en cal y arena, cincelado por una pregunta que le repetí al mar hasta que encontrara una respuesta:
¿Cuál es tu nombre para poder bautizar como mi Musa del Mar?