Nunca fue una leyenda, ni tampoco digno de mención, tan sólo era un hombre y tenía una enfermiza obsesión: quería saber cual era su último pensamiento antes de dormir, en ese instante previo a sumergirse en el umbral de los sueños. Docto en ciencias y erudito en letras, había transcurrido su vida en una contemplativa soledad que estimaba que necesitaba para que su conocimiento se cultivara con el constante aprendizaje del que se nutría. No obstante, quien mucho tiempo dedica a pensar, poco le resta para sentir, por lo que se fue distanciando del resto del mundo para aislarse en una opaca esfera de relativo saber.
Creía que sabía pero ese era su error, porque por mucho que nos empeñemos nunca sabremos lo suficiente. Caía irremediable en la ofuscación, lindando peligrosamente con el delirio. Y uno de estos delirios le mantuvo obstinado durante mucho tiempo, concretamente en las noches, cuando antes de adormecerse trataba de retener en su prodigiosa memoria todos las reflexiones que tenía, por muy insignificantes que fueran, para tratar de recordar al siguiente amanecer cuál había sido el último. Pero no lo lograba.
Amanecía con la extraña decepción de haber olvidado aquella hipotética reflexión que podría haber rondando en su cabeza un instante antes de conciliar el inevitable sueño. En ocasiones, incluso, esta obcecación por el abandonado recuerdo le provocaba interminables noches de insomnio, en las que derramaba lágrimas de desesperación. Se sentía muy desdichado, arrepentido porque su mente quisiera saber tanto y fuera consciente de que la felicidad no era un sentimiento alcanzable para él. Lo había intentando todo, desde lo más simple, que podía ser armarse con lápiz, trasladando todo cuanto discurría en un papel hasta intrincados procedimientos científicos, en los que proyectaba imposibles invenciones que él mismo creaba; artilugios y aparatos que conectaba en su propio cuerpo para leer sus estímulos neuronales y desencriptarlos en palabras inteligibles que pudieran desvelar el misterio que lo torturaba.
Pero siempre era en vano, fútil cada uno de sus intentos. Sabía perfectamente que empezaba a perder su conciencia minutos antes de dormitar, siendo su subconsciente el único que actuaba, al margen de su razón durante esos instantes en el que se iniciaba el descanso. También advertía que esta pretensión era extraña y completamente absurda, pero aún así le atormentaba el hecho de que hubiese algo que se le escapara, aunque fuera durante unos exiguos momentos. Dormía y despertaba con una arrobadora sensación de impotencia, levantándose de su cama de un salto hasta pegar la palma de sus manos en la fría ventana mientras observaba embelesado como la oscuridad languidecía dando paso a un nuevo día.
Fue en uno de sus despuntes matinales cuando la vio, desde su ventana, después de otro acumulado fracaso nocturno, paseando por las gélidas calles como una nívea visión que se había deslizado de sus intranquilos sueños para materializarse en el mundo tangible. Nunca se había detenido a admirar a otro ser humano que no fuera él mismo, pues creía que no debía perder el tiempo con asuntos mundanos y relaciones sociales; le entorpecerían en su búsqueda del entendimiento, a pesar de que este fuera tan disparatado como el que perseguía. Sin embargo, en esta ocasión, un sentimiento que no había experimentado antes creció en su interior, floreciendo como una emoción que no había sentido nunca. Sólo la miraba, cautivado, mientras ella ajena a esta contemplación caminaba junto a su perro, bella y sonriente.
Se fueron sucediendo los días, llegaban las noches y él proseguía con su desatinado proyecto, pero con una salvedad, que llegaba al despertar: ya no sentía preocupación por no conseguir lo que esperaba, pues se asomaba a su ventanal y la veía a ella cada mañana, con su plácida sonrisa y su sublime caminar. En una de esas ansiadas mañanas, ella miró hacia su ventana y le vio, con sus manos adheridas al glacial cristal y su mirada deleitada por su presencia. Y le sonrió, retratando su rostro con unos resplandecientes nácares que refulgían divertidos, que le hicieron sentir todavía más maravillado por esta dama de los sueños. La respuesta a esta sonrisa ni él mismo la esperaba, pero también esbozó un gesto similar y, cuando se quiso dar cuenta, estaba en la calle con ella, compartiendo su deambular e intercambiando sinceras palabras durante un tiempo sin determinar.
Muchas fueron las palabras compartidas durante varios días, hasta hilvanarse en semanas. Sin percatarse tampoco, había cambiado su vida por completo y de nada se arrepentía. Se dejaba llevar por emociones y sentimientos, y no lamentaba que se escapara el conocimiento, todo lo contrario: ahora sentía que era cuando más conocía. Y, en este momento, ocurrió lo que no esperaba que fuera a ocurrir jamás, ya que había dejado de buscarlo, lo había olvidado del todo: por fin consiguió saber qué era lo que pensaba justo en los últimos instantes antes de que su mente se apaciguara para dormir.
Así fue como esperó a la mañana siguiente tras conseguir esta revelación y, mientras tomaba de las manos a esa mujer con la que, ahora sabía, había descubierto el amor, le dijo con pasión:
Tú eres mi primer pensamiento al despertar,
Creía que sabía pero ese era su error, porque por mucho que nos empeñemos nunca sabremos lo suficiente. Caía irremediable en la ofuscación, lindando peligrosamente con el delirio. Y uno de estos delirios le mantuvo obstinado durante mucho tiempo, concretamente en las noches, cuando antes de adormecerse trataba de retener en su prodigiosa memoria todos las reflexiones que tenía, por muy insignificantes que fueran, para tratar de recordar al siguiente amanecer cuál había sido el último. Pero no lo lograba.
Amanecía con la extraña decepción de haber olvidado aquella hipotética reflexión que podría haber rondando en su cabeza un instante antes de conciliar el inevitable sueño. En ocasiones, incluso, esta obcecación por el abandonado recuerdo le provocaba interminables noches de insomnio, en las que derramaba lágrimas de desesperación. Se sentía muy desdichado, arrepentido porque su mente quisiera saber tanto y fuera consciente de que la felicidad no era un sentimiento alcanzable para él. Lo había intentando todo, desde lo más simple, que podía ser armarse con lápiz, trasladando todo cuanto discurría en un papel hasta intrincados procedimientos científicos, en los que proyectaba imposibles invenciones que él mismo creaba; artilugios y aparatos que conectaba en su propio cuerpo para leer sus estímulos neuronales y desencriptarlos en palabras inteligibles que pudieran desvelar el misterio que lo torturaba.
Pero siempre era en vano, fútil cada uno de sus intentos. Sabía perfectamente que empezaba a perder su conciencia minutos antes de dormitar, siendo su subconsciente el único que actuaba, al margen de su razón durante esos instantes en el que se iniciaba el descanso. También advertía que esta pretensión era extraña y completamente absurda, pero aún así le atormentaba el hecho de que hubiese algo que se le escapara, aunque fuera durante unos exiguos momentos. Dormía y despertaba con una arrobadora sensación de impotencia, levantándose de su cama de un salto hasta pegar la palma de sus manos en la fría ventana mientras observaba embelesado como la oscuridad languidecía dando paso a un nuevo día.
Fue en uno de sus despuntes matinales cuando la vio, desde su ventana, después de otro acumulado fracaso nocturno, paseando por las gélidas calles como una nívea visión que se había deslizado de sus intranquilos sueños para materializarse en el mundo tangible. Nunca se había detenido a admirar a otro ser humano que no fuera él mismo, pues creía que no debía perder el tiempo con asuntos mundanos y relaciones sociales; le entorpecerían en su búsqueda del entendimiento, a pesar de que este fuera tan disparatado como el que perseguía. Sin embargo, en esta ocasión, un sentimiento que no había experimentado antes creció en su interior, floreciendo como una emoción que no había sentido nunca. Sólo la miraba, cautivado, mientras ella ajena a esta contemplación caminaba junto a su perro, bella y sonriente.
Se fueron sucediendo los días, llegaban las noches y él proseguía con su desatinado proyecto, pero con una salvedad, que llegaba al despertar: ya no sentía preocupación por no conseguir lo que esperaba, pues se asomaba a su ventanal y la veía a ella cada mañana, con su plácida sonrisa y su sublime caminar. En una de esas ansiadas mañanas, ella miró hacia su ventana y le vio, con sus manos adheridas al glacial cristal y su mirada deleitada por su presencia. Y le sonrió, retratando su rostro con unos resplandecientes nácares que refulgían divertidos, que le hicieron sentir todavía más maravillado por esta dama de los sueños. La respuesta a esta sonrisa ni él mismo la esperaba, pero también esbozó un gesto similar y, cuando se quiso dar cuenta, estaba en la calle con ella, compartiendo su deambular e intercambiando sinceras palabras durante un tiempo sin determinar.
Muchas fueron las palabras compartidas durante varios días, hasta hilvanarse en semanas. Sin percatarse tampoco, había cambiado su vida por completo y de nada se arrepentía. Se dejaba llevar por emociones y sentimientos, y no lamentaba que se escapara el conocimiento, todo lo contrario: ahora sentía que era cuando más conocía. Y, en este momento, ocurrió lo que no esperaba que fuera a ocurrir jamás, ya que había dejado de buscarlo, lo había olvidado del todo: por fin consiguió saber qué era lo que pensaba justo en los últimos instantes antes de que su mente se apaciguara para dormir.
Así fue como esperó a la mañana siguiente tras conseguir esta revelación y, mientras tomaba de las manos a esa mujer con la que, ahora sabía, había descubierto el amor, le dijo con pasión:
Tú eres mi primer pensamiento al despertar,
… mi último antes de soñar.
1 comentario:
Tan solo te dije cual era mi último pensamiento antes de dormir, aunque realmente no fui del todo sincera, porque la verdad es ni hasta cuando duermo en mis sueños sigue el mismo pensamiento, y obviamente también es el primero cuando abro los ojos al despertar.
Esta siempre en mi corazón.
Besitos.
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