Había una niña que era realmente especial. No especial
como dicen a la gente rara, era más bien singular de tal manera que la gente
convencional, muchas veces pensaban que era extraña, antisocial, apática.
No era así. Sencillamente veía, no así como la gran
mayoría de seres humanos, que estaban ciegos, parcial o totalmente. Ella veía
todo con claridad, con sus grandes ojos escrutando cada cara, cada situación.
Ella se preguntaba con avidez de responderse por cosas que esa gente que la
tachaba de bicho raro jamás ni siquiera se paraba a pensar. Verdades a medias
que la gente olvidaba u obviaba. Claras para ella.
Estiraba de la manga de la camisa de su madre. Ella
bajaba la mirada. Y la veía mirando fijamente.
- Mamá, ¿qué te pasa? ¿Por qué estás triste?
La mujer, cansada de trabajar, de soportar la vida y su
rutina, ni siquiera era consciente de estar triste. Vivía y malvivía al mismo
nivel de manera que los días pasaban y las cosas habían dejado de brillar y de
importar más que por la misma inercia de la existencia. Nadie se habría dado
cuenta de que estaba triste. Pero la niña de los ojos grandes sí lo sabía.
Porque miraba. Porque comprendía más observando que decenas de miles de
personas pensando que pensaban.
- Hija, no estoy triste. ¿Por qué dices esas cosas?-
respondió la mujer con la misma inercia que vivía sus días.
- Sí que estás triste. Estás cansada. Hay veces que no,
¿sabes? Hay veces que sonríes, y sonríes de verdad. Pero no ahora. Casi nunca.
¿Por qué estás triste? ¿Por qué estás cansada?
La mujer, quizás porque en el fondo de las palabras de
su hija sí veía el porqué y la realidad que esquivaba, se molestó.
- Ay, de verdad, siempre estás igual. Vale, algo cansada
estoy. Así es la vida. Esto es vivir.
Y la niña no comprendía. No comprendía que eso fuera
vivir. No entendía de ninguna de las maneras que vivir tuviera que conllevar
desgastarse y volverse mustio, morir en vida no era vida, era más muerte. Sin
embargo, en absurda paradoja eran sus padres y su familia los que pensaban que
ella era una niña triste y sombría. No lo era. Vivía con toda intensidad, cada
segundo era respuesta de algo, cada minuto entrañaba un nuevo enigma que le
inquietaba, que carcomía su curiosidad.
Miraba las estrellas preguntándose cómo brillaban tanto,
de dónde venían, porque observaban el mundo cómo ella observaba todas las
cosas. Miraba el agua fluir por los grifos, curiosa se preguntaba cómo y de
dónde salía, si era un regalo, si estaba siempre ahí. Cogía un dvd, y palpaba la
superficie plana, devanándose para averiguar cómo podía caber tanta información
ahí dentro. De lo cotidiano y mundano, a lo inexplicable y celestial, siempre
se preguntaba. Nunca se aburría.
Amaba de manera sincera como en realidad es la única
forma en la que se puede amar. Con sinceridad y dedicación, sin artificios.
Ella nunca entendió las formalidades y las tristes convenciones de la gente;
ella actuaba como quería actuar, porque era más madura y real que la falsa
multitud, que poco o nada podían enseñarle.
Amaba a todo lo que merecía ser amado. Sobre todo a los
animales, que representaban para ella lo que los humanos no conseguían
representar, sinceridad, transparencia, nobleza y un verdadero porqué a cada
una de sus acciones. Era capaz de quedarse embobada durante horas mirando un
escarabajo arrastrando una bola de barro, soñando con abrazar un pingüino sólo
por ver cómo se movía, acariciar el rostro de un caballo. Sus padres nunca le
dejaron tener animales, y era muy frustrante para ella que no comprendía
porqué. Estaba segura de que cuando pudiera, tendría mil animales… pero un día
se sorprendió teniendo sólo uno y fue la mejor opción posible, porque ese
animal era exactamente como ella… pero con pelo y hocico.
La perrita era pequeña, con los ojos enormes y transparentes. Sola en el mundo,
un mundo que no la comprendía, que la tachaba de anormal en su retorcida
retórica. Abocada a un final desconcertante y oscuro para un ser que entrañaba
toda luz posible. La niña de los ojos grandes paseaba por la calle
maravillándose con una tela de araña en un poste de luz, por su perfección; por
cómo durante miles de años los seres humanos jamás han logrado hacer algo tan
simétrico y perfecto cuando se la encontró. En una caja de cartón. Junto a una
camada de siete cachorros, cuatro negros, dos con motas por la piel, vitales y
alegres. Preciosos. Y entre todos ellos, una pizca de magia brotando en la
oscuridad.
La perrita albina sobresalía como una estrella recién nacida, los ojos de la
niña la vieron y no podían separarse de ella.
“Seguro que la comprarán la primera. Es preciosa. Es preciosa. No se puede ser
más bonita.”
La niña, con una ristra de sueños y esperanza a sus espaldas, pasaba todos los
días por delante de la vieja que exhibía su caja como mercancía, seres vivos en
venta, otra terrible verdad de la humanidad. En los días siguientes los
cachorros fueron siendo cogidos. Menos ella. Ella no. A ella no la comprendían.
La niña de los ojos grandes sí la comprendía, veía sus débiles movimientos,
veía su emergente vitalidad. Su singularidad. Ambas eran singulares. Corrió a
su casa y rompió su hucha.
- Me la llevo.- odiaba pagar por ella, jamás se debería pagar por un ser vivo,
un ser viviente con anhelos, esperanzas, dolor, amor… ¿qué sentido podía tener?
¿Cómo el resto del mundo no se daba cuenta? ¿Cómo era posible?
- ¿De verdad la quieres? Nadie la ha querido hasta ahora. Iba a deshacerme de
ella.
La naturalidad y rugosa voz de la vieja diciendo algo
tan asqueroso le lleno de tristeza, de esa tristeza que intentaba esquivar y
que los seres humanos le escupían cada día. Hizo acopio de fuerzas.
- Claro que la quiero. ¿Cómo no voy a quererla?- “es preciosa, no cómo tú,
vieja desagradable y arrugada.” se atrevió a pensar.
- Cómo quieras. Pero es albina, siempre será una perra enferma, y tendrás que
cuidarla. ¿Crees que serás capaz? Yo creo que lo mejor para el animal sería no
sufrir.
- Jamás sufrirá. Jamás. Ni un segundo. ¡Desde ya!- la niña cogió la caja y echó
a correr, con cuidado y mimo, sabiendo que era imposible que se le cayera al
suelo e hiciera daño a la perrita. La horrible vieja hizo ademán de perseguirla
pero tropezó y calló de bruces sin tiempo para reaccionar.
Con la libertad de ambas y la certeza de que había hecho lo correcto, la niña
corrió y corrió, esperanzada, feliz, completa.
La niña de los ojos grandes nunca mentía. Lo que decía lo hacía. Y estaba
segura como de que el sol saldría a la mañana siguiente, la perrita no
sufriría. Sería el centro del universo como debía de ser, como merecía.
Así fue. La perrita fue la prolongación de la niña, y la
niña la prolongación de la perrita. Al principio la escondió de sus padres,
pero le fue imposible, y su padre, hombre que apenas pasaba dos horas al día en
su casa, quiso devolverla. Pero el hombre le quería más que nada en el mundo, y
se vio incapaz de quebrantar los sueños de la niña como haría si no aceptaba a
la perrita en la casa. Así que tras mucho esfuerzo, apechugó y fue una más en
la familia.
La existencia de la niña fue mucho más feliz, aunque la gente seguía pensando
que era una niña triste y que su perrita era una perra extraña. Dos seres
singulares conviviendo en harmonía y simbiosis.
Un día la niña paseaba por la calle de camino de vuelta del colegio. Un gato
asomó por debajo de un coche.
- ¡Hola guapo!- la niña se agachó y se acercó al felino. Éste se acercó con
suavidad y con ternura pasó el lomo por debajo de su mano, queriendo y buscando
el amor que la sociedad le había devuelto en forma de abandono y frío. Muchos
gatos estaban tan escarmentados con la gente que nada más ver a uno de ellos,
huían como alma que llevaba el diablo. Este gatito era joven y todavía no había
aprendido de la maldad de los humanos.
Caminaron juntos un buen rato, el gato de vez en cuando se paraba y le hacía
una carantoña, y la niña de los grandes ojos se derretía.
Ella perdió la noción del tiempo y del
espacio, y siguiendo al gato mientras jugaban se fue de su barrió, y se adentró
por una parte de la ciudad que no conocía.
Se encontró con un grupo de niños, preadolescentes un
par de años mayores que ella.
- ¿Habéis visto ese gato? Es feo el jodido.
- Buah, es más fea y rara la niña que va con él. ¿Qué pasa bicho raro?
La niña de los ojos grandes se asustó, más que por ella,
que en parte también, por el gato.
- ¡Dejadnos en paz! ¡No os hemos hecho nada!
El niño cobarde apenas llevaba tres meses viviendo en la ciudad. Sus padres se
mudaban una y otra vez, y no conseguía hacer amigos. No habría sido mal chaval.
Sólo era cobarde. Desaliñado y ausente, sólo quería ser aceptado, equivocándose
una y otra vez. No conocía a esos chicos más que de unas semanas. Eran los
malotes de la clase, él no, pero no sabía cómo integrarse. Los primeros dos
meses le hicieron perrerías constantemente, hasta que decidió ser uno de ellos,
y se metió con alguien que era más débil incluso. Era un niño cobarde.
Porque tanto la niña como el gato le parecían preciosos. Pero era incapaz de
intervenir.
- Joder, claro que nos habéis hecho. Es un gato apestoso y tú eres una niñita
puta.- el más grande de todos cogió una piedra. El gato era demasiado pequeño e
ingenuo todavía. – Y os merecéis ser más feos todavía.- lanzó la piedra con la
destreza de quién había hecho y cometido crueldades tan a menudo, que golpear a
un indefenso animal era un deporte que no entrañaba ningún secreto.
El proyectil tomó una trayectoria perfecta e impactó en el rostro del animal.
La niña de los ojos grandes contempló horrorizada como estallaba un globo de
sangre en la cara del felino, que atontado y dejando un reguero carmesí tras de él, maullando dolor, salió disparado.
Todos los niños menos el niño cobarde rompieron a reír de manera grotesca.
- ¡No! ¡No! ¡No!- la niña sintió una rabia tan grande como nunca sintió, como
casi nunca sentiría. Un odio basado en la razón sin lugar a ningún género de dudas. En una razón
que combatía desesperadamente en una batalla perdida contra la crueldad,
incomprensible entre tantas cosas que trataba de comprender. La más incomprensible de todas. En ese
momento, ella habría sido tan despiadada y vengativa o más que el chaval. Cogió
la piedra y la lanzó contra el desgraciado chiquillo, pero a pesar de su rabia
y de su odio, la fuerza no estaba con ella y cayó al lado de sus sucios
zapatos.
Eso les hizo reír aún más.
“Oh no, el gato. Está herido, se ha ido corriendo. Tengo que encontrarlo.”
Intentando priorizar y olvidar a los estúpidos niños corrió calle abajo
siguiendo a la desazón el rastro de sangre para encontrar al animal e intentar
ayudarlo como no sabía ni cómo le ayudaría pero deseándolo a pleno pulmón.
- ¿Habéis visto a la niñata cómo corre? ¡Dios es que le he dado en todos los
morros!
Todos los niños seguían riendo salvo el niño cobarde.
- ¿Es que no te hace gracia, payaso?- le espetó el líder de la banda.
Una extraña mueca atravesó su cara y todas sus facciones. No sentía más que
asco y lástima por todo lo que había sucedido, pero era un niño cobarde y más
miedo tenía que rebeldía.
- Claro, claro. Joder ha sido genial. Vaya hostia le has dado en toda la jeta.-
se sintió tan repugnante que estuvo a punto de vomitar ahí mismo.- Bueno tíos,
me voy a casa ya que me estarán esperando para cenar.- intentando no mirarles a
la cara mientras se daba la vuelta y se despedía para que no vieran la mentira
mal disimulada se marchó en dirección contraria hacia donde habían corrido el
gato y la niña, para girar en la manzana inmediatamente posterior y correr tras
ellos. Se sentía el peor ser de la creación. Era un cobarde, pero no era mala
persona. Quería encontrar a la niña y ayudarles.
Pero la niña corría y corría y no encontraba al gato, el rastro de sangre se
difuminaba y la humedad, la suciedad y los charcos de la ciudad lo empapaban
todo de tal manera que era imposible no confundirlos y confundirse. La oscuridad la devoraba. Sintió miedo en
toda la extensión de la palabra, y lo curioso es que la gran mayor parte del
miedo, era por la seguridad del gato y por su destino; aunque de alguna manera
empezaba también a temer por ella misma, más lejos de lo que nunca había estado
en soledad de su casa, en un entorno hostil y casi violento, violentada ella
por lo sucedido, alterada, nerviosa. Apenas pensaba, sólo oía los latidos de su
corazón desbocado que quería escapársele por la boca abriéndose paso entre su
garganta.
Una niña ahora sí, triste y asustada, con sus enormes ojos repletos de un mar
incontenible de lágrimas.
Lo había perdido. No lo encontraría. Moriría. No podría salvarlo. Estaba
perdida. Estaba perdido. Todo estaba perdido
Un coche se paró justo al lado de ella, que se había
sentado ensuciándose el vestido, con la mirada
perdida contra el suelo. La ventanilla se bajó.
- ¿Hola? ¿Pero qué haces aquí tú sola?- entre la marisma
de pensamientos que le golpeaban el cráneo, oyó la voz que provenía del coche.
Le era familiar. Era un amigo de sus padres, había ido varias veces a cenar a
su casa. Uno de tantos que la miraban como se mira a algo triste y extraño. Era
profesor en la escuela del centro de la ciudad.
- Yo… yo… yo… - las lágrimas y la congestión le impedían hablar, el peso sobre
su conciencia se aglutinaba en su garganta y era casi incapaz de articular
palabra.
El hombre se sintió realmente conmovido.
- Pero, ¿qué sucede? ¿qué pasa? Anda sube, que estarás muerta de frío, y tus
padres estarán preocupadísimos.
- No… no lo entiendes. Lo he perdido. No lo encuentro. Ha sido culpa mía. Yo lo
traje hasta aquí. Y le hicieron daño… y no he podido salvarle. – se derrumbó
por completo por primera vez en su vida y rompió a llorar de manera tan
desconsolada como sólo se llora por el más noble y certero de los motivos.
El hombre bajó del coche y cogió a la chiquilla en brazos que no se resistió,
derrotada y marchita. Había tenido mucha suerte de encontrarse con él.
En ese preciso instante, el niño cobarde que estaba buscando al gato y a la
niña, la vio subirse al coche. Conocía a ese hombre, era su profesor de
historia, el mejor y más amable de los profesores que tenía. Vio como el coche
arrancaba y se iba lejos de él.
Se sentía un despojo, un desperdicio, una inmundicia.
Él podía haber sido valiente. Pero fue cobarde, y en parte permitió que todo
eso sucediera. El mundo estaba podrido, ¿él también lo estaba?
Esta vez no lo estaría. Encontraría a ese gato. Lo encontraría.
A las diez y media de la mañana, Horacio impartía su
primera clase de la mañana. Todavía andaba preguntándose cómo esa niña había
llegado hasta allí, y qué había sucedido para que anduviera triste y sola por
las calles de la ciudad, qué había perdido, qué le reconcomía.
Con absoluta profesionalidad, impartió su clase olvidando ese misterio con la
pasión que le caracterizaba; adoraba su trabajo, y vivía en la esperanza de
lograr inculcar ciertas ideas en chiquillos que verdaderamente, no poseían
ninguna. En realidad, con llegar a uno de entre sus treinta alumnos le era
suficiente.
El niño cobarde no era un buen estudiante. No era un muchacho estúpido, pero
era demasiado distraído y torpe. Sin embargo, probablemente era ése chaval, el
único de los treinta al que realmente Horacio conseguía llegar y despertar su
conciencia. Cuando sonó la sirena, Horacio tenía cierta prisa y recogió sus
cosas rápidamente. Pero el niño cobarde se acercó. A Horacio le sorprendió que
tuviera los brazos llenos de arañazos.
- Profesor… me gustaría hablar con
usted.
- Te tengo dicho que me llames de tú, hombre. ¿Qué sucede? No voy muy bien de
tiempo. ¿Y qué te ha pasado en los brazos?
- Escuche… escucha. Eso no importa ahora. Te vi ayer recoger a esa niña en la
ciudad. ¿Es tu hija?
- ¿Me viste? No, no es mi hija, es la hija de unos amigos. ¿Sabes qué hacía
allí sola? ¿Qué le sucedía?
- Sí. Los sé perfectamente. Sé qué había perdido. Sé por qué se sentía así. Si
me dice dónde vive, le devolveré lo que había perdido.
- Bueno, dámelo a mí y yo iré.
- Profesor… me gustaría hacerlo a mí. En
parte yo soy culpable de lo que le sucedió.
- Vamos, ¿a qué te refieres? Tú eres un buen chaval. ¿Por qué harías llorar a
una niña?
“Porque soy un cobarde.” pensó.
- Porque no hice nada por ayudarla. Pero ahora quiero remediarlo. Si me dijeras
dónde vive…
Horacio conocía al muchacho, y sabía que era trigo limpio. Veía sus
desesperados intentos por integrarse con chicos que valían un millón de veces
menos que él. Decidió confiar.
- Está bien. Esta tarde te recogeré y te llevaré a verla. No vive precisamente
cerca.
El chaval hasta se ruborizó, como si hubiera encontrado las piezas de un
complicado puzle y estuviera sorprendido
de poder encajarlas.
- Muchas gracias. Muchas gracias.- sonrió con sinceridad casi por primera
vez desde que estaba en la ciudad.
La niña no había podido dormir. Siempre se había hecho
preguntas que la mantenían inquieta por la noche, pero sobre todo desde que
tenía a su perra a su lado, le bastaba con abrazarla y conciliar el sueño. Esa
noche ni siquiera eso fue suficiente para apaciguarla, nadando en el mar de
dudas y de culpa en el que se ahogaba. En clase en el colegio fue más
esquiva incluso que de costumbre, y por
primera vez, la tristeza que la gente creía ver en ella era palpable y real,
terrible, y a flor de piel.
Sonó el timbre.
- ¡Horacio!- escuchó decir a su madre. -¡Qué sorpresa! Gracias de nuevo por lo
de anoche, jamás podremos agradecértelo del todo. Cuidaremos de que la niña no
vuelva a meterse en problemas.
- Fue un placer, no te preocupes. Escucha, he traído a este chaval. Es un
alumno mío del colegio y le gustaría hablar con tu hija.
Tocaron a su puerta.
- Hija, este chico quiere hablar contigo.- dijo la madre que estaba muy
contenta de que la chiquilla sociabilizara e hiciera amigos.
- No quiero ver a nadie. Déjame en paz.
Por desgracia para ella, su habitación
no tenía nada parecido a un pestillo.
- Anda, no seas boba y juega con él un rato mientras me tomo un café con
Horacio.
La niña estuvo a punto de gritar a todos que se fueran y que la dejaran sola de
una maldita vez… pero al abrirse la puerta vio la cesta. La llevaba el niño,
una cesta para gatos.
Vio al niño. Le odió instantáneamente al reconocerlo como uno de los
desgraciados que se rieron de ella y asistieron a lo sucedido. Pero volvió a
mirar la cesta.
Horacio y la madre les dejaron solos.
- ¿Qué haces aquí?- sólo preguntó sin apartar sus enormes ojos del trasportín y
su posible contenido.
- Hola… - el niño cobarde era un niño cobarde y muy tímido. Bajó la mirada
mirándose los pies y dándose cuenta de lo sucios que tenía los zapatos.
- ¿Qué heces aquí?- volvió a repetir la niña de los ojos grandes.
- Yo… yo… anoche vi lo que pasó. Yo… yo quería ayudarte … pero tuve miedo.
- No es excusa. Eres igual que ellos. Igual que el que tiró la piedra.
- Puede ser… puede ser… pero luego lo busqué. Estuve dos horas buscándole… no
lo encontraba… me llevé una bronca muy gorda de mis padres pero…
-… ¿pero lo encontraste?- una mecha encendió de golpe el brillo de sus ojos, un
interruptor automático transformando tristeza en esperanza en una milésima de
segundo.
- Sí… lo encontré. Mis padres me ayudaron a curarlo.- lo sacó del trasportín.
La perrita que estaba durmiendo, se despertó de sopetón, lo miró fijamente,
alzó las orejas, introdujo su rabo entre las piernas, y se fue al rincón más
apartado de la habitación para esconderse. No llevaba bien las visitas
extrañas, y era el primer gato que veía en su vida.
El minino estaba confuso y puede que todavía atontado por el golpe. La niña de
los ojos grandes lo miró extasiada y feliz. La piedra habría abierto una brecha
en el entrecejo, pero estaba más o menos curada, y mirándolo de manera
optimista, dentro de lo que cabe había tenido suerte, porque unos centímetros
más a la izquierda, y le habría dejado tuerto. No había sido así. Se sorprendió
de ver que además de la herida de la frente, tenía el cuello con una herida circular.
- Hala. ¿Qué le ha pasado en el cuello?
El niño cobarde se ruborizó más incluso.
- Yo… no se dejaba coger y le até un cordel al cuello y estiré de él…
La rabia que había desaparecido del rostro de la niña volvió multiplicada por
un millón.
- Pero… pero… ¿Tú eres tonto o qué? ¿Querías ayudarlo o hacerle más daño? Qué
chaval.
- No sabía qué hacer. Lo siento. Perdóname.
- ¡Pero sí que eres tonto! A mí no tienes que pedirme perdón. Te has portado
mal con él.
El niño quedó un poco confuso. Según su manera de ver las cosas, había ayudado
al gato aunque le hubiera hecho daño, la recompensa había sido mayor. No podía comprender
el mundo tan maravillosamente blanco y negro en el que vivía la niña: no se
podía ser pragmático con un ser vivo. Si había que salvarlo, se le salvaba
bien. Que hubiera pedido ayuda.
A pesar de parecerle verdaderamente tonto, la niña vio al gato a salvo y volvió
a sonreír.
- ¿Y qué vas a hacer con él? Ahora no lo soltarás, ¿no?
- No.- sonrió él también. – Nos lo vamos a quedar. Se llama Lobezno.
- ¿Lobezno? Si es un gato. ¿Qué nombre tonto es ése? ¿Y te lo vas a quedar tú?
¿Seguro que no le vas a hacer daño otra vez aunque sea sin querer?
- Oye, Lobezno es un nombre que mola un montón. El de los X-Men. El de las
garras. Porque no veas cómo araña… y sí lo voy a cuidar mucho.
- ¿Seguro?
- Seguro.
- ¿Seguro?
- Seguro.
- ¿Seguro?
- Seguro…
- ¿Seguro?
- ¡Que sí!
La niña de los ojos grandes volcó su mirada sobre el niño. Inevitable y descomunal. Incluso con once años había aprendido a las malas que la
gente no era de fiar. Que las promesas casi nunca valían nada. Que no valía la
pena prometer, y mucho menos creer. Sin
embargo, con esa mirada aplastando al niño cobarde, preguntó:
-¿Me lo prometes?
Éste se asustó. Era obvio que era muy asustadizo y que tenía verdadera
facilidad para asustarse. Pero este miedo era tan real, miedo a la decepción, a
volver a fracasar. Miedo absoluto que le helaba las venas.
- Te lo… te lo… te lo prometo.
La niña hizo acopio de la poquitísima fe que tenía en la gente, cerró los ojos
y decidió creerle.
El niño cobarde y Lobezno abandonaron la casa, y era un niño un poquito menos
cobarde.
Pero todavía le quedaba mucho por aprender. Muchísimos fracasos, muchísimos
miedos, tanto odio y rencor.
Ésa fue la primera vez que vio a la niña de los ojos grandes.
Miró la fachada de la casa. Se quedó pensativo. Confuso, porque curiosamente
era la primera persona que había entendido a la niña aunque ni siquiera fuera
consciente de que la entendía.
Emprendió camino convencido de que sólo quería conocerla
más, saber de ella, conocer su mundo, tan mágico y especial como único,
peculiar y absolutamente maravilloso.
Mientras, a pesar de que la niña tampoco comprendía al
niño cobarde, cerró los ojos y bailó por la habitación. La perra salió de su
escondrijo y se unió al baile.
El mundo, después de mucho tiempo, por unos instantes, fue sencillo.
Fue de la niña. Fue del niño.
Fue tal y como tenía que ser.
Todos
las ilustraciones de la niña y la perrita son obra del gran Jorge
Tresáncoras, http://lagaleriadetresancoras.blogspot.com.es/
Gracias también a la verdadera, única y genial niña de los ojos grandes.