La Rosa Verde
… o “El último asalto”
La noche era oscura, sofocante y silenciosa,
salvo por el sonido de las pisadas sobre los charcos.
El hombre corría como alma que llevaba el
diablo, buscando un resquicio en la noche que le sirviera de escondrijo,
jadeando cansado, sabiendo que le alcanzarían en cualquier momento. Apestaba a
basura, el calor era asfixiante, el suelo estaba encharcado, todo jugaba en su
contra. Tropezó y estuvo a punto de caer, pero se rehizo a tiempo; había estado
a punto de perder toda su ventaja, tanto esfuerzo habría sido en vano. Aún así
escuchaba las pisadas de quien le daba caza, más decididas y pesadas que las
suyas, no tardarían en alcanzarle. Estaba perdido y en el fondo lo sabía.
Su perseguidor, no estaba nervioso. Era
rutina absoluta de un tiempo a esta parte. Éste era su trabajo, sin más. Todo
aquello diferente, cualquier capacidad de decisión, había quedado atrás. Apretó
el paso, veía perfectamente al pobre diablo que, sabía de todas, todas; tenía las horas contadas.
La noche era brillante, los focos y los
flashes de las cámaras emitían su brillo incandescente sobre el ring, como un
oasis de luz y de esperanza, del que bebían cientos de personas, buscando
emociones, espectáculo, pasar una noche entretenida, o amar el deporte. Ésa era
la noche, donde los sueños se cumplirían golpe a golpe, grito a grito entre la
multitud y el sonido sordo de los puños estrellándose contra los cuerpos.
Todo estaba a punto de empezar. El speaker
hizo acto de presencia, y con su perfecta y trabajada pronunciación, pasó a
hacer su trabajo, adornar a los dos contendientes, presentar el espectáculo de
la mejor manera posible.
- ¡Damas y caballeros! ¡Bienvenidos al
palacio del boxeo! ¡Prepárense para pasar una noche gloriosa que jamás
olvidarán por el título mundial de los pesos mediopesados!
Mientras huía, veía pasar su vida a través
de sus ojos. Casi le hacía gracia, era algo que había oído muchas veces pero
que nunca había terminado de tomarse en serio; sin embargo le estaba ocurriendo
en ese preciso instante. Perdía esperanza a cada paso que daba, pero no podía parar
de correr. Huír de lo inevitable. El ser humano, aun siendo totalmente
consciente de su perdición, difícilmente la asume. Él cada vez estaba más
seguro de lo que le esperaba. De hecho, llevaba años labrándoselo, bailando
sobre el agudísimo filo de la navaja, como un funambulista borracho, de tal
manera que muchos se habían preguntado cómo era posible que no hubiera caído
hacía ya tiempo rebanándose por la mitad.
El público estaba preparado para el combate.
Cómo no estarlo, era el combate del año. Algún espabilado se había aventurado a
llamarlo incluso el combate del siglo, pero tampoco era necesario exagerar.
Mike Williams “Ataúd” era un púgil implacable, una leyenda imbatida en la
ciudad. Su sobrenombre no era gratuíto. En su tercer combate profesional acabó
con la vida de Terry Dinaher, que era campeón estatal. Desde entonces fue
conocido entre el público con ese morboso apodo. Muchos de sus rivales saltaban
al ring con el miedo en el cuerpo, ese sobrenombre había hecho mucho por él en
realidad. Pero estaba claro que no debía su apabullante racha de victorias
exclusivamente al temor que despertaba su mote. Su técnica era depurada, y su
directo de izquierda, un martillo pilón. Había logrado k.o en sus últimos doce
combates y en todos, antes de llegar al cuarto asalto.
Quien le perseguía, efectivamente, no tenía
ninguna prisa. La misma certeza vivía
en ambos, sucedería. Le iba a alcanzar, tarde o temprano. No tenía
ningún lugar al que escapar ni dónde esconderse. No era la primera vez que
perseguía a alguien por los callejones del muelle. Había aprendido a conocer
perfectamente sus recovecos, a escuchar los pasos en la quietud de la noche y
discernir la dirección con tan sólo escuchar una pisada. Todo el proceso que le
había llevado a tal maestría en la persecución, no era sin embargo algo de lo
que enorgullecerse. Lo había aprendido de la peor manera, bajo el fracaso y la
necesidad, la desesperanza, la derrota. Ser brillante en ser oscuro. Ser algo
en la nada.
Pero lo que hacía especialmente estimulante
el combate de esa noche, no era la presencia de Williams. Claro, contribuía,
pero a pesar de ser el favorito de las apuestas, no era el favorito del gran
público, más con el corazón en la mano que con la cabeza, eso sí.
No, lo que impregnaba la noche de un aroma
especial era su contrincante. Nunca mejor dicho, porque posiblemente era el
único luchador en la historia del boxeo con un sobrenombre de flor. Derrick
O´Shea, más conocido como “La Rosa Verde”. Con su pose desgarbada, y sus
sempiternos calzones verdes con la bandera irlandesa en la parte superior de la
pernera derecha. La Rosa no era el luchador más ortodoxo. Pero habiendo partido
desde cero, hijo de inmigrantes irlandeses, trabajador del muelle, boxeando para alimentar a su familia,
parecía normal, por lo menos en principio que su técnica no fuera la más
depurada. Al principio fue objeto de burlas, es normal. Ese mote en un deporte
tan plagado de testosterona como es el boxeo era una invitación a la mofa. Pero
cada victoria in extremis mitigaba las risas y las transformaba en admiración.
“¡Sus espinas destilan esperanza!” era el grito de guerra, porque eso es lo que
era ese boxeador. Esperanza pura. El sueño americano con escala en Irlanda,
enfundado en unos guantes y calzones verdes.
Pensó en detenerse y pedir piedad. Lo pensó
durante unos momentos sólo. Por supuesto, fue un pensamiento estúpido. Llevaba
toreando a Benjamin Saphiro desde hacía meses. Habría tirado por el retrete
todas las prórrogas que le había concedido para saldar su deuda. La gota que
colmó el vaso, es que desperdició su última oportunidad de manera definitiva.
Benjamin Saphiro era el capo más conocido de la ciudad, y si era conocido, no
lo era precisamente por dar oportunidades a troche y moche. Y eso, que por
algún inexplicable motivo, anteriorimente fue relativamente piadoso en su caso
concreto. Le concedió una última opción, trabajaría para él, como sicario.
Tendría que encargarse de un tipo que estaba más o menos en su misma situación.
Pero a la hora de la verdad, fue incapaz. Era un ladrón, un estafador. Pero no
un asesino. Probablemente no por sus principios morales, inexistentes en
realidad. Sino porque carecía de escrúpulos. Todo lo contrario de quién le
perseguía.
- ¿Están preparados para el combate del
año?- la voz del speaker volvió con fuerzas renovdas, como si fuera a anunciar
el principio o el fin de todas las cosas. – En la esquina derecha del
cuadrilátero, con 88 kgs de peso, calzón rojo y guantes negros, el hombre de
los puños de piedra, la apisonadora Newyorkina, capaz de derrumbar las mejores
defensas, de introducir el miedo en el corazón del más valiente rival. Con un
impresionante récord de veinticino victorias, dieciséis de ellas por k.o…
Mikeeeeee Williams!- “Ataúd” saltó al cuadrilátero con la seguridad absoluta
dibujada en sus puños y en su porte, como sabiendo positivamente que podría
detener un tren de mercancías a golpes si fuera necesario.
- Y en la esquina izquierda, el sueño
americano hecho boxeo, de la nada a la cumbre, de ser un simple estribador del puerto,
a competir por el título mundial. Con 76 kgs de peso, calzones y guantes
verdes… sus espinas destilan esperanza… ¡Derrick “La Rosa Verde” O´Shea!
La Rosa entró en escena con mucho más ímpetu
que su rival, sin esa serenidad en apariencia, pero con una vitalidad
contagiosa. Una de las cosas que más llamaba la atención era su rostro, su
cuerpo era rudo y propio de un boxeador de su nivel, pero las facciones de su
cara eran aniñadas, como de un chaval que no había terminado de crecer, pecoso
y pelirrojo era todo inocencia a pesar de ser un torbellino en el ring. Ambos
estaban frente a frente. Sólo esperaban el sonido de la campana para que
comenzara su desafío, y el espectáculo para los impacientes asistentes al
combate.
Mientras le perseguía, por enésima vez hacía un repaso mental. Cómo había
llegado a esa situación. Nunca se lo planteó, siempre pensó que acabaría de
otra manera. Tuvo los mimbres adecuados para que esta situación nunca hubiera
llegado a producirse. En su juventud es cierto que se lo llegó a plantear. El
camino fácil. Tenía físico y aptitudes para ser un buen matón. Pero luego, su
vida fue llevándole por otros derroteros. Logró tantas cosas. Creyó
verdaderamente que sería feliz, que lo lograría de manera legal, que todos,
empezando por él, estarían orgullosos, tanto quienes no importaban, como sobre
todo quienes fueron parte vital en su existencia y su hipotética y malograda
felicidad.
La campana sonó y el público rugió
enloquecido cuando los púgiles se dirigieron el uno al otro, sin concesiones,
para que lo inevitable diera comienzo. La Rosa era más rápido, aunque tenía una
técnica menos depurada en realidad, cosa comprensible porque sus orígenes
humildes no habían dado tiempo a mucha preparación y entrenamiento. Su
habilidad venía más por la
intuición, había nacido para el boxeo, su técnica nacía de lo innato, qué cotas
podría alcanzar este hombre con el entrenador y el tiempo adecuados. Sabía que
la defensa de Ataúd por el costado izquierdo era más débil, sin embargo no
empezó castigando esa zona. Era demasiado evidente, y estaba seguro de que
estaría pendiente de salvaguardar su punto débil, sobre todo mientras estuviera
entero físicamente. Por lo tanto era más imprevisible atacar el costado
derecho, pero siempre manteniendo las distancias y haciendo que se moviera sin
parar. Era mucho más pesado que él, y no podría aguantar el baile si se
producía muy deprisa. Además era fundamental el mantenerse a una distancia
prudencial, Ataúd tenía un directo de izquierda demoledor. De hecho lo sabía,
muchas veces sus combates se trataban de aguantar el momento exacto para
descargarlo. Una vez había impactado de lleno, podían pasar varias cosas. O el
rival caía directamente al suelo y se producía el k.o, o aguantaba la
acometida, pero quedaba tan debilitado que le resultaba imposible esquivarlo
una segunda vez. Había quienes aguantaban dos de sus directos, pero su destino
estaba totalmente sentenciado a partir de ese momento.
La noche le golpeaba con fuerza, con casi
tanta como la que emplearía el arma de su perseguidor para abatirle. Le sacaba
cierta distancia, pero no conocía la zona con exactitud, no así su rival. Tenía
muy pocas opciones, terminaría encontrándose de bruces con un callejón sin
salida, de tal manera que estaría irremediablemente perdido y sin una nueva
posibilidad de escape. La única manera de sobrevivir, remotísima pero quizás
posible al fin y al cabo, era tenderle una emboscada. No tenía ningún arma,
pero no era un payaso, sabía usar los puños, y si se abalanzaba sobre él desde una
posición ventajosa, quizás podría dar buena cuenta, y aunque fuera, por lo
menos dejarle lo suficientemente atontado para ganar el tiempo necesario para
emprender la huída definitiva. Con la esperanza en el horizonte, esperanza que
creyó perdida, apretó el paso con vigor renovado. Su ventaja tenía que aumentar
para que poder por lo menos desaparecer de su vista durante el tiempo necesario
para encontrar el escondite desde el cual, dar rienda suelta a su plan.
Los tres primeros asaltos transcurrieron de
esa guisa, La Rosa tanteaba mientras Ataúd esperaba su oportunidad, algo
molesto con la táctica de su adversario, que posiblemente era la mejor posible
dadas las circunstancias. También le molestaba el hecho de que fuera el primero
que no se amedrentara ante su mera presencia. Ni le molestaba ni le
enorgullecía lo que sucedió cuando terminó con la vida de Dinaher, fueron gajes
del oficio, no buscaba acabar con su vida, sucedió sin más, y no valía la pena
preocuparse. Pero no podía negar que le había sido tremendamente útil. Otros
boxeadores en su piel habrían caídos presa de la culpa. Él no, aprovechó cada
gramo de ventaja que su reputación asesina le concedió. La Rosa era el primer
rival que parecía ignorar el hecho de que había matado una persona con sus puños,
era valiente y osado, pero no perdía la calma. No tenía miedo. No sabía si era por
pura inconsciencia o al contrario, por creerse verdaderamente consciente de sus
posibilidades. Era mucho más fuerte que su adversario, y lo sabía, su táctica
le resultaba incómoda ciertamente y estaba logrando evitar su izquierda con
mucha solvencia. Estaba intentando agotarle, y si el combate acabara en ese
mismo momento, la victoria sería por los puntos para La Rosa. Williams sabía
que quedaba mucho. Llevaba mucho tiempo sin que un combate rebasara los cuatro
asaltos, este sería sin duda el primero en casi dos años. Pero aún cansándose
él, el irlandés no era tan resistente. Flaquearía un momento. Estaba seguro. Y
ese momento de flaqueza sería el momento exacto en el que su destructor directo
de izquierda haría acto de presencia.
Ahora lo veía más claro. No. No moriría.
Había sido un cobarde. De hecho llevaba siendo un cobarde mucho tiempo, en una
desquiciante huída hacia delante, de tal manera, que en el fondo siempre supo
que acabaría muerto en un callejón de mala muerte. Ya bastaba. Ya bastaba de
huír, de creerse perdido. Podía ser optimista. Es más, durante todo este tiempo
había sobrevivido, estaba entero, y listo para su último combate. Burlaría a la
muerte una vez más. Ese matón no era más que un mandado, sin inteligencia, sin
inventiva, le sorprendería. Él no era un don nadie. Sobrevivir, a las malas,
había sido su deporte favorito, incluso más que el boxeo, deporte del que
siempre estuvo enamorado.
No, no se rendiría. No esa noche. Ni nunca
más. Por fin tomaría las riendas de su vida. No era joven, pero tampoco era un
anciano. Tenía tanto tiempo por delante, tanta mierda que dejar atrás, y no la
dejaría huyendo. No, esta vez lo haría con todas las de la ley, con pies de
plomo, como un hombre. Primero, se encargaría de este payaso. Luego, reuniría
el dinero que le debía a Saphiro, y se lo entregaría con intereses. No habría
fantasmas persiguiéndole. Nadie ni nada le volvería a perseguir.
El griterío del público era ensordecedor,
quién poblara las gradas y se parara a pensar un momento, se preguntaría cómo
los dos púgiles no perdían la concentración con el griterío. Y la respuesta era
que sencillamente, en esos momentos, eran totalmente presos de su mundo
particular. Ya podía estar estallando la tercera guerra mundial a su alrededor,
que serían incapaces de darse cuenta. No había nada más que su rival.
Fuera sólo un contorno difuminado.
Sólo podían pensar en cómo doblegarse mutuamente, en conseguir el golpe
correcto en el momento adecuado.
El éxtasis de la concurrencia, en todo caso,
estaba totalmente justificado. Ya transcurría el séptimo asalto, y la igualdad
era absoluta. La Rosa Verde seguía con su plan, pero cómo había baticinado
Williams, estaba aguantando peor de lo que imaginaba. Era natural en realidad,
la Rosa era demasiado impetuoso. Gastaba demasaida energía en cada movimiento.
El baile que realizaba era demasiado costoso, mucho estaba aguantando. En el
sexto asalto ya recibió un gancho de derecha que casi le hace besar la lona,
pero se rehizo e incluso logró contraatacar con la serie de golpes más seguidos
que había logrado encadenar en todo el combate. Por lo tanto, en este séptimo
la equidad en el combate no podía ser mayor. Williams se permitió arriesgar un
poco y apretó, La Rosa no se esperaba el embate, y fue empujado contra las
cuerdas. El árbitro les separó justo antes de que volviera a sonar la campana.
Pero la gente vio por primera vez, como la esperanza se desdibujaba del rostro
de quien, pensaban, entrañaba toda esperanza posible.
En un momento de la persecución, se
sorprendió al dejar de escuchar las torpes pisadas de quien perseguía. Pensó
que se habría rendido a su suerte, que lo habría dado todo por perdido. Pero
cuando giró al callejón, no estaba. Maldita sea, se había esfumado. Se rascó la
cabeza. Miró hacia todos los lados. ¿Cómo lo había hecho? No podía permitirse
fracasar, tenía que darle caza. Trabajar como sicario de Saphiro era lo mejor
que le había pasado en años. Años duros, años dónde perdió todo lo mucho que
ganó y mucho más, más rápido y de peor manera que si lo hubiera hecho a
propósito. Ahora, se había ganado un puesto de confianza junto al mafioso, y
sabía que no podía permitirse el lujo de pifiarla si quería mantenerlo. Lo
perdería seguramente con el paso del tiempo, como lo perdía todo, como era
incapaz de mantener nada, ni lo que merecía la pena, ni la basura como ésta en
la que estaba enfrascado, aunque le permitiera seguir malviviendo. Así que
tenía que encontrarlo. Y rápido.
Por lo que al comenzar el octavo asalto,
Derrick O’Shea estaba decididamente nervioso. Se notó nada más empezar, atacó
de manera casi infantil a Williams que le estaba esperando y contraatacó
castigándole las costillas. El dolor fue tan intenso que estuvo a punto de
gritar, pero mordió su protector bucal, y aguantó incluso logrando colar un par
de golpes y un buen uppercut. A pesar de ello, había salido perdiendo en el
toma y daca, y Williams apenas había salido perjudicado mientras que él apenas
podía respirar por el intercambio de golpes. Ese octavo asalto estaba siendo
como una losa para él, su plan se estaba torciendo, y por momentos, su rival
parecía estar jugando con él. Nada más lejos de la realidad. Sólo le tanteaba.
Para asestarle el golpe de gracia. Y así fue, el famoso directo de izquierda
apareció con todo su esplendor, en un momento en el que La Rosa bajó
especialmente la guardia para intentar una ofensiva casi suicida. El puño se
estrelló de bruces contra su mentón, como si le lanzaran un frigorífico contra
los morros, frío, enorme y pesado. El mundo que ambos compartían se hizo añicos
y cayó de bruces contra el suelo del ring. El público rugió de tal manera que
ni se podía escuchar contar al árbitro, una cuenta atrás que visto lo visto,
iba a dilapidar toda esperanza futura. La Rosa Verde estaba perdiendo sus
pétalos.
Su plan estaba dando resultado. Sólo tuvo
una oportunidad y lo hizo tan rápido y tan bien, que no dudó de que una vez
había tenido éxito en esa maniobra, conseguiría salir de ésta. Se dio impulso
por encima de un contenedor, se sujetó a una viga del ruinoso edificio, y logró
levantarse a pulso. La luna llena hacía sombra justo en su perspectiva, de tal
manera que pudo saltar de una viga a otra apenas sin hacer ruido y situarse detrás
justo de su perseguidor cuando torcía hacia dónde teóricamente pensaba
encontrarlo. Pero no fue así. Habían cambiado las tornas. El cazador era ahora
la presa. Ahora, tenía la sartén por el mango. Saltó desde su ventajosa
posición y lo pilló desprevenido. Al caer sobre él, se dio cuenta además de que
era mucho más grande que su teórico asesino, le sacaba casi una cabeza, y
además era mucho más grande que él. Intentó sacar una pistola, pero le pateó la
mano y salió volando unos metros, ahora le tenía a su merced.
- Vamos, chiquitín.- dijo con toda la
confianza que le daba la ventaja.
– Ahora vamos a jugar.- dicho lo cuál le golpeó con tanta fuerza que
pensó que podría haberle arrancado la cabeza.
Pero la esperanza es algo tan maravilloso.
No sé, muchos dicen que lo que sucedió en ese momento fue pura magia. Algo
inexplicable. Un milagro. En el segundo ocho de la cuenta atrás, cuando incluso
sus más acérrimos seguidores habían tirado la toalla, abrió los ojos e hizo
ademán de incorporarse. Williams apenas se lo podía creer. Era cierto que
algunos otros habían resistido su directo, pero, ¿a esas alturas? Era
inconcebible. Tenía que haber estado durmiendo durante horas. O para siempre,
como le sucedió a Dinaher. Pero no. Se levantó. Le hizo un gesto al árbitro, y
el combate se reanudó. Fue como si se parara el tiempo, para el público, para
los jueces, para el árbitro, pero sobre todo para Derrick O´Shea, dueño
absoluto de la situación, del presente, y del futuro. Con la furia de un
relámpago en la más terrible de las tormentas, se abalanzó contra el costado
izquierdo de Ataúd, por primera vez en todo el largo combate. Obviamente, a
esas alturas había olvidado las precauciones para proteger su punto débil. Por
lo tanto, las espinas de La Rosa Verde empezaron a clavarse como disparadas por
una ametralladora a la velocidad de la luz por toda la zona baja, cada nuevo
golpe lo acompañaba el furor de un público que empezaba a creer en lo
inverosímil, que compartía cada gramo de esperanza que ese pequeño boxeador expulsaba
a chorros y descargaba con una ira inigualable.
Pero, ante su sorpresa, el mejor de sus
puñetazos no le hizo gran cosa. Sólo le hizo recular un par de pasos. Pensó
entonces que iría a por la pistola, e intentó tomar ventaja y hacerse él con
ella. Pero no fue así. En cinco segundos, le golpeó siete veces. Los puñetazos
iban hacia todos lados. Desarticuló su defensa en cuestión de un instante, él
pensaba que sabía luchar, pero su rival le demostró de todas, todas, que era un
aficionado a su lado. Sin apenas esfuerzo, siguió golpeándole, de un lado a
otro, le partió varias costillas sin parar de acuchillarle con sus puños, luego
varios dientes saltaron por los aires. Intentó levantarse, pero siguió
golpeándole con más intensidad, llegó un momento en el que todo lo que veía era
nudillos y sangre. Todo se iba al garete. Qué ingenuo que era. Se había
engañado tan bien. Lo iba a conseguir, lo iba a conseguir. ¿Quién era este
hombre? ¿Cómo podía darle esa somanta sin pestañear?
El octavo asalto acabó con Ataúd todavía en
pie. Pero todos sabían lo que iba a suceder en el noveno, incluso el propio
Williams. Toda la audiencia estaba en pie. Tanta gente que quería creer
desesperadamente en la victoria de La Rosa Verde, pero que lo creía imposible.
Gente que se veía reflejada en su
rostro, gente que sí creía que dentro de la locura, si ese muchacho lograba
llegar a lo más alto, ellos mismos lo podían conseguir, lo podían conseguir
todo. La muchedumbre y su gritería llegaban a tales extremos, que aquello era
casi una revolución . David iba a derrotar a Goliath, y lo iba a hacer en sus
mismos términos, a golpes, sin dar tregua, de igual a igual.
- ¡La Rosa Verde! ¡La Rosa Verde! ¡La Rosa
Verde!- gritaban, con un acompasamiento perfecto, casi parecía que fuera
premeditado aunque sólo era espontánea felicidiad.
Sonó la campana, y se abalanzó sobre
Williams golpeándole tantas veces, que cuando cayó al suelo, fue casi un regalo
de los dioses para él mismo, que se habría negado a rendirse, pero no podía
soportar más castigo. El árbitro empezó a contar, y cada segundo fue más largo
que el anterior. Del nueve al diez pareció como si una década transcruyera.
Derrick O´Shea vio esa década completa, la década futura de su gloria. Lo había
logrado. De la nada, era el campeón mundial de los pesos mediopesados. Él sólo,
sin ayuda de nadie.
El número diez rubricó su victoria, y la de
toda la gente que terminó de creerse definitivamente el sueño que estaban
viviendo juntos. El boxeo no volvería a ser igual. Posiblemente, la vida de muchos
de ellos tampoco. Todo era posible. Siempre había esperanza.
Llegó un momento que no tenía que seguir
golpeándole, no le había hecho perder el conocimiento, pero apenas se podía
mover. Sin prisa, con toda la calma del mundo, fue a por la pistola. No
acabaría el trabajo con sus propias manos desnudas. No había necesidad de
ensuciarse hasta ese punto.
Entonces le vio. Aunque mantenía los ojos
entreabiertos por la incipiente hinchazón de los golpes, acertó a mirarle a los
ojos, a ver su cara. Le conocía. Sabía perfectamente quién era. Ahora todo
tenía sentido, el enfrentamiento cuerpo a cuerpo no podía haber acabado de otra
manera en un millón de años.
- Tú… tú… te conozco…- consiguió balbucear.
- No. Apuesto a que no. Nadie me ha conocido
jamás.- amartilló y le apuntó con la pistola.
- Eres… eres La Rosa Verde. Yo… yo te
admiraba… estuve en el combate. Te vi… te vi machacar a “Ataúd” Williams.
- Ese no soy yo. Quizás lo fui. Ahora no.
Ahora sólo soy tu verdugo.
- Pero… lo tenías todo. Eras todo. El presente,
el futuro… ¿cómo… cómo has acabado así?
Recordaba tan bien ese combate. No tenía ni
veinte años cuando lo vio, logró colarse en el pabellón con una de sus
triquiñuelas. No era para menos. Su héroe, el héroe del pueblo podía ser
campeón del mundo. Recordaba cada segundo, cada golpe, cada mililitro de
esperanza que las teóricas espinas de La Rosa Verde no dejaron de destilar para
él, ni un instante, ni siquiera cuando todo pareció perdido.
Lloró, y no sólo porque fuera a morir. Lloró
porque entonces supo que había fracasado. Que todos habían fracasado. Que el
mundo estaba podrido. Que nadie jamás triunfaría.
- ¡Tú no maldita sea! ¡Tú eras un héroe! ¡Tú
eres un héroe! ¡Lo tenías todo! ¡Lo tenías todo!
- Lo perdí.- apretó el gatillo y apagó
tantos sueños de un plumazo. No sólo los del infeliz, que ni siquiera perdió la
esperanza cuando su destino estaba escrito desde hacía mucho tiempo. Sino
también algunos de sus sueños de gloria, la mayoría sepultados, pero que en
algunos momentos, resurgían aunque fuera por unos momentos. A ráfagas, había
logrado olvidar quién había sido. Le costó, pero había casi logrado olvidar
cómo fue perdiendo todo lo que consiguió. Quién creyeron que era. Un símbolo de
algo que realmente nunca fue. Alguien que se tragó la vida una y otra vez, y
todas sus mentiras, pensándose inmortal e invulnerable, pero que en realidad,
nunca tuvo esperanza, ni siquiera cuando todos le gritaban que la tenía. Sólo
vivió como supo. Mal.
La Rosa Verde, el héroe del pueblo, no fue
quien cargó con el cadáver y lo lanzó al agua del puerto para después hacer el
camino de regreso a su oscura vida. Pero tampoco fue quién noqueó a Mike
Williams. Porque, por maravilloso que fuera ese concepto, ese hombre, en
realidad, nunca llegó a existir.