Desde tiempos inmemoriales,
cuando la historia no era más que un impreciso
esbozo narrado por los victoriosos, hemos existido los Bardos:
narradores, cronistas y poetas; artistas, juglares y trovadores;
tejedores de sueños que recogían mitos y leyendas,
de las canciones ancestrales, de los evanescentes sortilegios,
del arrullo del tempestuoso mar o del canto de las ninfas del bosque,
para transmitirlos durante generaciones entre aquellos
que nos quisieran escuchar, sumidos en un embrujado deleite.

Y es ahora, en esta Era donde la magia se diluye
junto con la esperanza de las gentes,
cuando nuestro pulso ha de redactar con renovada pasión
y nuestra voz resonar más allá de los sueños
.

Toma asiento y escucha con atención.

Siempre habrá un cuento que narrar.

jueves, 20 de diciembre de 2012

La noche más larga

Érase una vez en una pequeña aldea de pescadores que por aquel entonces ya se llamaba Calpe, tres hermanos, cada cual más codicioso y supersticioso, que se estaban preparando para el Solsticio de Invierno. Por todos era conocido que esa noche sería la más larga del año, pero sólo unos pocos sabían lo que verdaderamente ocurría. Se decía que durante esa noche, que desde tiempo inmemorial era llamada Yule, los muertos caminaban entre los vivos. Y contaba la leyenda que aquel que se encontrara con un espíritu podría pedirle cualquier deseo a cambio de un favor.

Y hete aquí que estos tres hermanos, codiciosos y supersticiosos, aguardaron a que cayera el anochecer, y emprendieron rumbo a un lugar conocido como Peñón de Ifach, un enorme monte que se alzaba junto a la aldea y desafiante contra el mar. Después de mucho esperar, cuando pensaban que nada iban a encontrar, saliendo desde detrás de unas ruinas, se asomó una figura envuelta por una bruma sombría, que se deslizaba sobre el pedregal. Al principio, los hermanos se mostraron temerosos, pero la avaricia les pudo y se acercaron silenciosos:

- ¿Eres tú quién sólo pasea en la noche más larga? - preguntó el mayor.
- Así es, soy yo. - respondió con su fría voz.
- ¿Nos concederás lo que te pidamos? - preguntó el mediano.
- Tan sólo a cambio de un favor. - respondió con su oscura mirada.
- ¿Qué podemos hacer por ti? - preguntó el pequeño.
- Tendréis que conseguir tres objetos para mí. - respondió con su mano enlutada.
- Y si los conseguimos, ¿nos darás lo que sea? - preguntaron los hermanos al unísono.
- Lo que sea que queráis. - respondió mientras se acercaba.
- Queremos que nunca más nos falte nada. - hablaron los tres a la vez.
- Y así será si antes del amanecer me traéis: la ceniza de un campo fértil, el corazón de una gaviota y el hueso de un niño. 

 En cuanto fueron dichas estas palabras, la lúgubre aparición se dio la vuelta y se marchó con el eco de su propia voz. Sin más dilación, los hermanos decidieron dividirse para poder cumplir con la tarea antes de que el amanecer asomara por encima de los mares. El pequeño buscaría la ceniza, el mediano se encargaría del corazón y el mayor desenterraría el hueso. Se despidieron con alegría y grandes expectativas, pues ninguno de ellos dudaba que conseguirían todo cuanto les habían encomendado. Pero era la noche más larga del año, y nunca se sabe lo que te puede deparar.

 El hermano más pequeño, cruel y mezquino, decidió que el método más sencillo para conseguir una ceniza era con fuego. Así que se acercó al campo más cercano, prendió un retal de tela y lo arrojó contra los cultivos, incendiándolos. Y cuando creía que pronto lo conseguiría, la brisa marina sopló con más fuerza, avivó el fuego, que terminó por alcanzarlo hasta quemarlo vivo reduciéndolo a él mismo a cenizas.

El hermano mediano, feroz y desalmado, recorrió los caminos del Peñón hasta llegar a la cumbre, en la que sabía que encontraría los nidos de las gaviotas. En esos nidos podría matar a una cría sin dificultad y arrancarle el corazón de su cuerpo con suma facilidad. Cuando se acercó a un polluelo para asestarle el golpe fatal, su madre y el resto de aves se lanzaron contra el agresor, picoteando y pinchando su cuerpo hasta que a él mismo le arrancaron el corazón.

 El hermano mayor, pérfido y miserable, se dirigió hacia el cementerio de la aldea, que no estaba muy lejos de allí. Se encaramó al muro, saltó la cancela de metal y empezó a pasear entre las tumbas, buscando la más propicia para profanar. No tardó mucho en encontrar una fosa común, en la que se arrojaban los cuerpos de los niños huérfanos. Sin escrúpulo ni aprensión, se inclinó para usurpar uno de los restos óseos. Pero cuando pensaba que lo tenía aferrado, perdió el equilibrio y cayó en la sepultura, muriendo en el acto y dejando él mismo allí sus propios huesos.

Y fue así como la figura envuelta por la sombría bruma, de fría voz, oscura mirada y mano enlutada, fue paseando por cada lugar en el que los hermanos habían caído, y antes de que el Yule terminara, les reveló quién era mientras se los llevaba para siempre:

- Soy la Muerte que os reclama. Y ya nunca os hará falta nada.

La noche más larga del año terminó, como todas las largas noches, para dar paso a un nuevo amanecer, pues no existe principio ni final, ni luz sin oscuridad.


¡FELIZ YULE!

martes, 18 de diciembre de 2012

Heraldos



Apoyado en el tronco de un árbol, Russel encendió un cigarro.
“Creo que es el séptimo de la tarde” se dijo.
Repasó mentalmente las señas de los que iban a ser sus clientes.
Uno alto y con una armadura roja, y dos elfos azules... drows... criaturas de la oscuridad. Cualquier individuo con un mínimo de decencia y escrúpulos no aceptaría un trabajo con seres de esa calaña. Pero por suerte o por desgracia si había algo de lo que Russel carecía era de decencia y escrúpulos.
Quizá por eso cada vez tenía trabajos más extraños. Su vida era poco más que una real y verdadera mierda.
Hacía tiempo que había dejado de vivir la típica vida de explorador, triscando por los montes entre los árboles y la naturaleza.
Hacía tiempo que había dejado de vivir una vida que compaginara con la palabra decencia.
De hecho… ¿había sido alguna vez decente su vida? Tenía que hacer un gran esfuerzo para recordarlo.
Quizá hacía un par de decadas, cuando todavía era aquel explorador que sí que triscaba por los montes, entre los árboles y la naturaleza, quizá en esa época todavía era decente su vida.
Recordaba a duras penas lo que era sentirse un niño libre y con sueños... hacía ya tanto tiempo... era una sensación difusa y distante. Había olvidado también lo que era ser un joven adolescente... con toda una vida por delante, plagada de esperanza.
“Esperanza... vaya mierda de palabra.” volvió a decirse mientras apagaba ese séptimo cigarro.
En el fin del camino tres siluetas se acercaban, a pasos agigantados, firmes.
Russel afinó su vista, y sonrió. Seguro que eran ellos.
No era gente que inspirara confianza,  le daba lo mismo. Si le pagaban lo que le habían prometido por guiarles desde el bosque de Tethir hasta las colinas púrpuras, hasta la catedral maldita de Nerull, el Dios de la muerte, tendría más que suficiente.
Por lo que sabía, nadie había aceptado el trabajo hasta él.
Decían que era un trabajo ligado a la muerte y a la oscuridad…
Miedos, supersticiones... ¿qué importancia tenían para alguien a quien le habían robado los sueños?
Sumido en sus pensamientos, cuando se quiso dar cuenta, sus tres clientes ya estaban enfrente de él.
Ahora, podía analizarlos con detenimiento.
El más bajo de los tres era tan siniestro que llegaba a resultar gracioso. Era uno de los drows, y una oscura capucha cubría su cabeza. Era natural, los drows son especialmente sensibles a la luz del día, acostumbrados a la eterna negrura de la infraoscuridad. Pero igualmente dejaba ver su rostro, azul diabólico. Sus ojos no cesaban de moverse, inquietos, con morbosa curiosidad.
A su derecha, otra elfa oscura de sinuosas formas y exacerbante belleza. A Russel no le habría importado hincarle el diente, pero sus ojos le miraron amenazantes, induciéndole con rabia a que ni se le pasara por la cabeza. Se dio por aludido.
Y el que parecía el líder de la compañía era el más impresionante.
Sus dimensiones eran desmesuradas, y facilmente superaba los dos metros de altura. Su constitución y musculatura eran bestiales, y su armadura, roja con una inscripción cadavérica grabada en medio de su torso evocaba una sensación pegajosa, un terror escondido.
Pero aun contando con su descomunal físico y con su atuendo, lo que más inquietó a Russel, fue su rostro, inmutable, distante y a la vez ardiendo de intensidad.
Una enorme cicatriz bañaba su pómulo izquierdo atravesándole el ojo y manteniéndolo entrecerrado.
- ¿Eres tú quien ha enviado Kargar el infame?- gruñó en un estallido de fuerza.
- Sí, ese soy yo.
De repente se hizo el silencio, un silencio que incomodó a Russel.
¿Qué decir? ¿Cómo romper el hielo con esta gente?
- Debéis ser Garathor, Iyandra y Tanelorn.- dijo siendo lo único que se le ocurrió decir.
Callaron mirándole fijamente a los ojos.
- Bien, bien, me tomaré eso como un sí. Yo soy Russel, encantado. Hechas las presentaciones y ya que tenéis tantas ganas de hablar, partamos ya. Nos esperan unos pesados días de viaje. Cuando lleguemos a las colinas púrpuras, sólo yo conozco los caminos exactos para no cruzarnos con compañías no deseadas.
- Al contrario, cuantos más enemigos nos crucemos, mejor.- dijo Garathor desenvainando su hacha de batalla.- Me encantará proporcionarles una muerte digna del segador de almas.
Russel se quedó mirándolo y una gota de sudor recorrió su frente.
- Bueno... como quieras.
Por un momento se arrepintió del cauce que había tomado su vida. Si no lo hubiera tomado, nunca se vería rodeado de gente como ésta.
Resopló algo confuso y se encaminó hacia las colinas púrpuras, donde llevaban semanas ocurriendo acontecimientos extraños.
Y que extraños serían los acontecimientos que surcarían su vida a partir de ese preciso momento. Quizá nunca debió aceptar ese trabajo.

viernes, 7 de diciembre de 2012

Buscadores de luz


Ella sale a la calle, cansada, aburrida, presa de la monotonía, ignorando la luz que desprende a borbotones, la magia que crea a cada paso que da. Ignorando que el mundo se detiene con cada uno de sus movimientos, ignorando cada una de las cosas que la hacen única y especial.

Y todo transcurre como siempre, previsible, la rueda gira una y otra vez, los días se atropellan con desidia, nada cambia...


... excepto para quien la contemple. Quien tenga ese privilegio, que se agarre a él, con toda fuerza imaginable. Porque es difícil subsistir en un mundo vacío, y más difícil captar gente que lo llena de verdad, que sin ser consciente, con un guiño, con un simple e involuntario movimiento, da sentido al sinsentido.


Porque ella, en el día más triste, más oscuro, más cansado, más aburrido, más monótono... sale a la calle...


... e ilumina el mundo.





Hay quien dedica toda su vida, cada minuto que vive o malvive, buscando luz de manera incansable, como único objetivo vital del que es imposible escapar. Los buscadores de luz son necesarios en nuestro mundo, a través de un mundo lejano pero incrustado en las tinieblas de éste. Ese mundo, sin nombre, casi sin realidad, se derrumba si los buscadores no cumplen su objetivo. Ese mundo es un compendio de todos los anhelos y de todas las voluntades humanas, su sustento, su esqueleto, su muro maestro en todos los sentidos posibles. La argamasa insustituible que da verdadera forma y consistencia a la esperanza. Sin él, todo lo que realmente merece la pena, se desmorona.
Para ello, los buscadores de luz consagran su vida a recopilarla. Los hay verdaderos expertos, que a pesar de lo difícil de su tarea, a veces descorazonadora y devastadora, consiguen reunir suficientes puntos de luz para que todo adquiera sentido aunque sea para unos instantes.
Son todos gente oscura. Se confunden entre la multitud sin que las personas de alrededor sepan quienes son, a qué se dedican, y lo indispensables que resultan para que la vida no se vuelva tan oscura como ellos.
Ése es su sacrificio. Su búsqueda, la única recompensa. Pero en contraste con lo que encuentran ellos no sienten, no padecen, sólo buscan y buscan.
Él  nunca quiso ser un buscador de luz. Y no era porque no cumpliera algunos de los requisitos, siempre vivió en la oscuridad de quien busca la luz. No, no lo quiso ser sin más por creerse incapaz; tardo tiempo en plantearse que acabaría siéndolo y ni por esas se llegó a imaginar que acabaría encontrando la mayor fuente de luz imaginable.
La luz más allá del concepto lumínico en sí mismo, habita en determinadas personas, de manera más o menos nítida, desde la chispa más inocua, hasta el destello más cegador. Pero los buscadores no solían encontrarla en el interior de las personas. La luz física era mucho más fácil de recopilar. La luz de lo espontáneo también, de la casualidad, de algún acto aislado sorprendente y de extraña bondad. Sin embargo, buscarla intrínsecamente en un solo ser humano… sucedía con tan poca frecuencia que esa búsqueda tuviera éxito. Él, la encontraría, sin lugar a dudas. Sin pretenderlo. Sin más.
Entre lo sombrío del mundo de la oscuridad, entre lo oscuro del mundo de las sombras, él despertaba cada mañana todas nubladas, todas grises. Su rutina le invadía, siempre lo hacía. Salía a la calle sabiéndose consciente de que habitaba ese mundo, de que el letargo, el cansancio vital, la tristeza, eran parte y todo de su existencia. Sólo era un contemplador, dueño de un puñado de cenizas que tendían a dispersarse por el viento para luego volver y ensuciarle con el color gris de lo descorazonador.
Ver la luz ajena es algo que en realidad no es necesario ser un buscador para poder hacer, cualquiera con un mínimo de sensibilidad puede darse cuenta de quién mana la luz. Pero hay que tener en cuenta una cosa, las personas más luminosas no son siempre las portadoras de luz. Brillar por fuera es muy sencillo muchas veces, un estado de ánimo, una belleza especial, un sencillo reflejo, una casualidad. Pero la luz en realidad habita de manera inequívoca en quienes repudian el concepto de luz en sí. Y así sucedía con esa mujer. Que no se sabía portadora de luz, que no tenía ni idea de lo que escondía.
Por eso, ver en ella la luz como el resto de la gente la veía, no tuvo mucho mérito.  Porque claro que eso fue lo primero que vio. En principio, casi cualquiera que por cualquier motivo tuviera la oportunidad de contemplarla, sabría y distinguiría cada fotón que la poblaba. Porque la belleza de esa mujer era espléndida, porque cada sonrisa por rara era aún más maravillosa, desconcertante en la magnitud de su esplendor. Y esa belleza gigantesca le cegó como un golpe de esperanza. Pero no era eso lo que brillaba de manera latente, sumergida y descomunal en ella, no era sólo su indiscutible belleza física. No. Era su interior, era el hecho de que ella no era ni mucho menos consciente de cómo podía llegar a brillar, de la magia que la habitaba de manera total, que no la  había desbordado por el mero hecho de su ignorancia y negación al respecto, porque no asumía toda la extensión inabarcable de su belleza, en todos los sentidos posibles de la palabra, dándole significado de manera definitiva al concepto.
Sólo fue un segundo. Casual, todavía por decidir, repentino. Pero la vio. Se cruzó con ella. Entre el gentío ensordecedor, entre la muchedumbre cegadora y destructora de luz, ella. Un punto, una sonrisa escondida en un ceño fruncido, un faro dominado por la tormenta que sólo acierta a vislumbrar quien tiene fe verdadera en la existencia de la luz y de las segundas oportunidades.
Ella. Sólo ella. Completa, definitiva, con un potencial tan evidente y escandaloso que no comprendía como la gente a su alrededor no se apartaba sencillamente para contemplarla y verse dominados por el lujo de poder caminar a su lado.
Ella. Una más, pero más que una, todas.
Ella. Que se perdería para siempre entre la multitud, que nunca jamás volvería a ver, que se vería obligado a olvidarla de cualquier manera posible, aunque no hubiera manera que conociera para que existiera esa posibilidad.
Ella. Sin más. Con todo. Eterna. Fugaz.
Fuente de luz. Olvido inolvidable.

Ella.
Todo eso surgió en un segundo. Toda la vida que podría vivir si hubiera conseguido conocerla. Todo lo que podía ganar. Todo lo que estaba perdiendo mientras se alejaba. Y se alejó. Se alejó.
Su imagen, su silueta, se habría marchado. Habría sido sólo un recuerdo en la niebla. Si no hubiera sido por los buscadores de luz.
Porque los buscadores de luz lo supieron. Supieron que él la había encontrado. Lo supieron en seguida, es algo que captan inevitablemente. Supieron cuando él la vio, cuando sin que el resto del mundo se diera cuenta, su existencia se detuvo al contemplarla

- La has encontrado.- le dijo una voz una vez estaba tratando de volver a emprender camino y fundirse con las sombras de nuevo.
- ¿Quién… quién eres?- respondió él asustado.
- Soy lo que tú eres ahora. Soy un buscador de luz. Y has encontrado una fuente. Ahora debes de hacer que de ella emane la luz que buscamos.
- ¿Cómo? ¿Por qué yo?
- Has sido tú quién la ha descubierto. Has sido tú el que has atravesado su coraza y te has atrevido a mirar en su interior. La gente no es consciente de que existen personas, que con su energía, sólo con la luz que les habita, pueden mover montañas, pueden cambiar estaciones, pueden hacer reír, llorar de felicidad… pueden cambiar el mundo. Nosotros recopilamos toda luz posible. Ahora tú recopilarás la suya.
- Pero, ¿eso cómo se hace? ¿Tengo que exprimirla como si fuera una naranja?
- No es necesario hacer bromas estúpidas. Sabes perfectamente cómo. Sólo tienes que hacer que ella se cerciore de la existencia de su luz interior. Porque es lo que sucede con las personas más maravillosas, que sencillamente, muchas veces, ignoran su potencial. Se empeñan en ignorar lo que realmente son. Tú sabes lo que esconde, lo que alberga. Hazlo salir.
- Yo no soy nadie. No seré capaz.
- Sí. No serás capaz en tanto en cuanto creas que ella brillará por ti. No. Brillará sólo y exclusivamente por sí misma. Tú sólo tendrás que guiarla.

Sucedió. Se vio atado a esa misión, a una promesa que hizo cuando creía que no quería hacerla, pero queriendo cumplirla más que cualquier otra cosa en el mundo en realidad. Porque sólo haberse cruzado con ella un momento, sólo haberse asomado ligeramente a la mujer que era, le seducía tantísimo, le intrigaba, le obligaba a saber más, a jugarse el todo por el todo para buscar la luz que albergaba con toda intensidad posible.
El nuevo buscador de luz, por tanto, se dedicó a buscar a la mujer que poblaba sus sueños, a la mujer que habitaba sus fantasías desde la realidad, porque aunque alguien así sólo podía tener sentido siendo un producto de su fantasía, era real. La había visto con sus propios ojos antes de imaginarla por más que ahora no hiciera más que imaginarla una y otra vez.
Por lo que comenzó su búsqueda. Primero, tenía que encontrarla, a priori lo más sencillo. Pero no lo fue tanto. Él era inexperto y torpe, no sabía hacer los movimientos adecuados, y se perdía entre el gentío. Captaba un ramalazo de luz, pero desaparecía de manera abrupta; corría esquivando personas oscuras, sueños perdidos, muchos de ellos suyos propios, que se recomponían con tan sólo imaginar la imagen de aquella que enhebraría los mimbres más resistentes en los que la esperanza pudiera sujetarse sin caer al vacío.
- ¿La han visto?- preguntaba.- Es imposible que la hayan olvidado.
La gente no le respondía, muchos le ignoraban, muchos se compadecían de él, pobre buscador de luz loco. En sus ojos se dibujaba su silueta aunque no supiera buscarla en realidad. Llegó al punto de buscar el reflejo de sus propios ojos, en el cuál habitaba esa silueta, sólo para darse cuenta de que estaba viajando en círculos concéntricos.
Con su barca, remando a la deriva, comenzó a buscarla entre las olas sólo guiándose con las estrellas que había en el mar, que habían caído una a una, tristes destellos de felicidad pasada. En esos destellos caídos, en esas estrellas en el mar también la buscó.
- Vosotras habéis olvidado la felicidad. Vosotras ya no brilláis. Pero brillasteis. Ayudadme. Podréis volver a brillar.
- Pobre buscador de luz loco.- susurraban.- ¿No sabes lo que eres? Lo que eres te hará ser más oscuro y olvidable incluso de lo que somos nosotras ahora mismo. ¿Y aún así quieres encontrar de nuevo la luz?
- Sí. Indiscutiblemente. Yo no importo. Vosotras y quienes tenéis posibilidades de recuperar vuestro brillo, sí. Y por supuesto, ella también.
Le pareció, sorprendentemente, captar un pequeño fogonazo en ellas cuando en teoría se habían extinguido para formar parte del negro manto nocturno del mar.
- Te estás equivocando desde el principio. No la busques más. La encontrarás.
- ¿Por qué? ¿Cómo voy a encontrarla si no la encuentro?
- Pobre buscador de luz loco. Ya la encontraste una vez. Sin más la encontrarás.
Pensativo, abandonó la quietud del mar para volver a introducirse en el gentío. Se sentó en el suelo. Cerró los ojos. La recordó con toda intensidad.
El tiempo se detuvo, o quizás fue más deprisa… el caso es que todo giró desacompasado.
Fue un niño, fue un adolescente, fue un adulto. Todo lo que quiso, todo lo que buscó y no encontró, se agolpó en su mente, temeroso del olvido, víctima de su soledad.
Quiso tanto encontrarla. Lo quiso de verdad. No como muchas veces queremos las cosas, como un capricho momentáneo por el que mataríamos aunque realmente no nos fuera nada en ello. No, no fue así. Quiso encontrarla con toda certeza, sin artificios, sin exageraciones. No había nada más que encontrarla.

Las estrellas no mentían. Quizás se compadecieron de él. Quizás entendieron que, al fin y al cabo, siempre hay luz que puede ser rescatada. Siempre existe la oportunidad de rectificar, de dar un paso atrás para dar tres hacia delante.
Ella no quería encontrarle. Ella vivía inmersa en sus propias preocupaciones, apremiantes, una vida completa y plena amargada por la rutina. De hecho a priori no era muy diferente de la vida del buscador de luz en lo que realmente importaba. Había matices claro, pero ambos se habían visto devorados por el mundo, escupidos después de haber sido masticados y casi digeridos.
La diferencia radicaba en que él tenía que encontrarla, y ella tenía que ser encontrada. Y le encontró.
Ella lo vio. Sentado en el bordillo. Sujetando su cabeza con las manos, como con un miedo atroz a que se desprendiera de su cuello y cayera rodando por el suelo para ser pateada y pisoteada por el torrente de gente que subía y bajaba por las calles, siempre con prisa, nunca con calma.
Ella no se habría detenido en circunstancias normales. Pero ese chico, sin ser atractivo en absoluto, le llamó poderosamente la atención. Su concentración y pena, atadas con un nudo irrompible, el peso de sus párpados cerrados, como temiendo abrirlos y chocarse con la realidad. Todo en él. Fue así porque lo único que quería en la vida sin que ella lo supiese, era encontrarla, por encima de todas las cosas.
Y se acercó a él. Se sentó a tu lado. Sin darse cuenta de cómo y porqué lo hacía, le preguntó:
- ¿Qué te sucede?
La voz que él oyó, respondía a las plegarias de su búsqueda. Supo instantáneamente que era ella. Que quién sabe porqué, las estrellas tenían razón. Que quién sabe porqué, volvía a tener suerte.
El peso de los párpados se diluyó y pudo abrir los ojos. Se chocó de frente contra la mujer. Ahora, a su lado, mirándole, el influjo de su presencia era cien veces más grande. Se vio tan tentado de olvidar porqué la buscaba y consagrarse no sólo a buscar su luz, sino a amarla como comenzaba a amarla en ese preciso instante, cuidarla y hacerla feliz...
… pero no. No sería por él que saldría esa luz. Sería sólo por ella.
- Hola.- consiguió responder no sin esfuerzo.- Hola. Estás aquí.

- Claro que estoy aquí. Qué hombrecillo. ¿Dónde iba a estar?

“Hasta hace unos instantes, en mis sueños.” Estuvo a punto de replicar. Pero se comedió.
- No tenemos mucho tiempo. Tú no lo comprendes. No comprendes lo que eres en realidad.- y lo era tanto y tan intensamente. Apenas podía apartar la mirada, mirarla era un regalo tan jugoso y difícil de rechazar…- Ven conmigo.

- ¿A dónde?- ella también se sintió intrigada en parte. No en vano, cualquier excusa de escapar de la rutina en la cuál se veía sumergida día y noche, era bien recibida.

- A todos los destinos posibles. A todas las verdades escondidas. A tu interior. Verás. Tú eres una persona muy especial. Y el problema, es que no lo sabes. No sabes la luz que hay en tu interior. No sabes que puedes iluminar el mundo si te lo propones. No eres consciente de que no hay barreras, de que no hay límites. De que tú eres el límite.

Ella río, y fue sorprendente para ambos que no se levantara y marchara automáticamente, porque su risa no fue precisamente de felicidad, si no de sorna.
- A otra con ese cuento.

- Espera. Sólo tienes que esperar. Te lo demostraré.

Cogió su mano y la apretó con fuerza. La miró a los ojos.

- El viaje que vamos a hacer… quizás no será el mejor de los viajes. Pero te garantizo, que haré todo lo posible, todo lo que esté en mi mano, para que tu luz, para que la luz que ni tú ni yo comprendemos pero que vive en ti… sea libre, para que tú seas libre. Para que seas feliz.

Un libro se abrió ante ellos, un libro en blanco, con tanto por escribir, tachar y emborronar.
Ella soltaría su mano en repentinas ocasiones. La historia que escribirían no sería la historia más hermosa del mundo. Sería su historia, una historia en la que él no desfallecería buscando su luz.

Sería el primer buscador de luz capaz de amar, porque la amaría mientras, a veces quizás con ligero éxito, le hacía intentar comprender de que tanto ella como el mundo, necesitaban la luz. Necesitaban su luz.




… y el nuevo buscador de luz, quizás fracasaría. Quizás tendría éxito. Pero nunca, nunca, nunca desfallecería.




Y en un punto, sólo deseaba que sus miradas se cruzaran, y ella viera la luz de sus ojos reflejada en los suyos.

Porque así, quizás y sólo quizás, ella podría comprender toda la felicidad el torrente indominable de pura luz que podía generar.

Cada sonrisa que le arrancó, cada duda que generó en su corazón, valieron fotones valiosos que dieron rienda suelta a las más salvajes fantasías.

Porque ella, sabiéndolo o no, en el día más triste, más oscuro, más cansado, más aburrido, más monótono… fuera con él o sin él… sale a la calle…

… e ilumina el mundo.

lunes, 19 de noviembre de 2012

El León y el Ratón


Érase una vez un león, un fiero león, que dormía tranquilo a la sombra de un olivo, y un ratón, un pequeño ratón, comenzó a juguetear por encima de su cuerpo. Entonces el león se despertó y, enfurecido, atrapó entre sus garras al ratón. Y cuando se disponía a devorar al pequeño roedor, éste le suplicó:

- Por favor, señor león, perdóneme la vida y le compensaré cuando tenga ocasión.

El león se rió y lo dejó marchar, pues, a decir verdad, hacía poco que había comido y no tenía hambre en ese momento.

Pasó el tiempo, y estando el león cazando, no se dio cuenta y pisó donde no debía, siendo apresado con una cuerda a un frondoso árbol. Viendo que había sido capturado, el león empezó a lamentar amargamente su destino, pero fue entonces cuando apareció el pequeño ratón, que corrió al lugar al escuchar esos gritos.

Trepó por el árbol, se encaramó a la cuerda y con sus dientecillos la royó hasta romperla, dejando libre al sorprendido león. Entonces volvió a hablar el ratón:

- Hace unos días me perdonaste la vida, y te echaste a reír, pues pensaste nunca podría hacer algo por ti. Pues hete aquí, mi promesa queda saldada, ¡libre puedes ir!.

Y desde este día, hasta el final de los tiempos, se dice que los leones jamás volvieron a comer ratones.




Nunca desprecies a los que crees que no te podrían ayudar, pues si son sinceros, por pequeños que pudieran parecer, siempre tendrán algo que ofrecer.

martes, 30 de octubre de 2012

La Leyenda de Jack

Hace mucho tiempo, en un pequeño pueblo de Irlanda, vivía un viejo granjero al que todos llamaban Jack 'El Tacaño'. Era una persona ruin, mentirosa y borracha, de carácter violento y cruel naturaleza. No concedía favor alguno, y siempre que podía, fastidiaba al vecino que se proponía. Incluso a su propia familia, cuya convivencia con él era peor que una pesadilla. Se sabía que había cometido muchos crímenes, incluso asesinatos, pero nunca habían logrado detenerle, pues también era muy astuto. En definitiva, alguien despreciable y despreciado, con un alma tan oscura como su hosca mirada. 

 Por esta razón, por esta maldad que había en su ser, llamó la atención en los infiernos, y el mismísimo Lucifer quiso saber más de él. Y así fue como una noche, en la víspera de la fiesta de Samhain, que anunciaba el fin del verano y el nuevo año, se apareció en el pueblo un enigmático individuo, que buscó a Jack y le invitó a beber y charlar en la taberna durante interminables horas. Cuando comprobó la naturaleza de éste, el misterioso sujeto reveló su verdadera identidad: era el demonio y reclamaba el alma inmortal de Jack. Sin embargo, éste le planteó un desafío para evitar su condenación: 

- Si eres quien dices ser, seguro que puedes pagar la deuda por todo lo que hemos bebido. ¡Conviértete en una moneda, si es que tienes ese poder!. 


 El demonio no lo dudó un instante y se transformó en una reluciente moneda que Jack, inmediatamente, guardó en un bolsillo junto con un crucifijo de plata para que no pudiera escapar. No liberó al demonio hasta que le prometió que no volvería a por su alma durante un año entero. Pasó ese año, y el demonio regresó en la fecha señalada a llevarse la pérfida alma del granjero. Pero, de nuevo, Jack, volvió a urdir una treta: 


- Antes de que me lleves contigo, me gustaría poder saborear por última vez una manzana. Yo estoy viejo y no puedo subir al árbol, supongo que tú tampoco podrás, pues es tan alto que ni tan siquiera el diablo podría treparlo... 

 El demonio trepó al árbol para demostrarle que podía hacer cualquier cosa, y cuando llegó a lo más alto, Jack talló en el mismo manzano una cruz, que volvió a capturar a Lucifer. Para poder bajar, tuvo que concederle otro deseo: que le volviera a dejar en paz, pero esta vez durante diez años más.

 Pero algo ocurrió. Antes de que se cumpliera la década, el anciano Jack murió. Cuando se encontraba en las Puertas del Cielo, San Pedro le negó la entrada por todos los crímenes que cometió en vida. Por lo que no tuvo más remedio que descender hasta el Infierno, donde tampoco podía ser admitido, pues había obligado al diablo a que no se llevara su alma. Fue entonces cuando intentó una última argucia: 

 - Desde que he muerto tengo frío, mucho frío. Tanto frío que estoy convencido que ni el mismísimo demonio podría hacerme entrar en calor... 


 Y cuando creía que el diablo le devolvería a la vida para recuperar la calidez perdida, en lugar de eso, le introdujo a Jack por la boca un carbón ardiendo, que jamás se apagaría, iluminando de esta forma su cabeza, que era tan redonda como una calabaza, como si fuera un farol. De esta manera Jack 'El Tacaño' se convirtió en Jack 'La Linterna', y su condena fue, es y será vagar entre Cielo y el Infierno toda la eternidad, iluminando con su luz el camino del resto de difuntos en 'La Víspera de Todos los Santos', también conocida en inglés como All Hallows' Eve...  



... HALLOWEEN

jueves, 30 de agosto de 2012

El Gigante Manzanilla

Manzanilla era un gigante que vivía en un lejano tiempo de leyenda, en el que los bosques se extendían desde los confines del amanecer y las criaturas mágicas recorrían el mundo. Habitaba una hermosa cueva desde hacía siglos, bien amueblada y acondicionada para alguien de su tamaño. Porque sí, era grande, enorme, y eso podía conferirle un fiero aspecto, con amplias manos y una inmensa cabeza. Pero nada más lejos de la realidad, las apariencias nos engañan con facilidad, y a pesar de lo que pudiera parecer, era pacífico y benevolente. Estaba en armonía con todos los seres de la naturaleza, que iban a visitarle a su hogar cuando caían enfermos porque, como casi todo el mundo sabe, los gigantes son expertos elaborando antídotos y ungüentos que podian curar cualquier dolencia. Sin embargo, desde hacía no demasiado tiempo, en los lindes de los bosques, se empezaron a construir aldeas pobladas por humanos. Y los humanos, por desgracia, sólo quieren ver lo que parece y no lo que realmente es. Por eso, temían a los gigantes, y el miedo les hacía actuar con violencia. Poco a poco, los fueron cazando a todos, hasta que sólo quedó el pobre Manzanilla, que no tuvo más remedio que esconderse, y tan sólo salir cuando caía la noche y el pueblo dormía. Se convirtió en un gigante triste y solitario.




Pero no todos los humanos tenían ese carácter cruel y desconfiado, había personas que sabían ver más allá de las formas hasta llegar al fondo de las cosas. Este era el caso del pequeño Tito, el hijo del alcalde de la aldea, un niño un tanto travieso, y todavía más inquieto, que no podía parar quieto, pues sentía que quería saber por encima del deber. Y es que la mejor educación es la curiosidad que uno mismo puede tener por lo que le rodea. Así pues, desobedeciendo a sus padres, se escabullía por el pueblo o por los bosques siempre que quería. De esta manera, una noche como otra cualquiera, en la que se escapó al bosque cercano se encontró, frente a frente, con Manzanilla, que esaba recogiendo plantas mientras canturreaba una alegre canción. No obstante, en cuanto vio al niño, el gigante calló al instante y comenzó a correr asustado. Tito se quedó perplejo un momento, por la sorpresa y no por el miedo, pero de inmediato salió disparado tras él hasta que ambos llegaron a la cueva donde vivía. Cuando vio que no podía huir más, Manzanilla se volvió hacia el pequeño y le rogó asustado:


- Por favor, no me hagas daño, tan sólo estaba recogiendo hierbas para curar a una golondrina herida.

- ¿Cómo podría hacerte daño si soy mucho más pequeño que tú? -preguntó el niño desconcertado.

- Porque eso es lo que nos hacen los que son como tú a mí y a los míos. -Manzanilla aún estaba temblando.

- Entonces, ¿por qué eres tan grande? -apuntó con curiosidad Tito, con una naciente sonrisa en el rostro.

- Eso es algo que nunca he averiguado. -se encogió de hombros el gigante algo más tranquilo.





Desde aquel momento, Manzanilla comprobó que Tito no era como la mayoría de seres humanos y se hicieron muy buenos amigos. Pasaban las noches caminando por los bosques, recogiendo hierbas medicinales, ayudando a los animales, bebiendo de los arroyos, trepando en árboles con la ayuda del gigante, o en el propio gigante, que era tan grande como cualquiera de ellos. Manzanilla sentía que volvía a ser feliz, y su pequeño amigo, estaba descubriendo un mágico mundo en su compañía. Todo transcurría como ambos querían hasta un buen día. O mejor habría que decir, una mala noche. Pues al padre de Tito, que siempre estaba demasiado ocupado para dedicarle tiempo a su hijo, se le ocurrió pasar por su habitación para comprobar si también estaba enfermo del estómago como casi todo el pueblo. Fue entonces cuando no lo encontró y su temor se disparó. Como sabía que se perdía por los bosques con frecuencia, reunió a un grupo de hombres para buscarlo. Después de rastrear sus huellas unas horas, los encontraron mientras jugaban al escondite. Manzanilla estaba de espaldas, apoyado en un árbol y Tito se escondía justo detrás de un brezal. Ni un segundo tardaron los hombres en atacar al gigante en cuanto lo vieron, distraído e indefenso, con palos, piedras y antorchas. Le golpearon hasta herirle y le quemaron hasta prenderle. Y a pesar de los gritos desesperados de su pequeño amigo, Manzanilla tuvo que marcharse malherido a resguardarse en su cueva.




Tito estaba tan triste por lo que había pasado que sus lágrimas bien podrían haber creado un lago salado justo donde al gigante habían apaleado. Se lo llevaron a casa, de inmediato, y lo encerraron para que no volviera a escaparse, y así no se pusiera en peligro. O eso es lo que opinaba las gentes del pueblo, mientras seguían enfermando, con terribles dolores de barriga que no podían aliviar de ninguna de las maneras. Hasta que llegaron las primeras muertes, por no encontrar un remedio que pudiera detener la epidemia. Entonces Tito, aunque todavía seguía apenado por lo que le habían hecho a su amigo, supo desde el principio que Manzanilla podría ayudarles. Rogó a su padre que le dejara salir para pedirle ayuda pero éste se negó entre pinchazo y retortijón. Pero sabía que no le costaría escapar, por lo que esperó hasta que su padre sufrió un apretón y se marchó al bosque a toda velocidad. Manzanilla estaba en su cueva curando sus heridas cuando su pequeño amigo llegó y al ver su rostro de desesperación, ni un instante dudó en ayudarle. Se dirigieron al pueblo que ahora era seguro para los dos, ya que sus habitantes se retorcían de dolor en sus casas. El gigante buscó el origen de la enfermedad, hasta que lo encontró: eran las aguas del pozo, que tuvo que probar en gran cantidad para saber que estaban contaminadas con residuos que los propios hombres habían arrojado. A Tito le prohibió que lo hiciera, ya que él no estaba enfermo al haber bebido de los manantiales del bosque durante ese tiempo.




Sin más dilación, Manzanilla se dispuso a recolectar unas flores de pétalos blancos, que eran las necesarias para preparar el antídoto que salvaría a los aldeanos. Como había hecho antes con los animales del bosque, Tito le fue suministrando el brebaje a cada uno de los enfermos, que se empezó a recuperar con increíble velocidad. Sin embargo, el gigante no recordó que él también había probado de esas aguas y cuando se quiso percatar, ya no quedaba ni una gota del remedio ni una flor para elaborarlo. Se dejó caer en mitad de la plaza del pueblo, con tanto dolor que apenas podía mantener los ojos abiertos. Y fue cuando ocurrió. Los aldearon salieron de sus casas y rodearon el cuerpo del gigante, que a duras penas respiraba. Entre todos trataron de reanimarle, pero no consiguieron nada, así que lo único que pudieron hacer fue regalarle palabras de agradecimiento y sonrisas de felicidad. Tito corrió hasta su amigo, abriéndose paso entre la muchedumbre y le abrazó un dedo con todas sus fuerzas para que su amigo aguantara. Pero era demasiado tarde para Manzanilla, y con su último aliento, pronunció estas últimas palabras para su amigo Tito:


- Tú me has enseñado el valor de la amistad. Y es ahora que muero cuando no me siento solo.

Y antes de que su vida terminara, enjugándose las lágrimas, su pequeño amigo supo la respuesta para una pregunta que hasta entonces no habían averiguado.

- Ya sé porque eres tan grande, porque tu corazón no cabría en un cuerpo más pequeño.


Y a pesar de que Manzanilla murió, su historia se transmitió de generación en generación, porque desde aquel remoto tiempo de leyenda hasta la actualidad su nombre aún perdura y prevalecerá para la eternidad.

                                                 

Cuando te duela la barriga y te bebas una infusión, acuérdate del gigante Manzanilla y su gigantesco corazón.

lunes, 30 de julio de 2012

El último asalto




La Rosa Verde
                               … o “El último asalto”

La noche era oscura, sofocante y silenciosa, salvo por el sonido de las pisadas sobre los charcos.
El hombre corría como alma que llevaba el diablo, buscando un resquicio en la noche que le sirviera de escondrijo, jadeando cansado, sabiendo que le alcanzarían en cualquier momento. Apestaba a basura, el calor era asfixiante, el suelo estaba encharcado, todo jugaba en su contra. Tropezó y estuvo a punto de caer, pero se rehizo a tiempo; había estado a punto de perder toda su ventaja, tanto esfuerzo habría sido en vano. Aún así escuchaba las pisadas de quien le daba caza, más decididas y pesadas que las suyas, no tardarían en alcanzarle. Estaba perdido y en el fondo lo sabía.
Su perseguidor, no estaba nervioso. Era rutina absoluta de un tiempo a esta parte. Éste era su trabajo, sin más. Todo aquello diferente, cualquier capacidad de decisión, había quedado atrás. Apretó el paso, veía perfectamente al pobre diablo que, sabía de todas, todas;  tenía las horas contadas.

La noche era brillante, los focos y los flashes de las cámaras emitían su brillo incandescente sobre el ring, como un oasis de luz y de esperanza, del que bebían cientos de personas, buscando emociones, espectáculo, pasar una noche entretenida, o amar el deporte. Ésa era la noche, donde los sueños se cumplirían golpe a golpe, grito a grito entre la multitud y el sonido sordo de los puños estrellándose contra los cuerpos.
Todo estaba a punto de empezar. El speaker hizo acto de presencia, y con su perfecta y trabajada pronunciación, pasó a hacer su trabajo, adornar a los dos contendientes, presentar el espectáculo de la mejor manera posible.
- ¡Damas y caballeros! ¡Bienvenidos al palacio del boxeo! ¡Prepárense para pasar una noche gloriosa que jamás olvidarán por el título mundial de los pesos mediopesados!

Mientras huía, veía pasar su vida a través de sus ojos. Casi le hacía gracia, era algo que había oído muchas veces pero que nunca había terminado de tomarse en serio; sin embargo le estaba ocurriendo en ese preciso instante. Perdía esperanza a cada paso que daba, pero no podía parar de correr. Huír de lo inevitable. El ser humano, aun siendo totalmente consciente de su perdición, difícilmente la asume. Él cada vez estaba más seguro de lo que le esperaba. De hecho, llevaba años labrándoselo, bailando sobre el agudísimo filo de la navaja, como un funambulista borracho, de tal manera que muchos se habían preguntado cómo era posible que no hubiera caído hacía ya tiempo rebanándose por la mitad.

El público estaba preparado para el combate. Cómo no estarlo, era el combate del año. Algún espabilado se había aventurado a llamarlo incluso el combate del siglo, pero tampoco era necesario exagerar. Mike Williams “Ataúd” era un púgil implacable, una leyenda imbatida en la ciudad. Su sobrenombre no era gratuíto. En su tercer combate profesional acabó con la vida de Terry Dinaher, que era campeón estatal. Desde entonces fue conocido entre el público con ese morboso apodo. Muchos de sus rivales saltaban al ring con el miedo en el cuerpo, ese sobrenombre había hecho mucho por él en realidad. Pero estaba claro que no debía su apabullante racha de victorias exclusivamente al temor que despertaba su mote. Su técnica era depurada, y su directo de izquierda, un martillo pilón. Había logrado k.o en sus últimos doce combates y en todos, antes de llegar al cuarto asalto.

Quien le perseguía, efectivamente, no tenía ninguna prisa. La misma certeza vivía  en ambos, sucedería. Le iba a alcanzar, tarde o temprano. No tenía ningún lugar al que escapar ni dónde esconderse. No era la primera vez que perseguía a alguien por los callejones del muelle. Había aprendido a conocer perfectamente sus recovecos, a escuchar los pasos en la quietud de la noche y discernir la dirección con tan sólo escuchar una pisada. Todo el proceso que le había llevado a tal maestría en la persecución, no era sin embargo algo de lo que enorgullecerse. Lo había aprendido de la peor manera, bajo el fracaso y la necesidad, la desesperanza, la derrota. Ser brillante en ser oscuro. Ser algo en la nada.

Pero lo que hacía especialmente estimulante el combate de esa noche, no era la presencia de Williams. Claro, contribuía, pero a pesar de ser el favorito de las apuestas, no era el favorito del gran público, más con el corazón en la mano que con la cabeza, eso sí.
No, lo que impregnaba la noche de un aroma especial era su contrincante. Nunca mejor dicho, porque posiblemente era el único luchador en la historia del boxeo con un sobrenombre de flor. Derrick O´Shea, más conocido como “La Rosa Verde”. Con su pose desgarbada, y sus sempiternos calzones verdes con la bandera irlandesa en la parte superior de la pernera derecha. La Rosa no era el luchador más ortodoxo. Pero habiendo partido desde cero, hijo de inmigrantes irlandeses,  trabajador del muelle, boxeando para alimentar a su familia, parecía normal, por lo menos en principio que su técnica no fuera la más depurada. Al principio fue objeto de burlas, es normal. Ese mote en un deporte tan plagado de testosterona como es el boxeo era una invitación a la mofa. Pero cada victoria in extremis mitigaba las risas y las transformaba en admiración. “¡Sus espinas destilan esperanza!” era el grito de guerra, porque eso es lo que era ese boxeador. Esperanza pura. El sueño americano con escala en Irlanda, enfundado en unos guantes y calzones verdes.

Pensó en detenerse y pedir piedad. Lo pensó durante unos momentos sólo. Por supuesto, fue un pensamiento estúpido. Llevaba toreando a Benjamin Saphiro desde hacía meses. Habría tirado por el retrete todas las prórrogas que le había concedido para saldar su deuda. La gota que colmó el vaso, es que desperdició su última oportunidad de manera definitiva. Benjamin Saphiro era el capo más conocido de la ciudad, y si era conocido, no lo era precisamente por dar oportunidades a troche y moche. Y eso, que por algún inexplicable motivo, anteriorimente fue relativamente piadoso en su caso concreto. Le concedió una última opción, trabajaría para él, como sicario. Tendría que encargarse de un tipo que estaba más o menos en su misma situación. Pero a la hora de la verdad, fue incapaz. Era un ladrón, un estafador. Pero no un asesino. Probablemente no por sus principios morales, inexistentes en realidad. Sino porque carecía de escrúpulos. Todo lo contrario de quién le perseguía.

- ¿Están preparados para el combate del año?- la voz del speaker volvió con fuerzas renovdas, como si fuera a anunciar el principio o el fin de todas las cosas. – En la esquina derecha del cuadrilátero, con 88 kgs de peso, calzón rojo y guantes negros, el hombre de los puños de piedra, la apisonadora Newyorkina, capaz de derrumbar las mejores defensas, de introducir el miedo en el corazón del más valiente rival. Con un impresionante récord de veinticino victorias, dieciséis de ellas por k.o… Mikeeeeee Williams!- “Ataúd” saltó al cuadrilátero con la seguridad absoluta dibujada en sus puños y en su porte, como sabiendo positivamente que podría detener un tren de mercancías a golpes si fuera necesario.
- Y en la esquina izquierda, el sueño americano hecho boxeo, de la nada a la cumbre, de ser un simple estribador del puerto, a competir por el título mundial. Con 76 kgs de peso, calzones y guantes verdes… sus espinas destilan esperanza… ¡Derrick “La Rosa Verde” O´Shea!
La Rosa entró en escena con mucho más ímpetu que su rival, sin esa serenidad en apariencia, pero con una vitalidad contagiosa. Una de las cosas que más llamaba la atención era su rostro, su cuerpo era rudo y propio de un boxeador de su nivel, pero las facciones de su cara eran aniñadas, como de un chaval que no había terminado de crecer, pecoso y pelirrojo era todo inocencia a pesar de ser un torbellino en el ring. Ambos estaban frente a frente. Sólo esperaban el sonido de la campana para que comenzara su desafío, y el espectáculo para los impacientes asistentes al combate.

Mientras le perseguía, por enésima vez  hacía un repaso mental. Cómo había llegado a esa situación. Nunca se lo planteó, siempre pensó que acabaría de otra manera. Tuvo los mimbres adecuados para que esta situación nunca hubiera llegado a producirse. En su juventud es cierto que se lo llegó a plantear. El camino fácil. Tenía físico y aptitudes para ser un buen matón. Pero luego, su vida fue llevándole por otros derroteros. Logró tantas cosas. Creyó verdaderamente que sería feliz, que lo lograría de manera legal, que todos, empezando por él, estarían orgullosos, tanto quienes no importaban, como sobre todo quienes fueron parte vital en su existencia y su hipotética y malograda felicidad.

La campana sonó y el público rugió enloquecido cuando los púgiles se dirigieron el uno al otro, sin concesiones, para que lo inevitable diera comienzo. La Rosa era más rápido, aunque tenía una técnica menos depurada en realidad, cosa comprensible porque sus orígenes humildes no habían dado tiempo a mucha preparación y entrenamiento. Su habilidad venía  más por la intuición, había nacido para el boxeo, su técnica nacía de lo innato, qué cotas podría alcanzar este hombre con el entrenador y el tiempo adecuados. Sabía que la defensa de Ataúd por el costado izquierdo era más débil, sin embargo no empezó castigando esa zona. Era demasiado evidente, y estaba seguro de que estaría pendiente de salvaguardar su punto débil, sobre todo mientras estuviera entero físicamente. Por lo tanto era más imprevisible atacar el costado derecho, pero siempre manteniendo las distancias y haciendo que se moviera sin parar. Era mucho más pesado que él, y no podría aguantar el baile si se producía muy deprisa. Además era fundamental el mantenerse a una distancia prudencial, Ataúd tenía un directo de izquierda demoledor. De hecho lo sabía, muchas veces sus combates se trataban de aguantar el momento exacto para descargarlo. Una vez había impactado de lleno, podían pasar varias cosas. O el rival caía directamente al suelo y se producía el k.o, o aguantaba la acometida, pero quedaba tan debilitado que le resultaba imposible esquivarlo una segunda vez. Había quienes aguantaban dos de sus directos, pero su destino estaba totalmente sentenciado a partir de ese momento.

La noche le golpeaba con fuerza, con casi tanta como la que emplearía el arma de su perseguidor para abatirle. Le sacaba cierta distancia, pero no conocía la zona con exactitud, no así su rival. Tenía muy pocas opciones, terminaría encontrándose de bruces con un callejón sin salida, de tal manera que estaría irremediablemente perdido y sin una nueva posibilidad de escape. La única manera de sobrevivir, remotísima pero quizás posible al fin y al cabo, era tenderle una emboscada. No tenía ningún arma, pero no era un payaso, sabía usar los puños, y si se abalanzaba sobre él desde una posición ventajosa, quizás podría dar buena cuenta, y aunque fuera, por lo menos dejarle lo suficientemente atontado para ganar el tiempo necesario para emprender la huída definitiva. Con la esperanza en el horizonte, esperanza que creyó perdida, apretó el paso con vigor renovado. Su ventaja tenía que aumentar para que poder por lo menos desaparecer de su vista durante el tiempo necesario para encontrar el escondite desde el cual, dar rienda suelta a su plan.

Los tres primeros asaltos transcurrieron de esa guisa, La Rosa tanteaba mientras Ataúd esperaba su oportunidad, algo molesto con la táctica de su adversario, que posiblemente era la mejor posible dadas las circunstancias. También le molestaba el hecho de que fuera el primero que no se amedrentara ante su mera presencia. Ni le molestaba ni le enorgullecía lo que sucedió cuando terminó con la vida de Dinaher, fueron gajes del oficio, no buscaba acabar con su vida, sucedió sin más, y no valía la pena preocuparse. Pero no podía negar que le había sido tremendamente útil. Otros boxeadores en su piel habrían caídos presa de la culpa. Él no, aprovechó cada gramo de ventaja que su reputación asesina le concedió. La Rosa era el primer rival que parecía ignorar el hecho de que había matado una persona con sus puños, era valiente y osado, pero no perdía la calma. No tenía miedo. No sabía si era por pura inconsciencia o al contrario, por creerse verdaderamente consciente de sus posibilidades. Era mucho más fuerte que su adversario, y lo sabía, su táctica le resultaba incómoda ciertamente y estaba logrando evitar su izquierda con mucha solvencia. Estaba intentando agotarle, y si el combate acabara en ese mismo momento, la victoria sería por los puntos para La Rosa. Williams sabía que quedaba mucho. Llevaba mucho tiempo sin que un combate rebasara los cuatro asaltos, este sería sin duda el primero en casi dos años. Pero aún cansándose él, el irlandés no era tan resistente. Flaquearía un momento. Estaba seguro. Y ese momento de flaqueza sería el momento exacto en el que su destructor directo de izquierda haría acto de presencia.

Ahora lo veía más claro. No. No moriría. Había sido un cobarde. De hecho llevaba siendo un cobarde mucho tiempo, en una desquiciante huída hacia delante, de tal manera, que en el fondo siempre supo que acabaría muerto en un callejón de mala muerte. Ya bastaba. Ya bastaba de huír, de creerse perdido. Podía ser optimista. Es más, durante todo este tiempo había sobrevivido, estaba entero, y listo para su último combate. Burlaría a la muerte una vez más. Ese matón no era más que un mandado, sin inteligencia, sin inventiva, le sorprendería. Él no era un don nadie. Sobrevivir, a las malas, había sido su deporte favorito, incluso más que el boxeo, deporte del que siempre estuvo enamorado.
No, no se rendiría. No esa noche. Ni nunca más. Por fin tomaría las riendas de su vida. No era joven, pero tampoco era un anciano. Tenía tanto tiempo por delante, tanta mierda que dejar atrás, y no la dejaría huyendo. No, esta vez lo haría con todas las de la ley, con pies de plomo, como un hombre. Primero, se encargaría de este payaso. Luego, reuniría el dinero que le debía a Saphiro, y se lo entregaría con intereses. No habría fantasmas persiguiéndole. Nadie ni nada le volvería a perseguir.

El griterío del público era ensordecedor, quién poblara las gradas y se parara a pensar un momento, se preguntaría cómo los dos púgiles no perdían la concentración con el griterío. Y la respuesta era que sencillamente, en esos momentos, eran totalmente presos de su mundo particular. Ya podía estar estallando la tercera guerra mundial a su alrededor, que serían incapaces de darse cuenta. No había nada más que su rival. Fuera  sólo un contorno difuminado. Sólo podían pensar en cómo doblegarse mutuamente, en conseguir el golpe correcto en el momento adecuado.
El éxtasis de la concurrencia, en todo caso, estaba totalmente justificado. Ya transcurría el séptimo asalto, y la igualdad era absoluta. La Rosa Verde seguía con su plan, pero cómo había baticinado Williams, estaba aguantando peor de lo que imaginaba. Era natural en realidad, la Rosa era demasiado impetuoso. Gastaba demasaida energía en cada movimiento. El baile que realizaba era demasiado costoso, mucho estaba aguantando. En el sexto asalto ya recibió un gancho de derecha que casi le hace besar la lona, pero se rehizo e incluso logró contraatacar con la serie de golpes más seguidos que había logrado encadenar en todo el combate. Por lo tanto, en este séptimo la equidad en el combate no podía ser mayor. Williams se permitió arriesgar un poco y apretó, La Rosa no se esperaba el embate, y fue empujado contra las cuerdas. El árbitro les separó justo antes de que volviera a sonar la campana. Pero la gente vio por primera vez, como la esperanza se desdibujaba del rostro de quien, pensaban, entrañaba toda esperanza posible.

En un momento de la persecución, se sorprendió al dejar de escuchar las torpes pisadas de quien perseguía. Pensó que se habría rendido a su suerte, que lo habría dado todo por perdido. Pero cuando giró al callejón, no estaba. Maldita sea, se había esfumado. Se rascó la cabeza. Miró hacia todos los lados. ¿Cómo lo había hecho? No podía permitirse fracasar, tenía que darle caza. Trabajar como sicario de Saphiro era lo mejor que le había pasado en años. Años duros, años dónde perdió todo lo mucho que ganó y mucho más, más rápido y de peor manera que si lo hubiera hecho a propósito. Ahora, se había ganado un puesto de confianza junto al mafioso, y sabía que no podía permitirse el lujo de pifiarla si quería mantenerlo. Lo perdería seguramente con el paso del tiempo, como lo perdía todo, como era incapaz de mantener nada, ni lo que merecía la pena, ni la basura como ésta en la que estaba enfrascado, aunque le permitiera seguir malviviendo. Así que tenía que encontrarlo. Y rápido.

Por lo que al comenzar el octavo asalto, Derrick O’Shea estaba decididamente nervioso. Se notó nada más empezar, atacó de manera casi infantil a Williams que le estaba esperando y contraatacó castigándole las costillas. El dolor fue tan intenso que estuvo a punto de gritar, pero mordió su protector bucal, y aguantó incluso logrando colar un par de golpes y un buen uppercut. A pesar de ello, había salido perdiendo en el toma y daca, y Williams apenas había salido perjudicado mientras que él apenas podía respirar por el intercambio de golpes. Ese octavo asalto estaba siendo como una losa para él, su plan se estaba torciendo, y por momentos, su rival parecía estar jugando con él. Nada más lejos de la realidad. Sólo le tanteaba. Para asestarle el golpe de gracia. Y así fue, el famoso directo de izquierda apareció con todo su esplendor, en un momento en el que La Rosa bajó especialmente la guardia para intentar una ofensiva casi suicida. El puño se estrelló de bruces contra su mentón, como si le lanzaran un frigorífico contra los morros, frío, enorme y pesado. El mundo que ambos compartían se hizo añicos y cayó de bruces contra el suelo del ring. El público rugió de tal manera que ni se podía escuchar contar al árbitro, una cuenta atrás que visto lo visto, iba a dilapidar toda esperanza futura. La Rosa Verde estaba perdiendo sus pétalos.

Su plan estaba dando resultado. Sólo tuvo una oportunidad y lo hizo tan rápido y tan bien, que no dudó de que una vez había tenido éxito en esa maniobra, conseguiría salir de ésta. Se dio impulso por encima de un contenedor, se sujetó a una viga del ruinoso edificio, y logró levantarse a pulso. La luna llena hacía sombra justo en su perspectiva, de tal manera que pudo saltar de una viga a otra apenas sin hacer ruido y situarse detrás justo de su perseguidor cuando torcía hacia dónde teóricamente pensaba encontrarlo. Pero no fue así. Habían cambiado las tornas. El cazador era ahora la presa. Ahora, tenía la sartén por el mango. Saltó desde su ventajosa posición y lo pilló desprevenido. Al caer sobre él, se dio cuenta además de que era mucho más grande que su teórico asesino, le sacaba casi una cabeza, y además era mucho más grande que él. Intentó sacar una pistola, pero le pateó la mano y salió volando unos metros, ahora le tenía a su merced.
- Vamos, chiquitín.- dijo con toda la confianza que le daba la ventaja.  – Ahora vamos a jugar.- dicho lo cuál le golpeó con tanta fuerza que pensó que podría haberle arrancado la cabeza.

Pero la esperanza es algo tan maravilloso. No sé, muchos dicen que lo que sucedió en ese momento fue pura magia. Algo inexplicable. Un milagro. En el segundo ocho de la cuenta atrás, cuando incluso sus más acérrimos seguidores habían tirado la toalla, abrió los ojos e hizo ademán de incorporarse. Williams apenas se lo podía creer. Era cierto que algunos otros habían resistido su directo, pero, ¿a esas alturas? Era inconcebible. Tenía que haber estado durmiendo durante horas. O para siempre, como le sucedió a Dinaher. Pero no. Se levantó. Le hizo un gesto al árbitro, y el combate se reanudó. Fue como si se parara el tiempo, para el público, para los jueces, para el árbitro, pero sobre todo para Derrick O´Shea, dueño absoluto de la situación, del presente, y del futuro. Con la furia de un relámpago en la más terrible de las tormentas, se abalanzó contra el costado izquierdo de Ataúd, por primera vez en todo el largo combate. Obviamente, a esas alturas había olvidado las precauciones para proteger su punto débil. Por lo tanto, las espinas de La Rosa Verde empezaron a clavarse como disparadas por una ametralladora a la velocidad de la luz por toda la zona baja, cada nuevo golpe lo acompañaba el furor de un público que empezaba a creer en lo inverosímil, que compartía cada gramo de esperanza que ese pequeño boxeador expulsaba a chorros y descargaba con una ira inigualable.

Pero, ante su sorpresa, el mejor de sus puñetazos no le hizo gran cosa. Sólo le hizo recular un par de pasos. Pensó entonces que iría a por la pistola, e intentó tomar ventaja y hacerse él con ella. Pero no fue así. En cinco segundos, le golpeó siete veces. Los puñetazos iban hacia todos lados. Desarticuló su defensa en cuestión de un instante, él pensaba que sabía luchar, pero su rival le demostró de todas, todas, que era un aficionado a su lado. Sin apenas esfuerzo, siguió golpeándole, de un lado a otro, le partió varias costillas sin parar de acuchillarle con sus puños, luego varios dientes saltaron por los aires. Intentó levantarse, pero siguió golpeándole con más intensidad, llegó un momento en el que todo lo que veía era nudillos y sangre. Todo se iba al garete. Qué ingenuo que era. Se había engañado tan bien. Lo iba a conseguir, lo iba a conseguir. ¿Quién era este hombre? ¿Cómo podía darle esa somanta sin pestañear?

El octavo asalto acabó con Ataúd todavía en pie. Pero todos sabían lo que iba a suceder en el noveno, incluso el propio Williams. Toda la audiencia estaba en pie. Tanta gente que quería creer desesperadamente en la victoria de La Rosa Verde, pero que lo creía imposible. Gente que se veía reflejada  en su rostro, gente que sí creía que dentro de la locura, si ese muchacho lograba llegar a lo más alto, ellos mismos lo podían conseguir, lo podían conseguir todo. La muchedumbre y su gritería llegaban a tales extremos, que aquello era casi una revolución . David iba a derrotar a Goliath, y lo iba a hacer en sus mismos términos, a golpes, sin dar tregua, de igual a igual.
- ¡La Rosa Verde! ¡La Rosa Verde! ¡La Rosa Verde!- gritaban, con un acompasamiento perfecto, casi parecía que fuera premeditado aunque sólo era espontánea felicidiad.
Sonó la campana, y se abalanzó sobre Williams golpeándole tantas veces, que cuando cayó al suelo, fue casi un regalo de los dioses para él mismo, que se habría negado a rendirse, pero no podía soportar más castigo. El árbitro empezó a contar, y cada segundo fue más largo que el anterior. Del nueve al diez pareció como si una década transcruyera. Derrick O´Shea vio esa década completa, la década futura de su gloria. Lo había logrado. De la nada, era el campeón mundial de los pesos mediopesados. Él sólo, sin ayuda de nadie.
El número diez rubricó su victoria, y la de toda la gente que terminó de creerse definitivamente el sueño que estaban viviendo juntos. El boxeo no volvería a ser igual. Posiblemente, la vida de muchos de ellos tampoco. Todo era posible. Siempre había esperanza.

Llegó un momento que no tenía que seguir golpeándole, no le había hecho perder el conocimiento, pero apenas se podía mover. Sin prisa, con toda la calma del mundo, fue a por la pistola. No acabaría el trabajo con sus propias manos desnudas. No había necesidad de ensuciarse hasta ese punto.
Entonces le vio. Aunque mantenía los ojos entreabiertos por la incipiente hinchazón de los golpes, acertó a mirarle a los ojos, a ver su cara. Le conocía. Sabía perfectamente quién era. Ahora todo tenía sentido, el enfrentamiento cuerpo a cuerpo no podía haber acabado de otra manera en un millón de años.
- Tú… tú… te conozco…- consiguió balbucear.
- No. Apuesto a que no. Nadie me ha conocido jamás.- amartilló y le apuntó con la pistola.
- Eres… eres La Rosa Verde. Yo… yo te admiraba… estuve en el combate. Te vi… te vi machacar a “Ataúd” Williams.
- Ese no soy yo. Quizás lo fui. Ahora no. Ahora sólo soy tu verdugo.
- Pero… lo tenías todo. Eras todo. El presente, el futuro… ¿cómo… cómo has acabado así?
Recordaba tan bien ese combate. No tenía ni veinte años cuando lo vio, logró colarse en el pabellón con una de sus triquiñuelas. No era para menos. Su héroe, el héroe del pueblo podía ser campeón del mundo. Recordaba cada segundo, cada golpe, cada mililitro de esperanza que las teóricas espinas de La Rosa Verde no dejaron de destilar para él, ni un instante, ni siquiera cuando todo pareció perdido.
Lloró, y no sólo porque fuera a morir. Lloró porque entonces supo que había fracasado. Que todos habían fracasado. Que el mundo estaba podrido. Que nadie jamás triunfaría.
- ¡Tú no maldita sea! ¡Tú eras un héroe! ¡Tú eres un héroe! ¡Lo tenías todo! ¡Lo tenías todo!
- Lo perdí.- apretó el gatillo y apagó tantos sueños de un plumazo. No sólo los del infeliz, que ni siquiera perdió la esperanza cuando su destino estaba escrito desde hacía mucho tiempo. Sino también algunos de sus sueños de gloria, la mayoría sepultados, pero que en algunos momentos, resurgían aunque fuera por unos momentos. A ráfagas, había logrado olvidar quién había sido. Le costó, pero había casi logrado olvidar cómo fue perdiendo todo lo que consiguió. Quién creyeron que era. Un símbolo de algo que realmente nunca fue. Alguien que se tragó la vida una y otra vez, y todas sus mentiras, pensándose inmortal e invulnerable, pero que en realidad, nunca tuvo esperanza, ni siquiera cuando todos le gritaban que la tenía. Sólo vivió como supo. Mal.
La Rosa Verde, el héroe del pueblo, no fue quien cargó con el cadáver y lo lanzó al agua del puerto para después hacer el camino de regreso a su oscura vida. Pero tampoco fue quién noqueó a Mike Williams. Porque, por maravilloso que fuera ese concepto, ese hombre, en realidad, nunca llegó a existir.