- No te esperaba tan temprano, Ricardo.- el viejo barman tenía la voz tomada desde que lo conocía, el ceño fruncido de siempre, y el mismo poco pelo.
- Ya ves.- sólo respondió.
El interior era incluso más descorazonador que el exterior. La Rosa Verde nunca fue el sumun de la sofisticación, pero cierto estilo coherente sí queguardaba. Era un antro, pero con encanto y carisma, limpio dentro de lo que cabe, no el tipo de antro abominable y vomitivo que eran otros clubs de striptease que Ricardo había conocido.
En parte por eso siempre estuvo abarrotado, casi los siete días de la semana.Pero ahora, un martes convencional como ése, no había que ser muy espabilado para saber que Martín tendría suerte si llegaba a tener cinco clientes en toda la noche.
Ricardo contempló, impasible en apariencia, el lugar. Pero sólo en apariencia. El golpe de nostalgia fue más fuerte que cuando observaba la fachada. A pesar de la suciedad, a pesar de todo, había habido un momento en el que esas cuatro paredes fueron su refugio particular, y su interior, un regalo nuevo cada noche, una nueva oportunidad de evasión. Una mentira, pero una mentira dulce cuando sabía que estaba siendo engañado. Y una puñalada mucho más dulce incluso cuando se creyó cada pantomima.
Se sentó en la barra.
- Ponme un whisky. ¿Qué coño le has hecho a este sitio? ¿Lo limpias vomitando?
- Las vacas gordas se fueron, amigo. No fuiste el único en marcharse. Las cosas van de mal en peor.
Habría preguntado cómo es que entonces, lograba un tugurio semejante permanecer abierto si no hubiera conocido la respuesta de antemano. Quiñones controlaba el lugar, y lo más posible es que fuera exclusivamente gracias a él que éste sitio no hubiera cerrado. Sería lo suficientemente barato mantenerlo en ese deplorable estado para que siguiera siendo rentable.
Ricardo paladeó el whisky, era un brebaje nefasto, adulterado y aguado, pero alcohol al fin y al cabo, y lo necesitaba. El hielo flotaba más allá de la mitad del vaso.
De alguna manera, el club debía de seguir teniendo cierto gancho. Ante su sorpresa, en veinte minutos sus perspectivas acerca de la clientela se doblaron, y el aforo superaba las diez personas. Todo un éxito, lejos de lo que fue antaño, pero para nada desdeñable. Era curioso, la mística y la magia no podían desvanecerse así como así. Existían y ya está. La Rosa Verde siempre había tenido algo de mágica. Tantos hombres habían huído de sus vidas buscando la promesa incierta del aroma de lo prohibido, tantos habían sucumbido noche tras noche, dejando un reguero de fracaso perfumado tras de sí. Ricardo, uno de ellos.
- Y bien, ¿qué has estado haciendo estos años?- Martín era un barman de la vieja escuela, siempre quiso formar parte del entretenimiento del local. Las chicas ponían la diversión, él la cínica conversación, el hombro donde apoyarse, la camadería entre cliente y anfitrión. Ricardo nunca se tragó su papel, pero era indiscutible que lo había interpretado a las mil maravillas y que seguía haciéndolo de manera impecable.
- Vivir. Más o menos. Menos que más.- un trago siguió a la frase. El hielo seguía demasiado arriba para su gusto.
- Antaño hablabas más.
- También vivía más.
- Touche.
Las luces del establecimiento se fueron mitigando, como intentando crear una atmósfera adecuada para lo que vendría a continuación. Una voz femenina, con un tono que derretía incluso el cristal de las copas, recitó por megafonía:
- “La noche no ha hecho nada más que empezar, caballeros. Para ir abriendo boca, den una calurosa bienvenida a la caliente respuesta a todos los sueños prohibidos: Lucille, la princesa desnuda.”
Diez años habían pasado desde la primera vez que Ricardo vio a Lucía en el escenario. Diez años, y la presentación seguía siendo la misma, las mismas palabras en el mismo condenado orden. Lucille, la princesa desnuda. Le parecía tan absurdo, pero él quiso cada una de esas respuestas. Para él, los sueños prohibidos, fueron realidades, tangibles, poderosas, inevitables.
La mujer que salió, a primera vista, poco tenía que ver con aquella que había tenido la habilidad de suscitar todas esas incógnitas y de azuzar la mecánica de los sueños. No sólo por la edad, aunque apenas rebasaría la treintena. De hecho, en parte todavía era una mujer bastante atractiva. Pero se notaba que la vida no la había llevado por los senderos adecuados; la desbordante energía que antaño transmitía ya sólo con el primero de sus movimientos, no era ni una sombra, sólo un recuerdo dibujado en su silueta, pero palpable para quién tuviera el privilegio de contemplarla en su momento. No en vano, en su mejor época, Lucille era el número estrella de La Rosa Verde, y no el primer número de un triste martes por la noche cualquiera. Todo el aforo desaforado se derretía por sus huesos. Ahora, los diez parroquianos apenas la miraban.
Su melena rubia seguía siendo impresionante, sus ojos, si acertabas a mirarlos, regalos de absoluta belleza; pero los rasgos de su cara, marcados, su delgadez, rozando en algunos puntos de su anatomía lo antierótico, la desidia mecánica con la que efectuaba la danza; no, a priori no parecía ser quien saciaría los apetitos más voraces, no parecía capaz de responder ninguna de las preguntas que prometía su introducción.
Ricardo la observó detenidamente, ésta era la prueba de fuego. Un pequeño escalofrío le recorrió, casi imperceptible. Por dos razones. Porque él sí veía todavía a esa mujer capaz de hacer que los corazones palpitaran al ritmo de sus caderas con la cadencia de sus movimientos; que dentro de la desidia y la desesperanza, todavía guardaba el fuego, la rabia, la rebeldía y la tremenda pasión incontrolable que sólo una mujer como Lucía podía poseer. Pero la razón principal de su ligero estremecimiento, es que todo aquello no le afectaba. Ya no. No le importaba en absoluto. Y le llegó a importar tanto...
Volvió su mirada al vaso. El trago fue grande, casi hasta vaciarlo. La música, la misma sintonía que Lucía había bailado todas las veces, maldita melodía, malditos recuerdos. Se vio rodeado por todos ellos. Los diez clientes se convirtieron en más de cien. El humo lo inundó todo, las risas, la música triplicó en potencia la que sonaba ahora mismo.
Y ella también estaba en el escenario. Más joven, más bella, infinitamente más radiante. Devorando el mundo con cada paso que daba, destruyendo credos con cada guiño, sus pechos perfectos asomaron en el cénit de su número, la barra había sido hecha para que ella la dominara, como también dominaba las miradas, la líbido, cada hombre que tuviera la capacidad de desear. Todo era suyo.
Él también estaba, por supuesto era absolutamente de su propiedad, más incluso que el resto de la concurrencia. También era muy diferente. Quizás más.
- Es un madero.- había susurrado entonces uno de los matones a Martín, también más joven obviamente, aunque ni mucho menos tan cambiado como ellos dos.
- Calma, es Ricardo. No hay problema con él.
- Recoge el chiringuito, Martín. Vienen hacia aquí.- sólo dijo.
En sus recuerdos, el número de su Lucía, de la Lucille de todos los demás justo había acabado, y él se introdujo en los camerinos. La encontró, había hecho ese camino decenas de veces. Había llegado el punto, en el que era incluso más deseable cuando abandonaba el escenario. Entonces, sólo era Lucía, sólo era suya. Igual de encantadora en realidad. Mucho más quizás. Ella le vio. Sonrió. Se acercó para besarle. Quiso tanto, tanto besarla… pero se detuvo
- No... no tenemos tiempo. Van a hacer una redada. Tienes que marcharte de aquí. ¡Vamos! Por la puerta trasera.
Ella, asustada, comenzó a vestirse apresuradamente, en un ritual inverso al que había hecho para cien hombres fuera de sus cabales, pero que le sacaba mucho más a él de los suyos ya que evocaba la normalidad de una mujer de carne y hueso, vulnerable, asustada como cualquier otra. Ricardo la había deseado tanto en ese momento que no pudo resistirse.
- ¡Espera! Espera… espera… no…- recordaba cómo se le atragantaron las palabras aunque llevaba semanas queriendo decirlas, y era lo que más deseaba decir en esos momentos.- No. Ven conmigo. Abandona esta vida. Escápate conmigo. Te quiero, Lucía. Nunca más tendrás que ser Lucille. No tendrás que responder ante ningún sueño prohibido. Crearemos nuestros propios sueños. Ven… ven conmigo. Juntos podemos olvidar toda esta mierda. Ven conmigo… te quiero. Te quiero.
Lo que más le dolió, fue ver que durante un momento, llegó a flaquear. Que llegó a pensárselo. Pero luego no hizo falta que le respondiera. Sólo le miró, con una franqueza que no podía traducirse en palabras. No era necesario.
- Lucía… yo.
Ella se acercó a él, y puso un dedo sobre sus labios, acallando el torrente de pensamientos, deteniendo el mundo durante unos instantes. Luego le besó, lentamante, con tanta ternura que Ricardo sintió más afecto, aunque fuera falso, que en sus cinco años de triste matrimonio. Y se marchó por la puerta de atrás.
Ricardo, recordaba todo eso perfectamente, cada detalle, cada segundo. Sin embargo no recordaba como entró la policía al local, cómo lo desalojaron, todo lo que sucedió a continuación. Porque aquello no solía durar, Quiñones era un hombre muy poderoso ya entonces. A pesar de todos los trapicheos que se hicieran entre sus muros, la Rosa Verde nunca permanecía cerrada más de una semana.
Su mirada volvió al presente, a su copa casi vacía, aunque estaba seguro de que no sería la última vez que visitaría al álbum de fotos de su marchita memoria en lo que quedaba de noche.
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