Veréis niños, os voy a explicar cuál es la historia de este lugar, como llegó a formarse este paraje, los arboles que nos rodean, los ríos, las flores y como llegaron a él los animales y seres que habitan este frondoso y animado bosque.
Erase una vez, un reino helado dominado por un terrible hechicero, la más perversa y ruin de las criaturas, amargado en su existencia, con el corazón frío como un témpano. Su tristeza y su desidia se extendían como tentáculos de escarcha, que abrazaban todo aquello que era verde y lleno de vida para convertirlo en algo inerte, apagado y lóbrego. Y en aquel reino vivían personas, seres con la voluntad mermada, sometidos al yugo inquebrantable de la retorcida magia que aplacaba cualquier atisbo de alegría o placidez.
La existencia transcurría de forma monótona, como un fluido demasiado espeso que es derramado lentamente desde una vasija. Los días se sucedían lentos, angustiosos, pasaban penosamente bajo el influjo constante de un aburrimiento desmesurado. Nada nuevo ocurría nunca, nada fuera de lo común, nada que pudiera suscitar un estímulo para los ciudadanos, nada que hiciese variar las cosas, así el hechicero podía controlar fácilmente a su ganado, era capaz de mantener un orden, era capaz de doblegar a la gente y conseguir que actuaran a su voluntad. Qué es el ser humano sin sentimiento, qué es el ser humano sin júbilo, qué es el ser humano si no puede disfrutar, qué es el ser humano si se le priva de sus instintos más primitivos, qué queda entonces capaz de oponerse a la tiranía si carecen de motivación, de pensamientos, de libertad; si jamás han conocido otra cosa que no sea el sopor, la melancolía, el desánimo o la desesperación. Nada, pero una situación así no dura eternamente.
Un buen día, por un camino cercano a los dominios del hechicero pasó haciendo sonar un laúd un trovador, cantando alegre una canción. Su rumbo solo le llevaba de paso por aquel lugar, pero su melodía traviesa se propagó captando la atención de una muchacha que se encontraba lavando la ropa en el río. La chica confusa ante tal bombardeo de sensaciones dejó a un lado sus quehaceres y se encamino curiosa hacia el lugar de donde provenía aquello. Estaba excitada y ligeramente asustada, el corazón desbocado bailando al son de las notas de aquella cantinela, se sentía abrumada por tan excelsa tonadilla, llena de color y de calor, de júbilo y sentimiento; para ella era algo nuevo, algo que no había escuchado en toda su vida. Y tras un ligero trote llegó ante el causante de aquella algarabía. Cuando vio la expresión del bardo, con una sonrisa en la cara, con los ojos abiertos como platos y profundos como un cielo estrellado, con una expresión de felicidad en el rostro, con un impresionante abanico de colores en su vestimenta; su mundo se paró. Y la fascinación fue mutua, pues el joven fue deslumbrado por la frágil y marchita belleza de aquella mujer, como si hubiera visto la única flor que resistía al otoño en un campo de almendros, como un rayo de luz que se filtra entre las tupidas y oscuras nubes.
Pero entonces algo hizo estremecerse al hechicero en su frío y solitario trono, una descarga de ira recorrió su ajado cuerpo. Movido por una rabia incontenible se desplazó rápidamente hasta donde estaban los dos jóvenes, hasta la chispa que había encendido su desasosiego. En la cabeza perturbada del cruel anciano retumbaba el sonido de los dos corazones llenos de vida latiendo al unísono, podía notarlo, podía respirarlo, podía olerlo y lo odiaba con toda su alma, maldecía al indomable sentimiento llamado amor. Y en cuanto apareció se dirigió a ellos con paso firme, la sangre le hervía y escupía las palabras con terrible inquina; maldijo al bardo y su cantar, maldijo a la muchacha y su belleza, maldijo al destino por juntarlos, maldijo la debilidad de los hombres y maldijo el momento en que se habían encontrado… los maldijo a ellos. Les lanzó un conjuro, y estas fueron sus palabras exactas: “¡Vosotros que os dejáis gobernar por los más bajos y viles sentimientos, por las más primitivas pasiones. Vosotros débiles de mente que sucumbís a vuestro corazón acelerado, a la ilusión de la belleza, que el tiempo se acelere y haga de vuestros cuerpos cascarones vacíos y sin vida!”
Y en aquel momento algo inesperado sucedió, los jóvenes miraban al hechicero, le observaban con lástima, no podían comprender aquello por lo que les increpaba; pensaban que se había vuelto loco. Cómo una persona puede almacenar tanto rencor, cómo puede albergar sentimientos tan funestos. Y cuando lanzó su maldición sus latidos danzaban al mismo son, y se abrazaron para recibir los influjos de una magia que no podían combatir; pero nada les importaba pues vivirían su último momento juntos, fundidos como un mismo ser. Y un destello de luz resplandeció, y la hechicería se disipo con un estallido, y el cuerpo del anciano cayó al suelo en su último suspiro… Y desde entonces, allí donde se encontraron la joven campesina y el trovador y se fundieron en un sentido abrazo, allí donde la esperanza venció al desánimo, donde el amor venció al odio, allí crece fuerte un enorme árbol, el más anciano y florido de todo el bosque. Y a su alrededor todo se inundó de vida y frescura, y cualquiera que se acercaba a sus proximidades se veía reconfortado, inspirado por un aire que portaba buenas impresiones.
Desde tiempos inmemoriales,
cuando la historia no era más que un impreciso
esbozo narrado por los victoriosos, hemos existido los Bardos:
narradores, cronistas y poetas; artistas, juglares y trovadores;
tejedores de sueños que recogían mitos y leyendas,
de las canciones ancestrales, de los evanescentes sortilegios,
del arrullo del tempestuoso mar o del canto de las ninfas del bosque,
para transmitirlos durante generaciones entre aquellos
que nos quisieran escuchar, sumidos en un embrujado deleite.
Y es ahora, en esta Era donde la magia se diluye
junto con la esperanza de las gentes,
cuando nuestro pulso ha de redactar con renovada pasión
y nuestra voz resonar más allá de los sueños.
Toma asiento y escucha con atención.
Siempre habrá un cuento que narrar.
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