
Para calmar al dragón, los habitantes del lugar acordaron
entregarle sacrificios cada día, animales que engordaban para que la bestia
fuera saciada. Sin embargo, llegó el momento en el que se acabaron todos los
animales de la región y la criatura exigía ofrendas. El rey no tuvo más remedio
que ordenar que los sacrificios empezaran a ser humanos. Así fue como, todos
los días, se realizaba un sorteo en el que salía elegida una doncella virgen
que debía ser entregada.

La princesa se marchó de la ciudad, caminando sin prisa en dirección al lago del dragón, deteniéndose algunos instantes para contemplar su pueblo, con tristeza pero determinación. Cuando llegó a orillas de aquel infecto lugar, observó como en uno de los lindes había una cueva de la que salía un humo negro y un hedor pestilente. Y de pronto, cuando menos lo esperaba, apareció un joven caballero, de origen humilde, montado sobre un caballo blanco.
Al verlo, la
princesa le explicó el peligro que corría e intentó disuadirlo para que se
marchara, pero el caballero se negó a abandonarla. Estaba allí para salvarla.
Este caballero de leyenda, de nombre Jorge, se enfrentó al
dragón en cuanto éste repentinamente apareció. Libraron una de las batallas más
cruentas que los anales recuerdan, hasta que el guerrero cargó a caballo contra
la bestia y, tras esquivar su aliento de fuego y sus descomunales garras, le
incrustó una gran lanza en el pecho. De la sangre que derramó el dragón brotó
un hermoso rosal.
Y así fue como Jorge le entregó a la princesa aquella flor de
amor nacida de la sangre de un dragón, y ella le regaló la historia de su gesta
que aún hoy perdura imperecedera.