Desde tiempos inmemoriales,
cuando la historia no era más que un impreciso
esbozo narrado por los victoriosos, hemos existido los Bardos:
narradores, cronistas y poetas; artistas, juglares y trovadores;
tejedores de sueños que recogían mitos y leyendas,
de las canciones ancestrales, de los evanescentes sortilegios,
del arrullo del tempestuoso mar o del canto de las ninfas del bosque,
para transmitirlos durante generaciones entre aquellos
que nos quisieran escuchar, sumidos en un embrujado deleite.

Y es ahora, en esta Era donde la magia se diluye
junto con la esperanza de las gentes,
cuando nuestro pulso ha de redactar con renovada pasión
y nuestra voz resonar más allá de los sueños
.

Toma asiento y escucha con atención.

Siempre habrá un cuento que narrar.

martes, 27 de diciembre de 2011

El Misterio del Amor

- ¡Oh, Supremo Rey Cuervo! Acudo a ti desesperado.
- Habla, pequeño mortal. No te quedes ahí pasmado.
- Te imploro que no permitas que vuelva a amanecer.
- ¿Y por qué razón un deseo así te debería conceder?
- No existe mujer que quiera que descubra mi oscuridad.
- ¿Acaso piensas que nadie hay con quien compartir tu soledad?

- La noche es fugaz y al imaginarla me atenaza el dolor.
- ¡Miserable insensato!, ¿desconoces el Misterio del Amor?
- La pena me nubla. Te ruego me ilumines con tu sabiduría.
- Escúchame, pues cuanto necesitas es imaginar su compañía.
- En sus brazos está mi hogar, me eleva al inmarcesible cielo.
- ¿Se jacta el bello sin fealdad, se apaga el fuego sin hielo?

- Anhelo acariciar cada rincón de su ser, mi deseo es eterno.
- ¿Cómo habría justicia sin delito, y un Edén sin su Infierno?
- No respiro sin sus besos, ni existo más allá de su mirada.
- ¿Quién vive sin temer a la muerte, vence sin perder nada?

- ¡Mas como soportar su ausencia y apaciguar mi lamento!
- ¿Qué es la luz sin la oscuridad, el amar sin el sufrimiento?





- Ahora lo entiendo, su Nocturnidad, agradezco la lección.
- Jamás olvides que de dicha y de pesar se nutre un corazón...
 
 
 
 
 
 
 
 

... algún día, alguna noche, la encontrarás, y sabrás por fin qué es de verdad

viernes, 23 de diciembre de 2011

El tiempo de Yule (Segunda Parte)


Paseando mi mirada con científico detenimiento por la estancia, contemplé con cierto recelo que se había producido un apagón tanto en el edificio de la biblioteca como el arcaico distrito donde se ubicaba, pues desde los angostos ventanales no se proyectaba iluminación alguna. Sin embargo, no podría asegurar si por fortuna o fatalidad, las luces de emergencia del lugar funcionaban con normalidad, otorgando una tenue y mortuoria tonalidad a la sala de estudio, como si estuviera bajo el fulgor de los candiles. Nadie había en los alrededores, pero podía resultar comprensible, considerando que estaba en una de las salas menos transitadas de la biblioteca, y era víspera de festividad. Por lo que, aprisionado por esa morbosa excitación que me invadía al permanecer en una situación así, esbocé una osada sonrisa y mis ojos danzaron, de nuevo, sobre ese libro de irrisorio misticismo que aún descansaba sobre la mesa, abierto, expuesto ante mi cínico escrutinio. 

Fue cuando supe que estaba manuscrito en una lengua que desconocía, aunque no me era ininteligible, pues podía asociarla, por mis estudios etimológicos y lingüísticos, a una variante desusada e ignota del gaélico antiguo. Una forma ancestral de este idioma que podía datarse de períodos protohistóricos, lo cual comenzó a interesarme lo suficiente como para que mi descreída consulta se convirtiera en un tenaz estudio. Pero a medida que pasaba con visible agitación las páginas, ajadas y deslucidas, una sensación de ardor, un creciente quemazón, se inició en mis dedos, como si estuviera acariciando con deleite una crepitante lengua de fuego. Me detuve de inmediato cuando el picor se transmutó en dolor, y tras confirmar que mi piel estaba intacta, sufrí otro inquietante síncope, como el que había padecido al encontrar el tomo en el estante. Mi mente, al borde del vahído, no supo correlacionar en primera instancia lo que estaban contemplando mis ojos, que no era más que una tosca ilustración, en tonos oscuros, que se plasmaba a todo folio en una de las hojas del libro. 


Era espeluznante, a pesar de que se tratara de una esquemática pintura de difusa interpretación. En ella figuraba lo que parecía una pequeña aldea, de casas bajas y circulares con una techumbre de hojarasca, que circundaban una prominente roca, un megalito si la memoria no me traicionaba, que se erigía con firmeza, cual ciclópeo guardián de piedra. Pero lo que me sobrecogía era aquel tizne negro, una especie de borrón oscuro que surgía del extremo superior izquierdo del dibujo. Quise determinar si sólo era una mancha de carbón que se había difuminado por efecto del uso del libro colocando la página a trasluz, cerca de una de las mortecinas luces de emergencia, hasta que descubrí el secreto que guardaba aquella imagen de pesadilla. Un horror encerrado en un libro que jamás debería haber abierto. En mitad de esa glutinosa oscuridad que sobresalía hacia la ilustrada villa, en una mácula de abyecta negrura, se perfilaban figuras humanas, sinópticas y esbozadas, en gestos grotescos, algunos físicamente imposibles, por sus dislocados miembros, sus amplias fauces o sus encorvados espinazos. Una horda de execrables criaturas que avanzaba junto a esa oscura infamia, que crecía inexorablemente, ocultando el poblado a medida que pasaba las páginas, conformando un macabro fotograma. 

Fruncí el ceño buscando la empírica coherencia que requería este improvisado estudio, tratando de apartar el irracional temor que me asaltaba, y eso fue lo que me permitió atisbar, bajo las ilustraciones, a modo de acotaciones, una serie de apuntes escritos en latín, impresos en tinta carmesí. La primera frase que leí era tan significativa que reflexioné durante unos interminables minutos sobre ella: In absentia luci, tenebrae vincunt. La transcripción me resultó sencilla, siendo su significado “En ausencia de luz, la oscuridad prevalece”. De esta manera, emprendí la transcriptora labor del intérprete y descifré aquello que alguien, que no parecía ser el autor de la obra, había escrito allí, quién sabe cuándo y por qué. El resultado fue sumamente decepcionante, aunque en cierto modo tranquilizador, pues recobré el temple perdido minutos antes, sustituyéndolo por esa actitud jactanciosa que había tenido en un principio, teniendo en cuenta el tipo de literatura que pensaba que era. Lo que había escrito como apunte en los márgenes de los dibujos era la patética perorata de algún ocultista estafador, que pretendía atemorizar a los lectores con una sugerente historia. O eso quería pensar. 

Según contaba quién quisiera que lo hubiera redactado, durante lo que se conoce como 'Yule', el día del Solsticio del Invierno, el umbral que separa el reino de los vivos del reino de los muertos se fragmenta, provocando que la incognoscible oscuridad que anega el mundo se escape durante horas, eclipsando a la luz purificadora, y haciendo que, de esta manera, la noche sea más larga. No obstante, las advertencias de este demente no se refrenaban en este natural fenómeno, pretendían trascender más allá de lo explicable, pues desde tiempos inmemoriales, se celebraban rituales, se honraba a los antepasados y se entonaban cánticos para que se produjera el renacimiento de la luz, en un nuevo y reluciente amanecer. Por supuesto, si no se ejecutaban con solemne fervor estos ritos, el blasfemo pórtico entre ambos mundos quedaría abierto, de entre las sombras los cadáveres resurgirían para extender su perfidia por toda la tierra y la oscuridad nos devoraría para siempre. No pude reprimir mi carcajada cuando hube terminado de leer, más por recordar ese infundado miedo que había tenido instantes antes, que por la necedad de la fábula que había descubierto. 

Cerré el libro con sonoridad y cuando me disponía a dejarlo en su lugar en la estantería, comprobé que carecía de etiqueta de signatura. No pertenecía a la biblioteca. Me decidí, entonces, en buscar a uno de los auxiliares para que pudiera hacerse cargo de él, mas cuando hube salido de la sala de estudio, me extrañó comprobar que no había absolutamente nadie y que la puerta de la salida, que se observaba desde mi posición, estaba cerrada. Todo seguía sumergido en una impenetrable tiniebla. Vacilé durante unos segundos ante esta sorprendente coyuntura, pero sin perder la compostura, caminé hacia la salida y, con alivio, empujé el portón hacia la calle, abriéndolo en un estridente chirrido. Y, repentinamente, sentí como si me envolviera una antinatural brisa, gélida y luctuosa, ocasionándome un violento estremecimiento, que azotó todo mi cuerpo. No quise darle importancia, por lo que resguardé el libro bajo mi regazo e inicié mi regreso a casa. Ya volvería mañana para que alguien se hiciera cargo de él, en un horario menos intempestivo.


Las empedradas calles que había recorrido horas antes, ahora parecían teñidas por las sombras de la noche, pues las farolas y las luces continuaban extintas, ahogadas seguramente por el apagón eléctrico que afectaba a la zona. Me fascinaba la nocturnidad, ese estrato lóbrego y nebuloso siempre me había resultado sumamente inspirador, pero aquella noche parecía distinto. Me apresuré con presteza, entre sombras y silencios, avanzando por inquietantes rincones en los que parecía que las penumbras se contoneaban a mi paso, como si intentaran burlarse de mí. Me sentí estúpido cuando me giraba bruscamente al creer observar que alguien o algo me contemplaba, me seguía o me amenazaba. Mi respiración se tornó apresurada y dolorosa, pues la gelidez penetraba en mis pulmones junto con esa umbría sensación de miedo, que volvía a germinar en mí. Buscaba con desesperación a alguien, tanto en las travesías como en los comercios, pero todo cuanto me rodeaba residía en una sepulcral quietud, en una escalofriante soledad. Lo único que me propiciaba un efímero sosiego era la fantasmal luz estelar que provenía de los cielos nocturnos. Había luz, por insignificante que fuera. Aunque no por mucho tiempo.

En uno de mis torpes zarandeos, creyendo que estaba siendo acechado por otra de esas enloquecedoras sombras, me volví hacia la calle que acababa de remontar y contemplé aquello que resquebrajó por completo mi templanza, anquilosando mi corazón en un catatónico pavor. No podía creer lo que estaba viendo, pero mis ojos no me engañaban: se trataba de oscuridad, una absoluta y atroz negrura, que oscilaba viscosa e informe, serpenteaba etérea y volátil, engullendo todo resquicio de luz que había a su paso, ascendiendo desde donde mi vista podía avistar e inundándolo todo, asfixiándolo en una agonizante opacidad. Me quedé petrificado, observando aquel ominoso espectáculo, testigo atónito de un miedo primordial del que yo me había mofado, que ahora se cernía sobre mí vertiginosamente. 

Aún no comprendo qué me impulsó a tomar semejante determinación, pero en aquel momento sólo pude abrir el libro que había descubierto en la biblioteca, por una de sus páginas ilustradas y, entre inconsolables estertores de terror, busqué con desesperante afán uno de los pasajes que había escritos en latín, el cual recité entre alaridos, llantos y quejidos, sintiendo como si una inmensidad de cruentas punzadas ulceraran mis carnes en el momento en el que fuí asolado por las sombras. 

Y esto fue lo que grité antes de perder la consciencia, como si no existiera otra verdad en el universo:

Permite que mi humilde existencia se ilumine con tu fulgor, 
bajo el amparo de las estrellas y la melancólica luz lunar, 
y que el gran sol matinal derrame en mi su rayo de esplendor 
cuando me amenace la permanencia de la perpetua oscuridad. 

Estaba amaneciendo cuando desperté, encogido por el frío y el estupor, sintiendo el cuerpo entumecido por la incómoda postura que había mantenido durante horas, en un mugriento recoveco de uno de los callejones del Barrio Antiguo, con aquel enigmático libro entre mis brazos... 



... y el consuelo de saber que el tiempo de Yule había terminado. 

miércoles, 21 de diciembre de 2011

El tiempo de Yule (Primera Parte)


Apenas habían transcurrido un par de horas desde la comida y ya la noche se extendía con su fascinante velo por la ciudad, adueñándose de cada callejuela, deslizándose hacia las grietas más recónditas de los vetustos edificios que conformaban el caótico entramado del Barrio Antiguo. Pero una miríada de luces encendía el ambiente, pendiendo anaranjadas de arcaicos faroles que ahora funcionaban con electricidad, y decorando las fachadas en una caleidoscópica catarata, que anunciaba que habíamos entrado en la semana de Navidad. Era el vigésimo día de diciembre, y podría decir que la plenitud de la Natividad era una jubilosa constante en lugares y en rostros, sobre todo en el de los niños que me iba cruzando a medida que avanzaba hacia la biblioteca, mi destino en esta gélida tarde, todavía autumnal. 

 Deambular entre las restauradas reliquias de lo que, en tiempos pretéritos, fue mi antigua ciudadela, siempre me resultaba un delicioso placer del que no me quería privar, por ello acudía con diligencia al viejo edificio que se encontraba más allá de las ruinas de la muralla cuando quería consultar un libro o gozar de una novela, en lugar de recurrir a los modernos archivos, digitalizados y ergonómicos, cercanos a mi hogar. No es que fuera un lugar precisamente bello, puesto que era un inmueble erigido hacía apenas un par de décadas, en el que se percibía una escasa funcionalidad; sin embargo, lo que verdaderamente resultaba entusiasmante era atravesar esa laberíntica red de calles medievales. Sentir como si, en esencia, regresara a una época de pasiones y leyendas, a cada paso y en cada latido. El ambiente era tan evocador que sólo tendría que cerrar los ojos para embriagarme de esa romántica impresión de que había retrocedido eras hasta alcanzar un instante perdido en el tiempo. 


 Cuando hube llegado a la biblioteca me percaté de que su iluminación, del mismo modo que en las calles, era resplandeciente, en un modo cegador, pues asimismo alguien había decidido ornamentar el sitio como si de un Árbol de Navidad se tratara. Tanto mejor, nunca estaba de más la luz cuando se quería consultar una obra literaria. Así pues, me dirigí al área de estantes de 'Historia y Geografía', en busca de la signatura que correspondiera al manual historiográfico sobre celtas y escandinavos que ansiaba encontrar, pues debía realizar un monográfico sobre la influencia de dichas culturas en mi territorio. Me consideraba un apasionado, casi un erudito, de la cultura celta y los pueblos prerromanos dentro de la Península Ibérica, por lo que tenía la certeza de que no necesitaba demasiada información. Aunque en el saber nunca hay excedente. 

 Acompañé mi mirada con mi índice, viajando entre los diversos tomos que hallaba, hasta que di con el que buscaba sin mucho problema. Pero cuando me dispuse a asirlo para llevarlo hasta una de las mesas de estudio, una insólita sensación de desasosiego invadió mi mente, turbándola, como si acabara de sufrir un súbito colapso que me mantuvo obnubilado durante un par de segundos. Me recuperé y, al enfocar nuevamente mi visión, me cercioré de que junto al manual que estaba cogiendo, reposaba un extraño libro cuyo lomo, agrietado y enmohecido, tenía un aspecto desolador. La curiosidad articuló mi mano, como si de una sortílega titiritera se tratara, hasta tomar ese otro ejemplar, que el tacto de sus cubiertas se asemejaba al cuero, y que como título figuraba una única palabra, hilvanada con hermosos y atrayentes caracteres que latían en un insondable obsidiana sobre la raída portada: «Yule». 


 'El tiempo de Yule' era una celebración pagana que se correspondía a la mitología celta y nórdica, una ancestral tradición que se conmemoraba durante el Solsticio de Invierno, por la cual se preparaba un opulento banquete, se embellecían los hogares con luces, muérdagos y guirnaldas y se cantaban canciones alrededor de una fogata, mientras transitaba la noche, la más larga del año, dando lugar a un brillante amanecer. De esta inmemorial costumbre se había llegado, a través del sincretismo, hasta nuestra actual Navidad. Esto era lo único que conocía sobre esta fecha, pero sabía que algunas personas, especialmente aquellas vinculadas a enigmáticos esoterismos, le otorgaban otra trascendental interpretación. Por supuesto, mi dictamen al respecto era de absoluto escepticismo, no le otorgaba validez alguna a antiguas supercherías que habían rescatado algunas personas, en la actualidad, para lograr notoriedad, atención o enmascarar sus carencias académicas en un ridículo artificio para cautivar a ignorantes redomados y crédulas niñas que juegan a ser brujas.

 Aún así, con mi voluntad sojuzgada por un insano merodeo, me vi sentado, en completa y desamparante soledad, en una de las mesas de estudio cercanas a las estanterías, con este inescrutable libro ante mí y la sensación de que estaba a punto de perpetrar la profanación de un saber prohibido, por mi obcecación acerca de que lo que iba a descubrir me parecería, fuera de toda duda, una ridiculez. No me importaba, yo seguía sonriendo con un abyecto deleite, como aquel que permite que un iletrado hable sólo por el placer que le supondrá reprenderlo y corregirlo. Deslicé las yemas de mis dedos bajo las cubiertas, y percibí un inverosímil peso en la tapa de portada, que al principio reproché al lamentable estado de la obra, que pensaba había quedado solapada, en sus páginas, por un pegajoso deterioro. No obstante, esa no era la razón. Por lo que percutí hasta casi hacer palanca y el libro se abrió delante de mis ojos, en un pavoroso estruendo que provocó un desagradable eco por los corredores de la sala. Sala que, acababa de comprobar, estaba silenciosa, oscura y vacía.  


Como empezó a sentirse mi impía alma.

viernes, 16 de diciembre de 2011

Regalos


Inseguro y confuso, como el niño que a ratos todavía soy, te observo distante sin poder atravesar del todo el muro transparente que nos separa. Lo rozo con la yema de los dedos, anhelando saber lo que hay detrás sin poder siquiera imaginar el torrente eléctrico que surca cada pensamiento.

Sólo puedo tocar ese muro, y decirte a ciencia cierta, todo lo que lanzo contra él, a veces con calma, otras desesperadamente, casi todas espectante. Es todo lo que te regalo.

Te regalo mi miedo, enorme, aunque escondido bajo toda la frialdad que puedo reunir. Esa frialdad es tuya también.
Te regalo mis sueños, uno a uno, desde el más ínfimo, insignificante y precioso, pasando por los que quizás cumplí; hasta los más, los imposibles, sueños que nunca cumpliré, que todavía me persiguen, que todavía persigo. También mi realidad, mucho más predecible y gris, pero toda tuya si la quieres y alcanzas a pintarla de cualquier otro color.

Te regalo la brisa que me despierta cada mañana, anhelando el regalo de un nuevo día, quizás rutina encubierta bajo falsa prótesis de ilusión, pero todavía por esconder tanto que se niega a ser entregado... Quizás tú puedas desentrañarlo. Ojalá puedas.

Te regalo el futuro, cerrado en mi puño. Retira dedo a dedo, y hazlo tuyo. Porque parece imposible, pero cada segundo que arañes te hará un instante más inmortal.

Te regalo un espejo, en el que veas tu reflejo, y te cerciores de la luz que te recorre de los pies a la cabeza, haciéndote brillar de tal manera que quien se atreva a mirarte de frente, comprenderá el verdadero significado de resplandor. Ojalá seas consciente de ese brillo, de lo que eres, de lo que puedes llegar a ser.

Si me lees, te regalo cada letra que escribo. Si me oyes, te regalo cada palabra, cada susurro, cada certeza, cada inseguridad. Sólo tienes que abrir los ojos, o escuchar atentamente. Ni mucho menos nada de lo que escriba o diga será importante o digno de tu atención. Pero es tuyo. Guárdalo, quémalo, atesóralo. Es tu decisión.

Y cada lágrima que aún me queda por llorar. Y cada carcajada, cada parpadeo. Cada lamento, cada paso en falso y cada acierto, por nimio o determinante que haya sido, que vaya a ser, que sea en este preciso instante. Ojalá pudiera regalarte un poquito de la chispa que has generado en mí y verla devuelta en tu sonrisa. Sólo eso, sólo un instante de tu sonrisa, valdría más que todos los regalos que lanzo contra el cristal.

Y por supuesto, te regalo tanta esperanza. La esperanza que creí perdida, que seguramente volveré a perder, pero en este momento concreto, sé que aunque se derrame a borbotones, siempre, siempre, siempre, vuelve, por cada momento por el que merece la pena desesperadamente luchar para ser feliz.

Todo te lo lanzo con fuerza, esperando alcanzar un punto de ese muro donde no rebote, lo escuches de alguna manera, y gires la cabeza. Y acierte a ver tu mirada. Acierte a sumergirme en ella, contando cada segundo del privilegio que supone mirarte a los ojos y perderme en ti. Cada uno de esos segundos será algo nuevo y mágico, con lo que estaré burlando a la tristeza, a la desesperanza y al olvido.

Sin nada en absoluto que perder. Con todo un mundo infinito de posibilidades que ganar. Porque aunque no arañe a ver la superficie de, ese, tu mundo, aunque todavía ahora, y quizás para siempre, sólo te observe a través de un muro irrompible... cada vez que me devuelves la mirada...


... gano.

domingo, 11 de diciembre de 2011

Todo son cenizas (prólogo)


Por la mañana, el cielo había estado despejado. Esa noche las nubes se agolpaban furiosas, reclamando su parcela de firmamento para teñirlo de gris y depositar su ira incontrolable.


Ricardo lo veía desde el coche. Siempre que iba a llover, la vieja herida de la pierna comenzaba a dolerle, un rayo periódico que vaticinaba dolor y una tromba de decepción. Pero eso no era lo que le importaba en ese momento. Francamente, poco o casi nada le importaba. Se había esforzado mucho para conseguirlo, a golpes de miseria y de fracaso.



Contemplaba, sin poder evitarlo, lo que sí le importaba todavía. Vio la luz de la habitación, brillando como el tenue parpadeo de una promesa todavía por cumplirse, en el quinto piso de la fachada. Sólo un punto de luz. Sólo eso. Pero no podía dejar de mirarlo. Sabía que tras ese pequeño brillo, se ocultaba todo lo que fue y todo lo que podía haber sido. También todo en lo que se había convertido, todo lo que era en ese momento.


Sacó del bolsillo de su gabardina la foto. Daba pena verle, y lo sabía, desaliñado, maloliente, había perdido el interés por cualquier cosa. Pero, en cambio, la foto estaba intacta, impoluta, como si de alguna manera quisiera aferrarse a lo que representaba, a la oportunidad que se iba desvaneciendo a cada segundo. Encendió un cigarrillo mientras la observaba, y de reojo, también la luz de la fachada. Hasta que ésta última cesó. Eran las diez de la noche de un martes, la hora en la que las ilusiones se apagaban, los mundos convencionales se iban a dormir, pero el suyo, poco a poco, volvía a funcionar.


Perdido entre sus pensamientos, las cenizas del cigarro cayeron sobre la foto. Se asustó,

y la sacudió con una extraña mezcla de delicadeza y furia. No, eso no. Eso no podía perderlo también.

Las cenizas la emborronaron un poco, pero actuó a tiempo. Había salvado la imagen, aunque lo que se veía en ella se había perdido hacía tiempo. La limpió con cuidado y volvió a guardarla en la gabardina.


La certeza era absoluta.

Todo eran cenizas.


Arrancó el coche, dejando de lado todo ese mundo que fue suyo y tiró por el retrete; consciente de que la pausa en su rutina había acabado, y era hora de ponerse en marcha. Era hora de trabajar.

domingo, 4 de diciembre de 2011

Caminando


Caminando por el filo, de puntillas, sin hacer ruido, paso a paso, vacilante pero haciendo camino,;sobre las fauces de lo invisible, que tiñe de silencio y de vacío de existencia. Él pisó, con tanto miedo de que sus huellas fueran contempladas, que miraba cada paso con total y absoluta atención.

Era tan importante no mancillar el paisaje y sus alrededores, era vital no manchar, no molestar. Sólo convivir con harmonía y disfrutar de cada movimiento, fuera lento o fuera como fuera.
Porque el paisaje era tan alentador, tan cargado de inexplicable magia, que su reparo era totalmente justificado. No valía la pena arriesgar a que un paso en falso cargara de su apestosa realidad pasada todo aquello que contemplaba ensimismado.

Pero el camino, era escabroso, y las tinieblas cegaban sus vacilantes pasos. Sabía que en cualquier momento se precipitaría y ni siquiera podría agarrarse a los bordes, los veía resbaladizos e inseguros.

Suspiró. Resopló. Cerró los ojos. Hizo de tripas corazón. Siguió caminando.

En sus sueños, todavía albergaba retazos de la misma magia que contemplaba. Sueños de que podría atravesar el paisaje, incluso pasear por él con la certeza de que todo iría bien, de que podría formar parte de aquello, fundirse con el entorno, respirar llenando los pulmones de nueva brisa y nuevos horizontes. Todavía, de vez en cuando, soñaba que abriría los ojos y el camino nunca más sería escabroso. Sería felicidad.

Pero al abrirlos, el precipicio le contemplaba.

¿Saltaría, pensando que podía volar?

jueves, 1 de diciembre de 2011

Algo brota



Al principio no fue nada. O casi nada, por lo menos. Fuera lo que fuese, era difícil de discernir, incluso cuando no había nadie que pudiera discernirlo.

Antes del concepto en sí mismo, antes de que hubiera que explicar cualquier cosa. Antes de todo, porque era casi nada.




Fueron palabras quizás, o algún tipo de remoto sentimiento, de algún lugar más remoto si cabe. O quizás cercano. Un conjunto de sensaciones. Un olor. Una risa. Un recuerdo. Y un punto surgió en el horizonte, dándose la vuelta, girando, creando una perspectiva nueva, como si hubiera alguien que pudiera mirarlo, y que pudiera apreciar su belleza.


El tiempo comenzó a transcurrir, cuando no tenía significado alguno, y la realidad realizó sus primeros compases, al ritmo de los segundos que la iban configurando. Tic tac, tic tac.

El negro había sido el color, o por lo menos la percepción si hubiera existido la capacidad de percibir cualquier cosa. En el momento preciso que brotó esa percepción, sí lo fue. Pero fue cambiando, sujeto al azar de tantas sensaciones nuevas que resonaban en ecos indescifrables pero repletos. Salpicaron destellos de vida, sopló alrededor un viento que giró transportando el misterio y la incertidumbre.


Algo despertó, curioso, porque nunca hubo nada dormido. Pero así fue, y el nuevo insondable contorno se acercó a un destino que no existió pero ahora existía. Fue tierra, fue suelo. Fue.

Arido, abrupto. Si hubiera habido quien caminara, habría sido abatido por el peligro y por la arena recién creada. No era así, por lo que no era importante realmente.

Entonces, lo que despertó rascó de alguna manera difusa la superficie. Ese horizonte nuevo ya estaba fijo en su lugar, marcando la frontera desde cualquier ángulo de visión entre esa tierra sombría y lo que era un cielo infranqueable.


El sonido de lluvia de cientos de miles de lágrimas irrumpió, acompañado por risas y por ojos y pestañas, por dientes y mordiscos, por nuevos conceptos. El suelo tembló, el sonido sonó con fuerza, y ese algo, lo oyó en toda su magnitud.

Consciente de su existencia, porque existía. Y al principio, no había existido. Apenas nada existía, nada que remotamente mereciese la pena. Esto lo merecía.


Porque a su alrededor todas las lágrimas cayeron, y las risas las sazonaron. El nuevo viento transportó con mucha más fuerza aquello que parecía estar insuflando esa nueva vida. Como los ignotos y retumbantes sonidos que vencían a la ignorancia de lo desconocido, abriéndose paso veloces, imperceptibles en su mayoría, pero lo suficientemente perceptibles para marcar una diferencia.

En eso residió el secreto, en lo diferente. En algo que cambiaba, era un cambio, fuera el que fuese. Cambiar, evolucionar, llevaban a vivir. Y eso podía suceder.


Pero la triste broma de la vida fue demasiado. Una broma pesada, un susurro cínico, porque todo lo que vive muere. El palpitante corazón de la tierra lo sintió, como si quien se lo contara pretendiera borrar todo rastro de existencia futura.

Tanto se perdía cuando tanto se podría haber ganado. Ahora, el horizonte parpadeaba, borroso, difuminándose y resquebrajando estrellas, o lo que era algo muy parecido a estrellas que comenzaban a poblarlo. Desaparecían sin más, sin ningún artificio espectacular, porque realmente eso no era lo importante. La importancia, tampoco era.


Lo único que prevalecía era desaparecer, porque desapareciendo no había riesgo, no había miedo, y el miedo era un concepto tan fuerte que podía aplastar a todos los conceptos todavía no nacidos.

Por lo que todo empezó a no ser de nuevo, lo que germinaba empezó a sencillamente, quedarse atrás. Separado, en una barrera que diseccionaba cada capa creada, lo que quedaba atrás se esfumaba con la rabia de que no conocería, cuando podía haber tantas cosas que conocer.


Era comprensible. ¿Cómo existir cuando toda existencia es una prolongación innecesaria hacia el vacío? Abocado a volver al punto de partida, era mucho más práctico adelantar ese regreso, de tal maner que la aventura del viaje quedara en un retazo, una suave pincelada borrada para siempre.

Eso era la muerte, y cualquier vía de escape era válida. Vivir, un esfuerzo lastrado por la certidumbre de su propio ocaso. Vacío como cualquier cosa que estaba destinada a dejar de existir.

Toda voz que llegaba, sin embargo, no se marchaba del todo del lugar sin nombre que comenzaba a volver a no ser. En su precipitación, cada vez más masiva, se perdía cada intento de aterrizar, entre la complicación inherente a lo épico de su tarea, y, sobre todo, esa nueva necesidad de evitar el avatar de la irreversibilidad.


Sólo hay una cosa irreversible, y es la muerte; y lo puede todo. Menos una cosa.

La esperanza.

Ingenua, ilusa, pero cargada de posibilidades. Portadora de voluntad, campeona de los sueños perdidos y sobre todo, de todos los sueños posibles y por encontrar.


Las voces, los recuerdos, los sentimientos que llegaban eran destruídos antes de poder hacer mella, pero dejaban semillas. Pequeñas, minúsculas, insignificante de una en una. Pero juntas, la cosa cambiaba.

El horizonte volvió a fijarse. Los colores, más allá del negro que de vez en cuando adquiría nuevas tonalidades por la nueva luz, hicieron acto de presencia. Lo que fuera que estaba tomando forma, volvió a tomarla, levemente, como asiéndose a una única posibilidad, pero mucho más evocadora que el fin, que, por otra parte, teminaría alcanzándole.


Todos los sueños de los millones de soñadores que habían vivido en cualquier lugar, se apilaron en la lluvia incesante sobre el nuevo rincón de la existencia que nacía con la calma asustada de quién no sabe si ese nacimiento traerá algo más que desdicha.


Plasmados como gotas de lluvia, empaparon el suelo. Ese agua creó barro donde hacía unos instantes del todavía existente tiempo, se revertía el proceso hasta el punto de que en algunos momentos, esas lágrimas atravesaban la eternidad.

Ahora, el barro enterraba esas semillas, y el agua, las nutría en el interior de la tierra, juntándose como una sola.


Los errores y los aciertos actuaron como fertilizante, fueran los que fueran, y en cualquier orden y proporción. La tierra se sacudió, en un terremoto aterrador, tan poderoso que el miedo mismo se asustó.

El miedo se asustó al atravesar la certeza de que nada daba miedo realmente. De que ni siquiera la muerte era suficiente. Porque esa certeza no era nada comparada con cada fertil pensamiento, cada sentimiento, cada decisión.


Y un brote surgió de las tinieblas de esa tierra fertilizada. Con poca fuerza al principio, pero traspasando toda barrera física, mental, existente y todavía por existir al poco tiempo de comenzar su viaje hacia la superficie. Tomó fuerza rescatando todo lo que llegaba, fuera malo o bueno, porque de todo se aprendía, contra todo se podía luchar y todo evolucionaba.


Mientras el brote iba creciendo, a pesar del enorme tamaño que adquiría, el temblor se iba sofocando, derribando las tristes certezas y sustituyéndolas con inciertas promesas. Promesas que no significaban nada, pero que sin embargo, movían la creación al asegurar que, efectivamente, casi nada estaría escrito.

Quién pudiera respirar, habría captado el aroma de la flor que surgió del brote, con vigorosas espinas a su alrededor, protegiendo toda esperanza que nunca jamás volvería a ser violada. El capullo, cerrado, fue olvidando el miedo hasta que no quedó en siquiera un retazo de la memoria, y se abrió, desplegando una belleza tan grande como todo lo que la había forjado. Los colores danzaron a su alrededor, y uno de ellos se posó sobre la flor. El único color posible, el que lo dotaría todo de sentido y de magia.


Y La Rosa Verde se irguió victoriosa, y todo tuvo sentido en un mundo irónico, donde no debería tenerlo, pero lo tenía por cada motivo que cada ser que jamás hubiera existido en cualquier lugar, había luchado desesperadamente por formar y por creer, dando tanto que lo que luego les era arrebatado, palidecía con miseria.

Entonces, por fin, absolutamente, algo existió. Ya no fue nada, nunca más lo sería. Todo vibraba, todo era posible. Todo era esperanza.